Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hemández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral.
Roberto Bolaño, "Consejos sobre el arte de escribir cuentos"
Cuento de Felisberto Hernández: La envenenada
En uno de los barrios de los suburbios de
una gran ciudad, uno de los literatos no tenía asunto. Esto le pasó desde el 24
de agosto por la tarde —en la mañana había terminado un cuento— hasta el 11 de
octubre, también por la tarde. En la mañana del 11, el día le amenazaba con
normalidad: como uno de los tantos días él estaba encerrado en su casa y no
tenía ganas de salir; se paseaba por toda su pequeña casa, a grandes pasos y a
profundos pensamientos; quería atacar algún asunto, porque ningún asunto venía
hacia él; al mismo tiempo que sus piernas se le cansaban y se le ponían
pesadas, sentía angustia con pesimismo; pero se acostaba un rato y, a medida
que sus piernas descansaban, la angustia con pesimismo se le iba.
El 11 por la tarde, cuando eran las 14 y
25 y se asomó a la puerta de su casa, se dio cuenta que el día era lindo, pero
igual a muchos días lindos —hacía tiempo le había pasado lo mismo con unos días
feos— entonces, como una de las tantas veces que en otros días se había asomado
a la puerta de su casa, llegó a la siguiente conclusión: “si quiero asunto
tengo que meterme en la vida”. A las 15 y 12 fue cuando por última vez en esa
tarde se asomó a la puerta de su casa y pensó que tenía que meterse en la vida:
aparecieron tres hombres que desde la calle le hicieron señas para que se
acercara; cuando se acercó le dijeron que a pocas cuadras y al borde de un
arroyo, una mujer se había envenenado. Él tenía pensado no ir a esta clase de
espectáculos: le producían una cosa, que sintetizando todo lo que hubiera
podido escribir sobre esa cosa, le hubiera llamado vulgarmente miedo. Sin
embargo, como además de no tener asunto, había leído una poesía que le había
llevado a la conclusión de que un hombre podía reaccionar y triunfar sobre sí
mismo, entonces decidió aprovechar la invitación que le hicieron los tres
hombres y el espectáculo de la envenenada.
Apenas empezaron a caminar uno de los tres
hombres le demostró una antigua y secreta admiración: había leído muchas cosas
de él; los otros dos estaban cohibidos y la curiosidad que hacía un rato tenían
por la envenenada, se les había pasado para el literato.
En el cerebro de los cuatro hombres había
una misma idea: en tres, la curiosidad por el gesto de la cara del literato, y
en el literato la preocupación de lo que haría con su cara. Si se abandonaba a
la espontaneidad, tal vez pusiera una cara inexpresiva e idiota y, además, no
podría abandonarse a su espontaneidad porque sabía que lo observaban; tal vez
no podría ser espontáneo ni consigo mismo, porque aunque no hubiera nadie, él
mismo sería su observador, tendría la tensión de espíritu del analítico y por
más fuerte que fuera el espectáculo, su espíritu oscilaría entre la impresión
que le produciría y la impresión que él quería tomar de sí mismo. Entonces se
encontró con que no podía ni sabía sorprenderse y entonces tenía que inventar
un gesto interesante. Ni aún esto podía pensar tranquilamente porque sus
compañeros le iban dando los datos que conocían de la envenenada y él tenía que
escucharlos y comentarlos.
Para esto inventó un gesto y un comentario
que le sirvió para abandonarse a pensar en todo lo que se le antojaba, para
dejar sus pensamientos libres cual una cosa libre; puso su cara hacia el
frente, pero no para mirar lo que tenía adelante, sino hacia lo que los
literatos habían definido como lo infinito, lo desconocido, etc.
El comentario fue el silencio: muchas
veces le había servido para muchas cosas, y ahora le permitía dejar el
pensamiento libre cual una cosa libre.
El admirador del literato le contaba a
éste una vulgar historia de amantes; esa mañana, cuando la historia tuvo su
desenlace, ella había envuelto en un papel un vaso con cianuro, y había puesto
en la cartera un gran revólver; cuando se puso el gorro de fieltro y salió de
su casa la gente habría creído que iba a un lugar, lejos de aquellos
alrededores. Aquí los pensamientos del literato se prendieron hambrientos de
este detalle, y ya le pareció que hacía un cuento y que decía que ella había
ido más lejos de lo que la imaginación de la gente suponía: había ido donde los
literatos habían definido como lo infinito, lo desconocido, etc. De pronto los
pensamientos se le detuvieron y se fijó que los dos hombres que callaban habían
quedado algunos pasos atrás y ahora conversaban; entonces sus pensamientos le
volvieron a atacar y se imaginó que, al ellos caminar de dos en dos, llevaban
un ataúd. También se dio cuenta, analizando su propio yo, analizando su propio
yo, que este último pensamiento decoraba muy bien el espectáculo que dentro de
poco verían.
II
Los cuatro hombres iban por una orilla del
arroyo; pero la envenenada estaba del otro lado; entonces el literato pensó:
ella está del otro lado del arroyo, y de la vida. Los compañeros le dijeron
que, como el arroyo era angosto, de este lado verían bien, y que si fueran por
el otro, tendrían que dar una vuelta muy grande; y el literato pensó: para
llegar del lado de la envenenada, habría que dar una vuelta muy grande y esa
sería la vuelta de la vida, porque ella está en la muerte.
El paraje era pintoresco como otros
lugares pintorescos y nada más; a dos cuadras del suceso, los cuatro hombres
vieron entre los árboles un grupo de personas, y el literato preparó la cara;
frunció el entrecejo y nada más: pensaba que con eso bastaba para ver y pensar
tranquilo; y entonces, este último pensamiento, le dio a su cara un baño
fijador. A medida que se acercaba, su espíritu oscilaba entre conservar su yo y
abandonarse a la curiosidad: parecía un elástico que se estirara y se
encogiera; pero el baño fijador que había dado a su cara le fue eficaz; cuando
estuvieron frente al lugar de la envenenada, él conservaba entera su cara.
Pasado el segundo de indefinida sensación,
se apresuró a decirse a sí mismo: es una mujer envenenada y nada más; y tuvo el
valor de empezar a observarla y a pensar, sin hacer caso de una especie de
pelotón nebuloso y oscuro, que desde el primer momento se le había formado en
donde los otros literatos llamaban, el espíritu. Pero, a medida que observaba y
pensaba, de la envenenada salía algo que le agrandaba el indefinido pelotón.
El espectáculo era demasiado fuerte para
el literato; en el cuerpo de la envenenada había cosas extrañas,
contradictorias y también irónicas: los pies estaban cruzados, y había en ellos
la tranquilidad de la persona que se ha acostado a dormir la siesta y el cuerpo
disfruta de la frescura del césped y de la placidez del sueño; pero sin
embargo, el cuerpo de la envenenada estaba arqueado, tenía por puntos de apoyo
un talón y los hombros, y todo el busto demasiado echado hacia adelante; la
cabeza estaba doblada y su posición hacía pensar en lo mismo de los pies, pero
la cara estaba muy descompuesta y los músculos en tensión; un brazo lo tenía para
arriba, rodeaba la cabeza como un marco y la posición era tan tranquila como la
cabeza y los pies; pero el puño estaba muy apretado. Lo más terrible, la
protesta más desesperante que había en la envenenada, estaba en el otro brazo,
en el que no le servía de marco a la cabeza: estaba muy separado del cuerpo, y
desde el codo hasta el puño había quedado parado como un pararrayo; el puño no
estaba cerrado del todo, y de entre los dedos que estaban crispados y juntos,
salía un pañuelito que flameaba con la brisa.
Cerca del cuerpo estaba el vaso y el
papel; el revólver ya lo había llevado la policía: vino cerca de las 13 y quedó
un guardia cuidando; eran las 16 y todavía no había venido el juez; el guardia
espantaba a la gente que se acercaba o tocaba y, los que ya se sabían de
memoria los detalles del asunto y del cuerpo de la envenenada, se iban. A pocos
pasos del literato había una muchacha que dijo que hacía rato había venido el
amante de la envenenada, que después de mirarla le bajó un poco la pollera
porque le había quedado muy subida, y que después se había ido. También dijo
que nadie había tocado el vaso ni el papel: entonces, se pensaba que la
envenenada habría visto aquello así antes de morirse, que su pensamiento y la
realización, con el vaso y el papel, habrían quedado igual que en el momento en
que ella se había envenenado, y esas horas que nosotros medíamos después, se
dislocaban y eran extrañas, porque pertenecían más a ella que a nosotros.
También se pensaba, que antes de salir de
su casa el vaso, habría estado tranquilo encima de una mesa, que ella lo habría
sacado para llevarlo con ella como un animalizo doméstico; que todavía estaba
cerca de su cuerpo, y miraba fijo, y no era culpable de nada; que como un
animalito doméstico habría estado lejos del propósito de ella; pero que ahora
el vaso y ella eran dos realidades parecidas.
III
Durante mucho rato el literato quiso
suponerse que estaba acostumbrado a espectáculos como aquél y quiso empezar a
construir su cuento, para no tener esa cosa que sintetizando todo lo que
hubiera podido escribir sobre ella, le hubiera llamado vulgarmente miedo; tenía
muy fruncido el entrecejo, pero los ojos se le habían quedado muy abiertos y
fijos.
De pronto se dio cuenta que los pies se le
movieron y le llevaron el cuerpo para otro lado; también sintió sobre él todas
las miradas y la responsabilidad que otros literatos habían sentido cuando
pensaban que en sus manos estaba el destino de la humanidad. Ya había corrido
por allí la noticia de que era escritor, y la gente pensaría que tal vez él y
no el juez, estaría más cerca del misterio de aquella muerte.
Cuando percibió el desenfado con que la
gente andaba alrededor de la envenenada y recordó sus momentos de esa
cosa—miedo, se encontró con que él había tenido una gran altura moral, por el
respeto y la cosa—miedo que había sentido, y dio un suspiro de satisfacción.
Cuando los compañeros lo vieron mover, les pareció que era algo así como una
gran máquina moderna del pensamiento, y que al moverse era porque ya tenía la
solución; no sabían qué solución buscaban, o la solución de qué; pero ellos
presentían que en aquel hombre, como gran máquina moderna del pensamiento se
debía haber producido una solución; entonces, uno de ellos, el antiguo
admirador, lo interrogó. Él tuvo el inesperado dominio de sí mismo, la gran
serenidad, de responder no contestando con palabras, sino haciendo una seña con
la mano como para que esperasen; al literato le parecía que alguien recitaba, y
mientras tanto y antes de que se terminara el poema, él tenía que preparar el
juicio o el elogio: aquí el poema terminaría cuando viniese el juez y se
llevasen la envenenada. Pero el literato tuvo pronto el juicio, el elogio o la
solución antes que viniera el juez: seguiría con el silencio: esta nueva
solución que era igual a la de antes de ver a la envenenada, le había surgido
al recordar como otros literatos habían triunfado con el sencillo procedimiento
de insistir: él insistiría en su silencio; tal vez cuando los compañeros le
acompañaran hasta su casa, él no les diría ni buenas tardes, y esa descortesía
en aquel momento, haría crecer en el ánimo de los demás, el concepto que de él
tendrían.
Antes de empezar su cuento, otro detalle
más vino a detener su mente: la muchacha que estaba muy cerca de ellos y que
les había dado los datos del amante, la pollera, y el vaso de la envenenada,
ahora miraba al literato con demasiada frecuencia; él lo percibió y trató de
escudriñar disimuladamente aquellas miradas; pero después pensó en el papel que
estaba desempeñando: su misión como hombre que algún día tendría en sus manos
el destino de la humanidad, le reclamaba la atención de la envenenada y,
entonces decidió no escudriñar la mirada de la joven; pero aunque no la miró,
se sintió preocupado un buen rato antes de empezar a construir su cuento.
IV
El primer detalle interesante que acudió
al cerebro del literato, fue el de la edad de sus compañeros, de la envenenada,
y de él: aproximadamente tendrían los cinco la misma edad. Para él, esto tenía
la importancia de hacerle sugerir que eran cinco jóvenes de una clase
dramática, y que en ese momento representaban un drama. Claro está, que en
seguida diría que lo más impresionante era que no había tal clase, y que aquello
era una espantosa realidad para la protagonista. El segundo detalle interesante
le acudió al recordar que cuando era niño había visto en una escena de figuras
de cera, una mujer muerta; pero ahora él se permitía el atrevimiento literario
de decir, que esta vez la muerte tenía una vida especial que no había en la
muerta de cera; entonces haría resaltar el valor de las cosas naturales sobre
las artificiales.
Cuando el literato tenía bastante relleno
su cuento de cosas tan atrevidas como las que he citado, se encontró con que no
se le ocurría una metáfora interesante para el brazo que había quedado parado
como un pararrayo; pero cuando vino una brisa que hizo flamear el pañuelito que
salía de los dedos crispados y juntos de la envenenada, se le ocurrió pensar
que el brazo era un asta, y el pañuelito la bandera de la muerte. También le
surgió esta pregunta: ¿qué vale más? o ¿qué es más importante? ¿el asta o la
banderita? En este caso le pareció que era más importante el asta que la
bandera; y pensó en todas las astas y las banderas, y vio en todas las astas un
valor que hasta ahora no había visto: las veía apuntar al cielo, y su rigidez
era de tanta fuerza y tenían una protesta tan desesperante como el brazo de la
envenenada. También le pareció ridículo, que a las astas, que tenían una
personalidad tan grande, les arrimaran de cuando en cuando una bandera.
De pronto el literato se sintió muy
horrorizado; no hubiera podido precisar si tal horror se lo producía la
envenenada o sus pensamientos; entonces decidió irse sin esperar a que viniera
el juez; pero cuando ya iba a marcharse, su cuento tomó un aspecto mucho más
agradable: se encontró con la mirada de la joven de los datos, y se atrevió a
comprobar abiertamente si la joven se interesaba por él; al mismo tiempo
pensaba en la originalidad y el atrevimiento de su cuento, si resultaba que al
ir a ver una joven muerta se había enamorado de una viva. Pero eso no ocurrió,
porque cuando él menos lo esperaba, ella le sonrió con una sonrisa enigmática,
que él no hubiera podido decir si sencillamente se burlaba de él, o habiendo
comprendido sus equivocadas suposiciones le rechazaba con aquella sonrisa.
Después, él tampoco se dio cuenta que los
pies lo llevaron a su casa, que sus amigos no lo acompañaron, y que el cuento
le quedó truncado.
V
Desde la cama su mirada cruzó la
habitación, el patio, y se dio contra una vidriera de vidrios opacos; y
entonces empezó a pensar en la muerte: sintió miedo de haber nacido porque
tenía que morir: hubiera preferido no haber nacido. Al principio pensó en esos
dos límites —el nacimiento y la muerte— como si él no perteneciera a la vida;
pensó que a él le había tocado una vida en el reparto misterioso; que su vida
era una casualidad como era una casualidad el día que nació y sería otra
casualidad el día de su muerte. Entonces, no le importaba que en él se hubiera
formado una cosa humana: era una cosa humana más en el montón y no tenía
interés ni en darse cuenta que él era una cosa humana más; le parecía ridículo
que a cada uno le preocupara tanto de qué padres había nacido y en qué día; le
parecía extraño que esa cosa humana tuviera condiciones especiales para sentir
ternura por los padres de que había nacido: ¿qué importaba eso cuando se tenía
el concepto o el sentido de lo que era el montón? ¿qué se le importaba que le
hubiera tocado un cerebro con ciertas ideas? era tan ridículo o sin sentido
como cuando los niños se preocupan en buscar la diferencia que hay en los
pancitos que les han tocado: él se comería el pancito y se acabó.
Sin darse cuenta la mirada se le había
salido de la vidriera, le había revoloteado un poco, y se le había detenido en
el bulto que los pies hacían debajo de las cobijas: entonces empezó a filosofar
sobre las puntas de los pies. Su cuerpo estaba en ese relajamiento muscular del
descanso; le parecía que la punta de los pies estaban lejísimo de él; pensaba
que solamente su cabeza trabajaba, y le asombraba su dominio: con solamente a
la cabeza antojársele, se moverían las puntas de los pies que estaban lejísimo,
y sin embargo, él no sentía correr la idea por su cuerpo, más bien le parecía
que la idea saltaba de la cabeza y la barajaban los pies. Todas las partes de
su cuerpo eran barrios de una gran ciudad que ahora dormía; eran obreros brutos
que ahora descansaban después de una gran tarea y que el continuo trabajar y
descansar no les dejaban pensar en nada inteligente; solamente su cabeza estaba
despierta y contemplaba con sabiduría y con indiferencia todo aquello
Después, su misma sabiduría y su
indiferencia le hizo sonreír al pensar en las metáforas que hacía sobre su
cuerpo que descansaba; no quería entregarse a ninguna fantasía, porque ese día
sentía la realidad indiferente; a él le habían tocado aquellas piernas para
andar como le podían haber tocado cualquier otras, y todavía —pensaba sonriendo
despectivamente— que para mejor le habían tocado unas que se le cansaban
enseguida.
Él se diferenciaba de los demás literatos,
en que ellos ignoraban los misterios y las casualidades de la vida y la muerte,
pero se empecinaban en averiguarlo; en cambio para él no significaba nada haber
sabido el porqué de esos misterios y casualidades, si con eso no se evitaba la
muerte. En total: no se le importaba la vida, ni su misterio anterior ni el
posterior; tampoco le importaba saber cuándo moriría ni de qué; el momento de
la muerte sería para él como el momento de arrojar: no le gustaba arrojar y
hacía todo lo posible para evitarlo, pero cuando el primer vómito le venía ya
no pensaba: estaba pendiente del vómito y nada más. También es cierto que un
pequeñísimo instante antes del primer vómito pensaba en que iba a vomitar.
Estaba en estas reflexiones, cuando de
pronto se dio cuenta que la punta de sus pies se movía un poco, que hacía rato
que sus ojos la estaban mirando y que él no había sido consciente de ese hecho;
entonces, sintió el mismo nebuloso y oscuro pelotón indefinido que se le formó
cuando miraba a la envenenada. Después se levantó, y empezó a pasearse por toda
su pequeña casa a grandes pasos y a profundos pensamientos.
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