Alphonse Daudet (1840-1897). Fuente de la imagen |
Esta valiosa sección de cuentos recomendados por Miguel Díez R. llega hoy a la entrega número cien. El cuento que tiene el honor de conformar esa cifra redonda es "Wood´stown", de Alphonse Daudet, una ficción de corte fantástico que encierra una gran lección de vida.
El relato viene precedido de unas palabras del encargado de la sección; y al final del post podéis leer un comentario de Paz Díez Taboada sobre la narración de Daudet.
Muchas gracias a todos por acompañarnos en este paseo literario.
Quiero celebrar el nº 100 de esta
sección de “Cuentos breves recomendados” con un relato de Alphonse Daudet, a mi
juicio un cuento sorprendente por su perfección, por la singularidad en la
producción cuentística del autor y por la actualidad y modernidad de una
historia tan “ecológica”. Al final incluyo un breve comentario de Paz Díez
Taboada.
Agradezco en esta ocasión a Francisco
Rodríguez Criado la generosa acogida en su blog de esta selección de cuentos
breves, tan llamativamente variados, dándome así la posibilidad de lanzar a la
Red muchos textos leídos y trabajados con mis alumnos durante los largos años
de profesor de Lengua y Literatura Españolas. A mi viejo baúl de los recuerdos
incorporo otros títulos más actuales, pero siempre con el mismo afán de buscar
relatos interesantes, originales y de alta calidad literaria que complazcan a
muchos lectores, profesores y alumnos. Que los vientos y la mar serena me sigan
siendo propicios para seguir realizando esta travesía cuentística.
Miguel Díez R.
WOOD'STOWN. Cuento
fantástico
Alphonse Daudet (Francia, 1840-1897)
El emplazamiento era soberbio para
construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del
bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo.
Entonces, rodeada por colinas boscosas, la
ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la
desembocadura del Río Rojo, a sólo cuatro
millas del mar.
En cuanto el gobierno de Washington acordó
la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habréis visto un bosque parecido. Anclado al suelo con todas las lianas, con todas las raíces,
cuando talaban por un lado, renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas,
en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las
plazas de la ciudad, apenas trazadas, ya estaban invadidas por la vegetación.
Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que, en cuanto se
erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.
Para terminar con esas resistencias en que
se enmohecía el hierro de las hachas, tuvieron que recurrir al fuego. Día y
noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que
los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar
aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su
follaje apretado. Por fin, llegó el invierno. La nieve se abatió como una
segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos,
de raíces consumidas. Ya se podía construir.
Muy pronto una ciudad inmensa, toda de
madera como Chicago, se extendió en las riberas del Río Rojo, con sus largas
calles alineadas, numeradas, abriéndose alrededor de las plazas, la Bolsa, los
mercados, las iglesias, las escuelas y todo un despliegue marítimo de galpones,
aduanas, muelles, tinglados, astilleros para la construcción de los barcos. La
ciudad de madera, Wood'stown -como se la llamó- fue rápidamente poblada por los
pioneros de las ciudades nuevas. Una actividad febril circulaba en todos
los barrios; pero, sobre las colinas de los alrededores, dominando las calles
repletas de gente y el puerto lleno de barcos, una masa sombría y amenazadora
se instaló en semicírculo. Era el bosque que miraba.
Miraba aquella ciudad insolente que había
ocupado su lugar en las riberas del río, y tres millas de árboles gigantescos.
Toda Wood'stown estaba hecha con su vida misma. Los altos mástiles que se
balanceaban en el puerto, aquellos innumerables tejados inclinados los unos
hacia los otros, hasta la última cabaña del barrio más alejado, todo se lo
debían, tanto los instrumentos de trabajo como los muebles, teniendo sólo en
cuenta el largo de sus ramas. Por esto, ¡qué rencor terrible guardaba contra
esta ciudad de ladrones!
Mientras duró el invierno, no se notó nada.
Los habitantes de Wood'stown oían a veces un crujido sordo en sus techumbres y
en sus muebles. De vez en cuando una muralla se rajaba, un mostrador de tienda
se partía con estruendo. Pero la madera nueva padece estos accidentes, y nadie
les daba importancia. Sin embargo, al acercarse la primavera -una primavera
súbita, violenta, tan rica de savia que se sentía bajo la tierra como el rumor
de las fuentes-, el suelo comenzó a agitarse, levantado por fuerzas invisibles
y activas. En cada casa, los muebles, las paredes se hincharon, y se vieron en
los tablones del piso largas elevaciones como ante el paso de un topo. Ni
puertas, ni ventanas, ni nada funcionaba. "Es la humedad -decían los
habitantes-, con el calor pasará".
De pronto, el día posterior al de una gran
tempestad que provenía del mar y que trajo el verano con sus relámpagos
ardientes y su lluvia tibia, la ciudad lanzó, al despertar, un grito de
estupor. Los techos rojos de los monumentos públicos, las campanas de las
iglesias, los tablones de las casas y hasta la madera de las camas, todo estaba
empapado de una tinta verde, delgada como una capa de moho, leve como un
encaje. De cerca se veía una cantidad de brotes microscópicos, de donde ya surgía el
enroscamiento de las hojas. Esta rareza divirtió sin inquietar más; pero, antes
de la noche, ramitas verdes se abrieron por todas partes sobre los muebles,
sobre las murallas. Las ramas crecían a ojos vistas; si uno las sostenía un
momento en la mano, se las sentía crecer y agitarse como alas.
Al día siguiente todas las viviendas
parecían invernaderos. Las lianas invadían las rampas de las escaleras. En las
calles estrechas, las ramas se enlazaban de un techo al otro, poniendo por
encima de la ruidosa ciudad la sombra de avenidas arboladas. Esto se volvió
inquietante. Mientras los sabios reunidos discutían sobre este caso de
vegetación extraordinaria, la muchedumbre salía afuera para ver los diferentes
aspectos del milagro. Los gritos de sorpresa, el rumor sorprendido de todo
aquel pueblo inactivo, daba solemnidad al extraño acontecimiento. De pronto
alguien gritó: “¡Mirad el bosque!”, y percibieron, con terror, que desde hacía
dos días el semicírculo verde se había acercado mucho. El bosque parecía
descender hacia la ciudad. Toda una vanguardia de espinos y de lianas se
extendía hasta las primeras casas de los suburbios.
Entonces Wood'stown empezó a comprender y a
sentir miedo. Evidentemente el bosque venía a reconquistar su lugar junto al
río; sus árboles, abatidos, dispersos, transformados, se liberaban para
adelantarlo. ¿Cómo resistir la invasión? Con el fuego se corría el riesgo de
incendiar la ciudad entera. ¿Y qué podían las hachas contra esta savia sin
cesar renaciente, esas raíces monstruosas que atacaban por debajo del suelo,
esos millares de semillas volantes que germinaban al quebrarse y hacían brotar
un árbol en donde quiera que cayeran?
Sin embargo, todos se pusieron bravamente a
luchar con guadañas, rastrillos, hachas: se hizo una inmensa tala de árboles.
Pero fue en vano. De hora en hora la confusión de los bosques vírgenes, en
donde el entrelazamiento de las lianas creaba formas gigantescas, invadía las
calles de Wood'stown. Ya irrumpían los insectos y los reptiles. Había nidos en
todos los rincones, golpes de alas y masas de pequeños picos agresivos. En una
noche los graneros de la ciudad fueron totalmente vaciados por las nidadas
nuevas. Después, como una ironía en medio del desastre, mariposas de todos los
tamaños y colores volaban sobre las viñas florecidas, y las abejas previsoras,
buscando abrigo seguro en los huecos de los árboles tan rápidamente crecidos,
instalaban sus colmenas como una demostración de permanencia.
Vagamente, en el
tambaleo rumoroso del follaje, se
oían sordos golpes de hacha; pero al cuarto día se reconoció que todo trabajo
era imposible. La hierba crecía demasiado alta, demasiado espesa. Lianas
trepadoras se enroscaban en los brazos de los leñadores y agarrotaban sus
movimientos. Además, las casas se volvieron inhabitables; los muebles, cargados
de hojas, habían perdido la forma. Los techos se hundieron perforados por las
lanzas de las yucas, los largos espinos de la caoba; y, en lugar de techumbres,
se instaló la cúpula inmensa de las catalpas. Era el fin. Había que huir.
A través del apretujamiento de plantas y de
ramas que avanzaba cada vez más, los habitantes de Wood'stown, espantados, se
precipitaron hacia el río, arrastrando en su huida lo que podían de sus
riquezas y objetos preciosos. ¡Pero cuántas dificultades para llegar al borde
del agua! Ya no quedaban muelles. Nada más que juncos gigantescos. Los
astilleros marítimos, en donde se guardaban las maderas para la construcción,
habían dejado lugar a bosques de pinos; y en el puerto, lleno de flores, los
barcos nuevos parecían islotes de verdor. Por suerte se encontraban allí
algunas fragatas blindadas en las que se refugió la muchedumbre y desde donde
pudieron ver cómo el viejo bosque se unía
victorioso con el bosque joven.
Poco a poco los árboles confundieron sus
copas y bajo el cielo azul, resplandeciente de sol, la enorme masa de follaje
se extendió desde el borde del río hasta el lejano horizonte. Ni rastro quedó
de la ciudad, ni tejados, ni muros. A veces, se oía un ruido sordo de algo que
se desmoronaba, último eco de las ruinas, o cómo el golpe de hacha de un
leñador enfurecido retumbaba en las profundidades del follaje. Sólo el silencio
vibrante, rumoroso, zumbante, nubes de
mariposas blancas que giraban sobre la ribera desierta y, lejos, hacia alta
mar, un barco que huía, con tres grandes árboles verdes erguidos en medio de
sus velas, y que llevaba a los últimos emigrantes de lo que fue Wood'stown…
Bien public, 27 mayo 1873. En Contes choisis: la fantaisie et l'histoire (1882).
Agradezco la mágnífica traducción que de
“Wood'stown” y de otros cuentos franceses ha realizado para esta sección
Anne-Claire Girod, profesora de Lengua Española en la isla de la Reunión, en el
óceano Índico, y actualmente en comisión de servicios en la isla de Wallis,
Colectividad de Ultramar Francesa, en el océano Pacífico Sur.
Comentario
En
la producción cuentística de Daudet, de carácter preferentemente costumbrista y
de temática tan ligada a Francia, resulta sorprendente este cuento que presenta
una “salida” hacia la fantasía, desligada de la realidad histórica y/o
cotidiana. Con tono épico y ubicándola en una zona ficticia de los Estados
Unidos de Norteamérica, Daudet cuenta una fábula sobre cómo una naturaleza
airada y vengativa reacciona destructivamente contra la industriosa
laboriosidad del hombre. Los dos protagonistas -o “primeros luchadores”- son el
tupido y viejo bosque, arraigado en los humedales próximos al Río Rojo, y una
masa anónima de seres humanos que ha decidido usurparle su territorio. Con
esfuerzo titánico, los hombres talan el bosque y levantan una nueva y
floreciente ciudad de madera. Pero el bosque acecha el trabajo constante de los
usurpadores y, a su modo, él también trabaja haciendo renacer y reverdecer por
todas partes su realidad vegetal, refugio y alimento para todos los animales.
Tal es el impulso vital del viejo bosque que incluso la madera ya inerme que
sustenta la ciudad, la de vigas, puertas y ventanas, escaleras y muebles,
reverdece, retoña y regresa a su prístina identidad. Y tanto es así que los
pobladores han de abandonar precipitadamente la ciudad, transmutada en verde e
intrincada maraña natural que todo lo invade. La fábula remata con la bella
imagen del navío en que huyen los últimos habitantes, alejándose en el mar y
empenachado por los tres frondosos árboles en que se han convertido sus
mástiles.
El cuento no es tan fantástico como parece
a primera vista. Una atenta mirada a nuestro planeta pone de relieve la
profunda verdad de lo que metafóricamente dice Daudet: no puede lucharse
impunemente contra la Naturaleza, porque, renovándose o desertizándose, la
Tierra se venga siempre de la acción del hombre.
Paz
Díez Taboada
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