Saki, seudónimo del escritor inglés Hector Hugh Munro (1870-1916). Fuente de la imagen |
Tanscribo un párrafo de "La ilusión de creer", título del primer capítulo de La vida eterna (Ariel, 2007), de Fernando Savater. En este ensayo sobre las religiones, el autor vasco apuntala sus tesis, como suele ser habitual en él, apoyándose en referencias literarias. En este caso el cuento de Saki, "Sredni Vashtar", le sirve a Savater para ilustrar el deseo de venganza que, en su opinión, pueden colmar las religiones.
En 1940 Adolfio Bioy Casares hizo la primera traducción al castellano de "Sredni Vashtar". El cuento fue publicado en junio de ese mismo año en la revista Sur, y poco después fue incluido en la hoy famosa Antología de la literatura fantástica, compilada por Borges, Silvina Ocampo y el propio Bioy Casares.
En 1940 Adolfio Bioy Casares hizo la primera traducción al castellano de "Sredni Vashtar". El cuento fue publicado en junio de ese mismo año en la revista Sur, y poco después fue incluido en la hoy famosa Antología de la literatura fantástica, compilada por Borges, Silvina Ocampo y el propio Bioy Casares.
"Entre los deseos más acendrados que las religiones pueden colmar yo señalaría por ejemplo el de la venganza. La derrota y castigo de los enemigos, la humillación final de los malvados en apariencia triunfadores es un móvil piadoso que estimula sin duda muchas devociones. Su paradigma literario pudiera ser Sredni Vashtar, el espléndido y terrible cuento de Saki en el que un niño huérfano encuentra el dios adecuado para purgar su resentimiento contra quien abusa de su debilidad. Pero no basta con que se haga justicia a quien nos ofende: buscamos además otra forma de amparo. Y así llegamos a la cuestión esencial, la conciencia irremediable de nuestra mortalidad".
Fernando Savater, La vida eterna, Ariel 2007, pág. 40
SREDNI VASHTAR
Saki
Conradín
tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría
cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta,
pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse
en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba
para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales;
los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban
representados por él mismo y su imaginación. Conradín pensaba que no estaba
lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas
necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el
interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía
sucumbir.
La señora De Ropp, aun en los momentos de
mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez
habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un
deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada
sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía
procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba
excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.
En el triste jardín, vigilado
por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o
aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba
pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados,
como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto.
Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por
su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había
una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un
refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de
juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos
provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso
de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del
Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía
otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos
compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro.
Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de
carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas
monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de
ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más
preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible
felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar
a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre
maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín
un dios y una religión.
La Mujer se entregaba a la
religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y obligaba a
Conradín a que la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el
niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso
y oscuro silencio de la casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito
ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en
el altar flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando era
invierno, pues era un dios interesado especialmente en el aspecto impulsivo y
feroz de las cosas; en cambio, la religión de la Mujer, por lo que podía
observar Conradín, manifestaba la tendencia contraria.
En las grandes fiestas
espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición importante del rito
que las nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por
finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor
de muelas que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradín prolongó los
festivales durante todo ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni
Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el malestar hubiera durado
un día más, la nuez moscada se habría agotado.
La gallina del Houdán no
participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradín había dado por sentado que
era anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser
anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy
respetable. La señora De Ropp encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la
respetabilidad.
Al cabo de un tiempo, las
permanencias de Conradín en la casilla despertaron la atención de su tutora.
-No le hará bien pasarse el
día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió repentinamente, y una
mañana, a la hora del desayuno, anunció que había vendido la gallina del Houdán
la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a Conradín, esperando que
manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una
retahíla de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradín no dijo nada:
no había nada que decir. Algo en esa cara impávida y blanca la tranquilizó
momentáneamente. Esa tarde, a la hora del té, había tostadas: manjar que por lo
general excluía con el pretexto de que haría daño a Conradín, y también porque
hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la clase media.
-Creí que te gustaban las
tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había tocado.
-A veces -dijo Conradín.
Esa noche, en la casilla, hubo
un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho
más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
-Una sola cosa te pido, Sredni
Vashtar.
No especificó su pedido.
Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo,
mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro
mundo que detestaba.
Y todas las noches, en la
acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la
casilla, se elevó la amarga letanía de Conradín:
-Una sola cosa te pido, Sredni
Vashtar.
La señora De Ropp notó que las
visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más
completa.
-¿Qué guardas en ese cajón
cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos de la India. Haré
que se los lleven a todos.
Conradín apretó los labios,
pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se
dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y
Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la última
ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa
ventana se instaló Conradín. Vio entrar a la mujer, y la imaginó después
abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes el lecho
de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su torpe
impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero
sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa
sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el
jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón
de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por
triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían
venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del
médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el
himno de su ídolo amenazado:
Sredni Vashtar avanzó:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.
Sredni Vashtar el hermoso.
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.
Sredni Vashtar el hermoso.
De pronto dejó de cantar y se
acercó a la ventana.
La puerta de la casilla seguía
entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró
a los estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez,
sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró para
preparar la mesa para el té. Conradín seguía esperando y vigilando. La
esperanza gradualmente se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una
mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían conocido la melancólica
paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de
victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados: por la puerta salió un
animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del
crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello.
Conradín se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al
arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de
madera y se perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.
-Está servido el té -anunció
la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora?
-Fue hace un rato a la casilla
-dijo Conradín.
Y mientras la criada salió en
busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las
tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba
con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradín
estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde
más allá de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro
de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina que la acompañaba,
los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior,
y luego, después de una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados
de quienes llevaban una carga pesada.
-¿Quién se lo dirá al pobre
chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.
Y mientras discutían entre sí
el asunto, Conradín se preparó otra tostada.
Nota: narrativabreve.com es un blog sin ánimo de lucro que trabaja como espacio de creación y redifusor de textos literarios, y en señal de buena voluntad indica siempre -que es posible- la fuente de los textos y las imágenes publicados. En cualquier caso, si algún autor o editor quisiera renunciar a la difusión de textos suyos que han sido publicados en este blog, no tiene más que comunicarlo en la siguiente dirección: ciconia1@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario
narrativabreve.com agradece tus comentarios.
Nota: el administrador de este blog revisará cada comentario antes de publicarlo para confirmar que no se trata de spam o de publicidad encubierta. Cualquier lector tiene derecho a opinar en libertad, pero narrativabreve.com no publicará comentarios que incluyan insultos.