sábado, 29 de enero de 2011

Leibniz dixit (sobre las cosas que no se conocen)



“Sobre las cosas que no se conocen siempre se tiene mejor opinión”. 


Gottfried Leibniz






Nota: narrativabreve.com es un blog sin ánimo de lucro que trabaja como redifusor de textos literarios, y en señal de buena voluntad indica siempre -que es posible- la fuente de los textos y las imágenes publicados. En cualquier caso, si algún autor o editor quisiera renunciar a la difusión de textos suyos que han sido publicados en este blog, no tiene más que comunicarlo en la siguiente direción: info@narrativabreve.com).

Microrrelato (anónimo): "La casa encantada"

Fotografía: Francisco Rodríguez Criado


LA CASA ENCANTADA
Anónimo

Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano.

viernes, 28 de enero de 2011

Aforismos de Rabí Nachman de Breslau



La silla vacía, del rabí Nachman de Breslau, es uno de esos pequeños libros considerados "sabios". Este curioso rabino nació en Ucrania en 1772. Era bisnieto de Ba'al Shem Tov, fundador del movimiento jasídico. Sus aforismos destacan por su alegría y su espiritualidad. 
La única edición española de La silla vacía que conozco es la de José J. Olañeta, Barcelona, 1997, en su colección Los Pequeños Libros de la Sabiduría, de donde he rescatado los siguientes aforismos.

Los mejores libros seg

jueves, 27 de enero de 2011

Microrrelato de Augusto Monterroso: "El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio"


Imagen tomada de Maldito rayo

EL RAYO QUE CAYÓ DOS VECES EN EL MISMO SITIO
Augusto Monterroso


Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho. 





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Narrativabreve.com ya tiene mascota

Narrativabreve.com ya tiene mascota. Se llama Vilma y es una cachorra de bulldog francés. Y ya tiene su perfil en Facebook (algo que no tengo yo), y con seguidores entregados... Ver para creer. :-)


Vilma/ Fotografía de Francisco Rodríguez Criado


Vilma y su hermana Malú/ Fotografía: Francisco Rodríguez Criado

Vilma con su madre/ Fotografía: FRC





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Constancio C. Vigil dixit (sobre el verbo "amar")



"Amar: cambiar de casa el alma".

Constancio C. Vigil (1876-1954) 




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miércoles, 26 de enero de 2011

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (19): "La compuerta número 12", de Baldomero Lillo


Baldomero Lillo (1867-1923)


Tenía dudas sobre el cuento a publicar en esta sección. Podría haber elegido alguno de Chéjov, Maupassant, Cheever, Marco Denevi o incluso de Bukowski... Al final he optado por un cuentista desconocido en nuestro país: el chileno Baldomero Lillo, cuyo nombre yo no había oído hasta que Luis Sepúlveda lo recomendó en un congreso de escritores en Extremadura
El cuento, soberbio, se llama "La compuerta número 12" y está recreado en una mina chilena, ambiente que Lillo conocía bien: su padre fue capataz en unas minas de carbón de Lota. El cuento fue publicado en 1906, en la antología Sub-terra, y puede leerse, aquí en España, en la tercera edición de Cuentos breves para seguir leyendo en el bus, editado por Verticales de bolsillo (del grupo Norma), con selección, prólogo y noticias biográficas de Maximiliano Tomas. 
Ya de paso recomiendo este libro, con relatos de algunos de los mejores cuentistas (Poe, London, Chéjov, Kafka, Saki...), y a un precio asequible: 6 euros. (Al leer el prólogo me ha parecido entender que este cuento no está publicado en las dos primeras ediciones). 
No voy a desvelar nada sobre el contenido del cuento, pero quiero alertar al lector sobre un detalle. El padre del niño es descrito como un viejo ("El viejo tomó de la mano al pequeño"), pero su hijo, "su primogénito", solo tiene 8 años. ¿Cuántos podría tener él? ¿Treinta?, ¿treinta y cinco?, ¿cuarenta?, ¿cuarenta y cinco quizá? Demasiado viejo ya para trabajar en una mina... En este relato el adjetivo "viejo" no es cualquier cosa...
F.R.C.


LA COMPUERTA NÚMERO 12
Baldomero Lillo 


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto. 
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería. 
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación. 
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto: 
-Señor, aquí traigo el chico. 
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada: 
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo? 
-Sí, señor. 
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo. 
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina. 
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta. 
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado-, lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida. 
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo: 
-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo. 
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió. 
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás, con el pequeño Pablo de la mano, seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra. 
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar. 
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla. 
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día. 
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos. 
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce. 
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca. 
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo. 
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo. 
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol, y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza. 
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo. 
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres. 
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación. 
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral. 
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa. 
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora. 
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías. 
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido. 
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres. 
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia: 
-¡Madre! ¡Madre! 
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara. 
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad. 

[Subterra, 1904]

"Baldomero Lillo (1867-1923) nació en Chile, en la ciudad minera de Lota, y es considerado uno de los maestros del cuento de su país. Su padre fue capataz -jefe de cuadrilla- en las minas de carbón, y Lillo abandonó muy pronto los estudios para ingresar como dependiente en una de las pulperías de la compañía carbonífera donde él trabajaba. En 1895 se trasladó a Coronel, donde fue jefe de otra pulpería y, en sus ratos libres, trabo contacto con la literatura. Tres años después, en Santiago, consiguió un puesto en la Universidad de Chile gracias a la influencia de su hermano, que era profesor. Autodidacta, su debut literario llegó en 1903 cuando ganó un concurso organizado por la Revista Católica. Poco después apareció su primer libro de cuentos, Sub-terra, que retrata el ambiente del opresivo mundo de las minas de carbón. Más tarde publicó Sub-sole (1907), donde se dedicó a describir la vida de los trabajadores rurales. Su obra se cierra por la masacre de Iquique de 1907. En 1912 muere su esposa, y Lillo queda a cargo de sus cuatro hijos. Una tuberculosis pulmonar crónica lo llevaría a la muerte".  
(Fuente de la semblanza: Cuentos breves para seguir leyendo en el bus).


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¿Pero hay literatura?


Guillermo Orsi es autor del blog Café porteño, en el que publica sus observaciones sobre la literatura y su circunstancia. Este post, "¿Pero hay literatura?", está dedicado a la novela que nace para participar en certámenes literarios. Orsi comenta de paso los tiempos de escritura de las novelas. 

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (18): "La noche de los feos", de Mario Benedettiio Benedetti


José Rincón ha elegido para esta sección "La  noche de los feos", de Mario Benedetti. 

El mito de Narciso


La noche de los feos

1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Decíamos ayer


Fray Luis de León, descrito en una biografía deJames Fitzmaurice-Kelly. Fuente de la imagen: Wikipedia


Tras cinco años en prisión por traducir libros prohibidos, fray Luis de León recomenzó su magisterio con estas dos palabras: “Decíamos ayer”. Esta famosa anécdota del profesor y escritor conquense la revivo cada cierto tiempo en mi buzón de correos electrónico. Tengo un amigo que me escribe de pascuas a ramos en respuesta a correos que yo creía perdidos en el espacio sideral. “Como decías en tu  último mail…”. Y resulta que ese email yo se lo había enviado seis meses antes, cuando padecíamos no una ola de frío sino de calor. Ayer me explicó su modus operandi en un correo que me llegó, una vez más, con retraso de guagua caribeña. Al parecer está tan saturado que le resulta imposible leer y responder los mensajes pendientes. “Tengo más de doscientos mensajes sin responder, el más antiguo de hace cinco años. El pasado verano traté de ponerme al día y respondí, dos años después, al mensaje de un amigo”.  

martes, 25 de enero de 2011

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (17): "Los pocillos", de Mario Benedetti


Mario Benedetti


["Los pocillos", de Mario Benedetti, es la recomendación de Elías Moro].


Los Pocillos
 

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

lunes, 24 de enero de 2011

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (16): "El gesto de la muerte", de Jean Cocteau


Imagen encontrada en Mundo jurídico

["El gesto de la muerte" ha sido seleccionado por María Carvajal]. 


EL GESTO DE LA MUERTE 

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán. 

Jean Cocteau



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Diccionario Les Luthiers


No hay duda: de los muchos diccionarios que hay en castellano, el de Les Luthiers es el más divertido. 

Les Luthiers

DICCIONARIO LES LUTHIERS

Inestable: mesa norteamericana de inés.
 
Envergadura: lugar de la anatomía humana en dónde se colocan los condones.

Ondeando: onde estoy. 

Microrrelato de Raúl Brasca: "Felinos"

Imagen encontrada en Todahistoria.com


FELINOS
Raúl Brasca


Algo sucede entre el gato y yo. Estaba mirándolo desde mi sillón cuando se puso tenso, irguió las orejas y clavó la vista en un punto muy preciso del ligustro. Yo me concentré en él tanto como él en lo que miraba. De pronto sentí su instinto, un torbellino que me arrasó. Saltamos los dos a la vez. Ahora ha vuelto al mismo lugar de antes, se ha relajado y me echa una mirada lenta como para controlar que todo está bien. Ovillado en mi sillón, aguardo expectante su veredicto. Tengo la boca llena de plumas. 


(Nota: un ligustro es un tipo de arbusto).


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domingo, 23 de enero de 2011

Dos microrrelatos en "El problema de Yorick"


Naufragio. Imagen de Mikeldi Donibane

Mi colaboración en la edición especial de El Problema de Yorick consiste en dos microrrelatos: "Las muertes de Wilbor Wagner" y "Naufragio". 
Espero que os gusten.