martes, 17 de septiembre de 2019

6 cuentos sobre el suicidio

Escritor Giovanni Papini

La muerte en general y el suicidio en particular son temas literarios recurrentes que han sido abordados en todo tipo de géneros: ensayo, narrativa, poesía, teatro… Y también, cómo no, en el relato corto.
A continuación, os ofrecemos seis cuentos sobre el suicidio de seis autores con propuestas narrativas muy diferentes: Ryunosuke Akutagawa (Japón), el único de ellos que se suicidó en la vida real, Gabriel García Márquez (Colombia), Giovanni Papini (Italia), Rafael Dieste (España), Enrique Anderson Imbert (Argentina) y Guy de Maupassant (Francia).
Esperamos que estos relatos cortos sean de tu agrado y que nos dejes tu comentario sobre cuál de ellos te ha gustado más.

 

 

 Cuento de Ryunosuke Akutagawa: Muerte


Aprovechando la suerte de estar solo en el dormitorio, colgó el cinturón del enrejado de la ventana e intentó ahorcarse. Pero al tratar de introducir el cuello en el cinturón, lo asaltó el miedo a la muerte. No temía el dolor físico que se siente en el instante de morir. Sacó por segunda vez el reloj de bolsillo y decidió hacer la prueba de medir el suicidio por ahorcamiento. Entonces, después de una breve agonía, todo se volvió confuso. Si fuera capaz de superar al menos ese paso, sin duda alcanzaría la muerte. Consultó las agujas del reloj. El sufrimiento había durado más de un minuto y veinte segundos. Las tinieblas reinaban más allá de la ventana enrejada. Pero, de repente, la oscuridad fue quebrada por el canto fogoso de un gallo.




Microrrelato de Gabriel García Márquez: El drama del desencantado


…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.



Historia corta de Enrique Anderson Imbert: El suicida 


Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien –¿pero quién, cuándo?– alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

EL NIÑO SUICIDA, un cuento de Rafael Dieste


Cuando el tabernero acabó de leer aquella noticia inquietante –un niño se había suicidado pegándose un tiro en la sien derecha– habló el vagabundo desconocido que acababa de comer muy pobremente en un rincón de la tasca marinera, y dijo:
–Yo sé la historia de ese niño.
Pronunció la palabra niño de un modo muy particular. Así que los cuatro bebedores de aguardiente, los cinco de albariño y el tabernero se callaron y escucharon con gesto inquisidor y atento.
–Yo sé la historia de ese niño –repitió el vagabundo. Y tras una sagaz y bien medida pausa, comenzó:
–Allá por el mil ochocientos treinta, una beata que después murió de miedo vio salir del camposanto florido y oloroso de su aldea a un viejo muy viejo desnudo. Aquel viejo era un recién nacido. Antes de salir del vientre de la tierra madre había escogido él mismo esa manera de nacer. ¡Cuánto mejor ir de viejo a mozo que de mozo a viejo!, pensó siendo espíritu puro. A Nuestro Señor le chocó la idea. ¿Por qué no hacer la prueba? Y así, con su consentimiento, se formó en el seno de la tierra un esqueleto. Y después con carne de gusano, se hizo la carne del hombre. Y en la carne del hombre hormigueó el calorcillo de la sangre. Y como todo estaba listo, la tierra–madre parió. Parió un viejo desnudo.
“Cómo después el viejo encontró ropa y alimento es cosa de mucha risa. Llegó a las puertas de la ciudad y como todavía no sabía hablar, los alguaciles, después de echarle una capa encima, lo llevaron delante del juez, como si hubiesen sido testigos: Aquí le traemos a este pobre viejo que perdió el habla con la paliza que le dieron unos ladrones desaprensivos. No le dejaron ni la ropa.
“El juez dio órdenes y el viejo fue llevado a un hospital. Cuando salió, ya bien vestido y alimentado, le decían las monjitas: Va hecho un buen mozo. Hasta parece que perdió años.
“Por aquel entonces ya había aprendido a hablar algo y se hizo mendigo. Así anduvo muchas tierras. En Lourdes estuvo dos veces, la segunda tan rejuvenecido que, los que le habían conocido la primera vez, pensaron que había sido un milagro de la Virgen.
“Cuando adquirió suficiente experiencia pensó que lo mejor era mantener en secreto aquella extraña condición que lo hacía más joven cuantos más años corriesen. Así, no sabiéndolo nadie –a no ser uno o dos amigos fíeles– podría vivir mejor su verdadera vida.
“Trabajó de viejo y se hizo rico para descansar de joven. De los cincuenta a los quince años su vida fue lo más feliz que imaginarse pueda. Cada día gustaba más a las muchachas y anduvo envuelto con muchas y con las más bonitas. Y hasta dicen que una princesa… Pero de eso no estoy seguro.
“Cuando llegó a niño comenzó la vida a complicársele. Le daba miedo la sorpresa con que lo veían entrar tan libre en las tiendas a comprar golosinas y juguetes. Algún ratero de visera calada lo había seguido a veces a lo largo de muchas calles tortuosas. Y alguna vez comió sus golosinas temblando de angustia, con las lágrimas en los ojos y el almíbar en los labios. La última vez que lo encontré –tenía ocho años– estaba muy triste. ¡Cuánto pesaban en su espíritu de niño los recuerdos de su vejez!
“Luego comenzó a atosigarlo día y noche una obsesión tremenda. Cuando pasaran algunos años lo recogerían en cualquier calleja perdida. Quizá alguna señora rica y sin hijos. Después… ¡Quién sabe lo que pasaría después! La lactancia, los paseos en un carrito, con un sonajero de cascabeles en la tierna manecita. Y al final… ¡Oh! El final daba espanto. Cumplir su destino de hombre que vive al revés y refugiarse en el seno de la señora rica –puede que cuando ella durmiese– para ir allí consumiéndose hasta transformarse primero en una sanguijuela, después en un corpúsculo, y luego en pequeñísima simiente…”
El vagabundo se levantó muy pensativo, con las manos en los bolsillos, y comenzó a pasear muy amargado. Finalmente dijo:
–Me explico, sí, me explico que se diese un tiro en la sien el pobre muchacho.
Los cuatro bebedores de aguardiente creían. Los cinco de albariño sonreían y dudaban. El tabernero negaba. Cuando todos discutían más animadamente, el tabernero de pronto se levantó de puntillas y se puso a mirar alrededor con los ojos muy abiertos. El vagabundo había desaparecido: sin pagar.

  

 Cuento de Giovanni Papini: El suicida sustituto

Era inútil. Cada esfuerzo parecía agravar el inconveniente. El sombrerito de paño no quería cubrir adecuadamente aquella vergonzosa calvicie, surcada por escasos cabellos estirados que el peluquero extendía tres veces por semana a través del cráneo, última barrera de toda ilusión absalónica. Los manotazos que llevaban al sombrerito de derecha a izquierda eran, según la tácita opinión del matemático presente, un puro derroche de energía. Mi pobre amigo estaba más nervioso que los otros días. Una sola taza de café –¡y de qué miserable café!– lo había reducido a ese estado. No podía estar quieto: la silla se agitaba debajo de él con graves crujidos y bruscos estruendos sofocados por el piso. Los cigarrillos –había fumado dos paquetes en pocas horas–, le habían dado una especie de delirio confabulatorio que comenzaba a preocuparme. Desde muy temprano, cuando llegué a la ciudad, no tuve ánimo para dejarlo solo. Probablemente sufría, pero no quería hablar del motivo de su sufrimiento.
Viéndolo allí, en el café, con el lápiz en la mano, los ojos extraviados, el sombrero sobre una pared y el cigarrillo apagado, que surgía oblicuo y cayéndose de uno de los ángulos de los labios morados, daba casi miedo y ya el camarero, en secreto, me había pedido al oído que lo llevara a casa.
Se lo propuse.
–¿A casa? –me dijo, mirándome de través–. ¿Y dónde está mi casa? No tengo una piedra donde apoyar mi cabeza.
Estas últimas palabras las pronunció sonriendo levemente, pero de inmediato retomó su acento trágico.
–¿Por qué –continuó– no se puede tener el derecho de repetir las palabras de Cristo? ¿No somos hijos del hombre como él? ¿No debemos beber la hiel como él? Y si alguna vez lo quisiera, ¿no podría ser torturado como él?
El matemático, que hasta entonces no había abierto la boca más que para sorber su cafecito, se volvió hacia mí y dejó caer una breve sentencia como desde lo alto de la sabiduría:
–¡Literatura!
Mi amigo no contestó. Se tocó nuevamente el pobre sombrero y llamó en voz alta:
–¡Muchacho!
Entró el chico vestido de rojo; tenía una ancha boca de batracio.
–¡Una vela encendida!
Cuando le colocaron la vela delante, apoyó la mano sobre la llama apretando los labios.
–¿Qué haces?
Traté de retirarle el brazo, pero se defendió con el otro y mantuvo la mano curvada sobre el fuego. Los parroquianos del café fijaron su atención en nosotros y miraban: el propio dueño acudió, profundamente serio y con los ojos que parecían salírsele de las órbitas, sin saber qué decir. El matemático miró el reloj. Empezamos a sentir olor a quemado. Algunas personas se levantaron murmurando que era una porquería y se fueron sin pagar.
Le di un nuevo sacudón al brazo y apagué la vela. Mi amigo extrajo el pañuelo, se vendó la mano ennegrecida y dijo con voz furiosa:
–Lo hice para contestarle a ese imbécil.
Y se levantó. Dejamos el café en medio del vocerío de los espectadores. Hubo quien hablaba de llamar a la policía o a un médico. Una señora afirmaba con énfasis:
–¡Es un faquir! ¡Es un faquir!
Dejamos las calles del centro en silencio y atravesamos el puente para subir a la colina que tantas veces había hospedado nuestros entusiastas conciliábulos. El sol esparcía relámpagos desde el oro de la basílica y en medio de la fachada el enorme Cristo de mosaico, de cabellos negros y dilatados ojos, contemplaba duramente a la ciudad baja, extendida a sus pies, que no hacía caso de él.
Pero no llegamos hasta arriba. Dejamos la avenida y tomamos por una calle secundaria que lleva al prado de los olivos. Sobre el césped cortado se levantaban como siempre los horadados muros republicanos y arriba, en lo alto, las cruces de mármol blanco del cementerio de lujo. Sentada al pie de un árbol una vieja de chal rojo se peinaba con recogimiento, observando cada tanto el peine con singular atención.
–Detengámosnos aquí –dijo mi amigo–. No tengo ganas de caminar y querría decirte algo.
Nos sentamos como pudimos sobre las piedras que flanquean el sendero. Se escuchaba el chirrido del tranvía en la curva de la avenida y la voz de una niña que llamaba insistentemente a alguien. Mi pobre amigo parecía bastante calmado bajo la suave brisa que se explayaba en ese solitario rincón. Se tocaba por momentos la mano quemada y si alguna lágrima involuntaria no hubiese brillado entre las pestañas, se hubiera dicho que era un hombre como todos los demás. Ahora se le había pasado la vergüenza: había tirado el sombrerito de paño y su cabeza oblonga, desnuda en el centro y sobre la frente, totalmente roja por la congestión, se refrescaba bajo la brisa crepuscular.
–¿Sabes cuándo he nacido? –me preguntó luego de un largo rato de silencio.
–Sé que tienes treinta y dos años ya cumplidos, pero el día de tu nacimiento lo ignoro.
–Pasado mañana terminan mis treinta y tres años.
Dijo estas palabras en voz baja como si me revelara un gran secreto.
–¿Eso que quiere decir? –respondí con mi habitual estupidez antisentimental–. El tiempo pasa para todos, y al fin de cuentas todavía no eres viejo.
¡Qué desprecio vi en sus ojos grises! Lo recuerdo en este momento como no lo había visto nunca hasta entonces. No había advertido jamás el poderío de su mirada.
–Escucha –agregó–; tú no entiendes nada. Esperaba que pudieras comprender algo más que los otros y todavía no he perdido la esperanza. Te juro que haré todo lo posible, hasta la última gota de sangre, ¿comprendes?, para salvarte.
–¡Pero explícate de una buena vez! –repliqué entre fastidiado y ofendido–. Hoy no has hecho más que hablar de todo un poco sin sentido, y de todo has hablado mal sin dejarme meter baza. Hace un rato, en el café, has cometido esa triste payasada para molestar a un hombre que no tiene ninguna importancia. Ahora me sales con razonamientos misteriosos y enigmas sin sentido. ¿Qué quieres? ¿Quieres salvarme? ¿Y de quién? ¡Hablemos claro, de una vez por todas!
–Escúchame –contestó con voz cambiada y casi patética– tú sabes que siempre te he querido y que has sido el único hombre del cual he esperado algo. Siempre me he franqueado contigo, no del todo, pero mucho más que con los otros. Muchas veces elegí tu compañía, te escribí cartas que no puedes haber olvidado. Ahora te escojo una vez más para esta última confesión y tú quieres hacerme sentir a la fuerza que no eres digno de ella. Pero no tengo tiempo que perder y no te dejo. No creas que me hago el loco y el enigmático para hacerme el interesante. Otras veces lo hice porque un poco de charlatanería bien manejada ayuda hasta a un genio, pero hoy no tengo ganas. Te hablaré lo más francamente que puedo. Ya te dije que dentro de dos días terminan mis treinta y tres años. No lo recordé para hacer literatura nostálgica cuando se nos va la juventud. Para mí, ésta es una fecha importante. Para los otros hombres el pasar de los treinta y tres a los treinta y cuatro no significa nada. Es el cambio de una cifra y nada más. Para mí, sin embargo, se trata de un momento extremadamente grave. Treinta y tres años constituyen para mí la edad sagrada, divina, perfecta. A mi parecer, quien no ha demostrado su capacidad de grandeza hasta entonces no hará nunca nada bueno, aunque viviese mil años. Los que no han demostrado a los treinta y tres años su genio o no dieron indicios ciertos de lo que puede esperarse de ellos en un futuro próximo tienen un definido y terrible deber. A los treinta y tres años fue muerto Jesús. Esta es la edad clásica y solemne del sacrificio supremo. Quien no ha podido dar su alma a los hombres debe darles por lo menos su vida. Yo me encuentro en esta circunstancia. Durante muchos años pensé hacer algo superior a lo que hicieron los demás y me he arrastrado detrás de mi estéril inconformismo hasta este momento, esperando siempre el milagro y confiando en el futuro. Ahora estoy condenado y renuncio a todo. Troncharé mi existencia perfectamente inútil. Terminaré en un mismo día mis años y mi vida. Estoy decidido firmemente a este final y nadie podrá disuadirme. Me sacrificaré también yo por alguien y mi muerte no será llana como fue mi nacimiento. Óyeme bien, porque se trata de ti. Me mataré justamente por ti, me mato en tu lugar, abandono mi vida para salvar la tuya.
“Como te dije, eres el único hombre en el que tuve esperanzas. Últimamente hubiese querido que tú hicieras lo que yo no podía hacer, que te convirtieras en aquel que yo no había podido ser. Hay en ti momentos y gérmenes de genialidad, síntomas de una profunda diferencia con los otros. Tuve y tengo esperanza en ti, aunque no quieras entender lo que digo ni lo que espero. Desde hace algún tiempo llevas una vida que me desagrada. No lees más, no trabajas, no vienes a buscarme. Te has juntado con imbéciles y lo que escribes es pura chapucería de salón, de café, fría, sin nervio. No te veo ir más al campo, pero sé que frecuentas muchas mujeres; no te encuentro más solo, siempre acompañado de hombres de los que deberías huir como de la peste. No eres más el que eras: todas tus ambiciones han caído como alas rotas; miras más en ganar que en asombrar, buscas mas bien vivir cómodo que ascender. Nunca te dije estas cosas tan crudamente, pero ahora las oyes de un moribundo que te estima. Por eso he pensado hacer una última y desesperada tentativa para salvarte. Debo morir pasado mañana, de todos modos, pero quiero que sepas que muero por ti. Estás demasiado aferrado a la vida y no tienes el valor de matarte. Tras la caída de estos últimos meses, si tú volvieras a pensar en lo que has sido y en lo que deseabas ser deberías matarte, pero sé que no lo harás.
“Yo tomaré tu lugar y cargaré también con tus pecados. No pudiendo soportar más el espectáculo penoso de tu olvido de ti mismo, hago lo que deberías hacer y no te atreves. Me mato con la esperanza de que mi sacrificio por ti sacuda de tal manera tu alma que logre sacarla a flote y cambie su esencia hasta su muerte.
“Nada se obtiene sin sacrificio, sin sangre. Yo me sacrifico por ti; mi sangre la derramo en aras de tu grandeza. También yo, como Jesús a los treinta y tres años, marcho voluntariamente al suplicio extremo. Él murió para salvar a todos los hombres; yo, que no soy Dios, muero para salvar a uno solo. Esperemos que mi holocausto sea más afortunado que el suyo. Puede ser que yo me engañe y que tú estés ya tan enfangado en la mediocridad que ni siquiera la impresión que te cause mi muerte pueda hacerte rezarte y hacer que recuerdes tu verdadero yo. Pero quiero esperar hasta el final. Cuando sepas que un hombre que tú estimabas se mató por la pena de verte tan bajo y por la esperanza de devolverte a tu verdadero destino, quizás no sonrías más como en este momento. Yo no bromeo. Dentro de dos días te enterarás si me he comportado como un payaso o si te he dado verdaderamente la máxima prueba de amor que un hombre puede dar a otro hombre.”
No lo interrumpí hasta ese momento y escuché el largo discurso sin poder menos que sonreír bobamente cada tanto. Pero algo quería decir también yo. No puedo olvidar la lógica ni siquiera en los más graves momentos.
–Perdona –le dije con tranquila ironía– no he comprendido bien si te matas porque no has sido capaz de hacer nada o porque quieres forzarme a hacer algo. En el primer caso, no tengo ninguna razón especial para conmoverme o estremecerme; en el segundo, aguardaré la experiencia, si es que has hablado seriamente.
¡Ojalá no lo hubiese dicho! Mi amigo, sin mirarme siquiera, se acomodó en la cabeza el sombrero de fieltro y se alejó inmediatamente de mí, agitando convulsivamente la mano envuelta en el pañuelo. Intenté seguirlo, pero la noche caía y algo de niebla ofuscaba ya las avenidas desiertas. El desdichado corría desesperadamente con su andar desgarbado de hombre cansado. En uno de los recodos lo perdí de vista y no pude saber dónde había entrado. ¿Qué podía hacer? La famosa fecha ha pasado y nunca más he vuelto a verlo.


Cuento de Guy de Maupassant: Suicidas


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:
“Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto –después de llamar inútilmente– vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.
“Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud.”
¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?
Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: “Misterio, misterio”.
Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que “se suicidan sin motivo”, cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique –a los nerviosos y a los sensitivos, al menos– la tragedia inexplicable de “suicidios inmotivados”.
Leámosla:
“Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.
“Mis padres eran gentes muy sencillas y crédulas. Yo creí en todo, como ellos.
“Mi engaño duró mucho. Hace poco, se desgarraron para mí los últimos jirones que me velaban la verdad; pero hace ya bastantes años que todos los acontecimientos de mi existencia palidecen. La significación de lo más brillante y atractivo se me presenta en su torpe realidad; la verdadera causa del amor llegó incluso a sustraerme de las poéticas ternuras.
“Nos engañan estúpidas y agradables ilusiones que se renuevan sin cesar.
“Envejeciendo, me había resignado a la horrible miseria de las cosas, a lo vano de todo esfuerzo, a lo inútil que resulta siempre la esperanza: cuando una luz nueva inundó el vacío de mi vida esta noche, después de comer.
“¡Antes yo era feliz! Todo me alegraba: las mujeres al pasar, las calles, mi vivienda, y aun la hechura de mis ropas constituía para mí una preocupación agradable. Pero las mismas ideas, los mismos actos repetidos, monótonos, acabaron por sumergir mi alma en una laxitud espantosa.
“Todos los días, a la misma hora, durante treinta años, me levanté de la cama; y todos los días, en el mismo restaurante, durante treinta años, a las mismas horas, me servían los mismos platos mozos diferentes.
“Me propuse viajar. El aislamiento que sentimos en ciudades nuevas, en residencias desconocidas, me asustó. Sentíame tan abandonado sobre la tierra, tan insignificante, que volví a tomar el camino de mi casa.
“Y, entonces, la inmutable fisonomía de los muebles, fijos en el mismo lugar durante treinta años, las rozaduras de mis sillones, que yo conocí nuevos, el olor de mi casa –cada casa que habitamos, con el tiempo adquiere un olor especial– acabaron produciéndome náuseas y la negra melancolía de vivir mecánicamente.
“Todo se repite sin cesar y de un modo lamentable. Hasta la manera de introducir –al volver cada noche– la llave en la cerradura; el sitio donde siempre dejo las cerillas; la mirada que al entrar esparzo en torno de mi habitación, mientras el fósforo se inflama. Y todo me provoca –para verme libre de una existencia tan ruin– a tirarme por el balcón.
“Mientras me afeito, cada mañana me seduce la idea de degollarme, y mi rostro, el mismo siempre, que se refleja en el espejo con las mejillas cubiertas de jabón, muchas veces me hizo llorar de tristeza.
“Ni siquiera me complace tropezar con personas a las cuales veía con gusto hace tiempo; las conozco tanto que adivino lo que me dirán y lo que les diré; a fuerza de razonar con las mismas, descubrimos la ilación de sus ideas. Cada cerebro es como un circo donde un pobre caballo da vueltas. Por mucho que nos empeñemos en buscar otros caminos, por muchas cabriolas que hagamos, la pista no varía de forma ni ofrece lances imprevistos ni abre puertas ignoradas. Hay que dar vueltas y más vueltas, pasando siempre por las mismas reflexiones, por los mismos chistes, por las mismas costumbres, por las mismas creencias, por los mismos desencantos.
“Al retirarme hoy a mi casa, una insistente niebla invadía el bulevar, oscureciendo los faroles de gas, que parecían candilejas. Pesaba el ambiente húmedo sobre mis hombros como una carga. Seguramente hago una digestión difícil.
“Y una buena digestión lo es todo en la vida. Ofrece inspiraciones al artista, deseos a los jóvenes enamorados, luminosas ideas a los pensadores, alegría de vivir a todo el mundo, y permite comer con abundancia –lo cual es también una dicha. Un estómago enfermo conduce al escepticismo, a la incredulidad, engendra sueños terribles y ansias de muerte. Lo he notado con frecuencia. Es posible que no me matara esta noche, haciendo una buena digestión.
“Después de haberme acomodado en el sillón donde me siento hace treinta años todos los días, miré alrededor, creyéndome víctima de un desaliento espantoso.
“¿De qué medio valerme para escapar a mi razón macilenta, más horrible aún que la desordenada locura? Cualquier empleo, cualquier trabajo me parece más odioso que la acción en que vivo. Quise poner en orden mis papeles.
“Hacía tiempo que deseaba registrar los cajones de mi escritorio, porque durante los treinta últimos años había metido allí, al azar, las cartas y las cuentas. Aquel desorden llegó a preocuparme algunas veces; pero me sobrecoge una fatiga tal en cuanto me propongo un trabajo metódico y ordenado, que nunca me atreví a empezar.
“Esta noche me senté junto a mi escritorio y abrí, resuelto a preservar algunos papeles y romper la mayor parte.
“Quedeme de pronto pensativo ante aquel hacinamiento de hojas amarillentas; luego cogí una.
“¡Oh! Si aprecian en algo su vida, no toquen jamás las cartas viejas que guardan los cajones de su escritorio. Y si no pueden resistir la tentación de abrirlos, cojan a granel, con los ojos cerrados, los paquetes de cartas para tirarlos al fuego; no lean ni una sola frase, porque sólo ver la escritura olvidada y de pronto reconocida, los lanza en un océano de recuerdos; quemen esos papeles que matan; cuando estén hechos pavesas, pisotéenlos para convertirlos en impalpables cenizas… Y si no lo hacen así, los anonadarán como acaban de anonadarme y destruirme.
“¡Ah! Las primeras cartas no me han interesado; eran de fechas recientes y de personas que viven y a las que veo, sin gusto, con alguna frecuencia. Pero, de pronto, la vista de un sobre me ha estremecido. Al reconocer los rasgos de la escritura se han cubierto mis ojos de lágrimas. Era la letra de mi mejor amigo, del compañero de mi juventud, del confidente de mis esperanzas. Y se me apareció tan claramente, con su bondadosa sonrisa, tendiéndome las manos, que sentí un escalofrío penetrante; hasta mis huesos vibraron. Sí, sí; los muertos vuelven. ¡Lo he visto! Nuestra memoria es un mundo más acabado aún que el universo; ¡puede hacer vivir hasta lo que no existe!
“Con la mano temblorosa y los ojos turbios, recorrí toda su carta, y en mi pobre corazón angustiado he sentido un desgarramiento espantoso. Mis lamentaciones eran tan lastimosas, como si me hubiesen magullado las carnes.
“Así he ido remontándome a través de mi vida, como remontamos un río, luchando contra la corriente. Aparecieron personas olvidadas, cuyos nombres no puedo recordar; pero su rostro sí lo recuerdo. En las cartas de mi madre resucitan criados antiguos, el aspecto de nuestra casa y mil detalles nimios que una inteligencia infantil recoge.
“Sí; he visto de pronto los vestidos que usó mi madre en distintas épocas y, según la moda y según el tocado, mostraba una fisonomía diferente. Sobre todo me obsesionaba con un traje de seda rameado, y recuerdo que un día, llevando aquel traje, me amonestó dulcemente: ‘Roberto, hijo mío, si no procuras erguirte un poco, serás jorobado toda tu vida’.
“Luego, al abrir otro cajón, aparecieron las prendas marchitas de mis amores: un zapatito de baile, un pañuelo desgarrado, una liga de seda, trencitas de pelo, flores… Y las novelas de mi vida sentimental me sumergieron más en la triste melancolía de lo que no vuelve. ¡Ah! ¡Las frentes juveniles orladas con rubios cabellos, las manos acariciadoras, los ojos insinuantes, la sonrisa que promete un beso, el beso que asegura un paraíso!… Y ¡el primer beso!… Aquel beso delicioso, interminable, que ofusca la mirada, que abate la imaginación, que nos posee y nos glorifica, ofreciéndonos a la vez un goce ideal y la promesa de otros goces deseados.
“Cogiendo con ambas manos aquellas prendas tristes de lejanas ternuras, las cubrí de caricias furiosas y en mi corazón desolado por los recuerdos sentía resonar cada hora de abandono, sufriendo un suplicio más cruel que las monstruosas leyendas infernales. ¡Ah! ¿Por qué las abandoné o por qué me abandonaron?
“Quedaba por ver una carta fechada hacía medio siglo. Me la dictó el maestro de escritura: ‘Mamita de mi alma: hoy cumplo siete años. A esa edad ya se discurre; ya sé lo que te debo. Te juro emplear bien la vida que me has dado.
‘Tu hijo que te adora, Roberto’.
“Me había remontado hasta el origen. El recuerdo era desconsolador. ¿Y el porvenir? Quise profundizar en lo que me faltaba de vida, y se me apareció la vejez espantosa y solitaria, con su cortejo de achaques y dolencias… ¡Todo acabado para mí! ¡Nadie junto a mí!
“El revólver está sobre la mesa… Es tentador…”
¡No lean nunca las cartas de otros tiempos! ¡No recuerden viejas memorias!… Así es como se matan muchos hombres en cuya plácida existencia no hallamos el verdadero motivo de su fatal resolución.


sábado, 14 de septiembre de 2019

Cuento con esquimal: El terror oculto del alba (Octavi Franch)





"Nació una madrugada de tormenta con la aurora boreal tras la sombra del brujo de su tribu, quien lo bautizó como Sinunguuak Titokuuak; o Titokuuak Sinunguuak, ni él mismo lo sabía muy bien todavía. Este nombre de guerra significaba Escultor de almas, y le fue otorgado porque su padre era portador de un talento de carácter divino".

EL TERROR OCULTO DEL ALBA, un relato corto de Octavi Franch


Estaba en el iglú; solo; y, además, refrescaba un poquito.
El Esquimal del Tiempo, sin embargo, había anunciado que esa noche las temperaturas podían bajar hasta los 50 bajo cero. A pesar de todo recomendaba que, si se tenía que salir a dar un paseo por la avenida de los Icebergs, sería necesario abrigarse con una rebequita o un jersey de punto.
Pero lo que tenía, sobre todo, era apetito; mucho apetito. De hecho, habría cambiado su reino de hielo por un lomo de oso, por una pierna de foca, por un par de hombros de liebre ártica, por medio pecho de zorro plateado; o, incluso, habría apurado la columna vertebral de algún cetáceo a medio devorar por la afilada dentellada de cualquier orca de aquellas cercanías acuáticas.
No se divisaba ningún animal en un radio de un centenar de kilómetros. Ningún indicio de fauna, por raquítica que fuera. Ni de flora. Nada. Ni un triste matorral de herbaje escandinavo.
Nació una madrugada de tormenta con la aurora boreal tras la sombra del brujo de su tribu, quien lo bautizó como Sinunguuak Titokuuak; o Titokuuak Sinunguuak, ni él mismo lo sabía muy bien todavía. Este nombre de guerra significaba Escultor de almas, y le fue otorgado porque su padre era portador de un talento de carácter divino. El arte de su progenitor consistía en esculpir inmensos bloques de hielo y extraer de ellos todas las figuras inimaginables de los animales que cohabitaban con los de su raza al este de Groenlandia. Así pues, al igual que su padre, Sinunguuak Titokuuak, o viceversa, después de cumplir con la ardua tarea de segundo cazador de arpón de su clan, se dedicaba durante horas, sin que le ganara el sueño, a plagiar especies de la fauna autóctona con la destreza de su muñeca izquierda y la precisión de su marfil preferido.
En invierno perseguía osos y otros mamíferos terrestres y en verano, en cambio, navegaba con su kayak persiguiendo una ballena que amortizara las horas maltrechas y le llenara la despensa hasta otoño. Cuando llegaba de cacería, sin embargo, guardaba el arsenal —el arco, las 35 flechas y el arpón con punta de hueso cortante— en su rincón del iglú familiar y comenzaba a practicar su hobby de escultor impresionista. Siempre seguía la misma pauta: recreaba la imagen a escala 1=5 del animal que acababa de cazar, fuera cual fuera: pretendía salvar su alma del poder castigador de los brujos nórdicos de aquellas comarcas de hielo; él, de este modo, gozaba de una conciencia tranquila y cristalina como el haz de nieve que se le escurría entre los dedos mientras trajinaba con varios huesos de foca de todos los tamaños. Estos cuidados útiles, por otra parte, los usaba para perfeccionar su creación, hasta tal punto que los dotaba de matices que provocaban que las bestias, construidas con bloques de frío en su estado más puro, imitaran tanto a los originales que más de un colega gritaba aterrado porque pensaba que se encontraba delante del espíritu de la fiera en cuestión.
Hacía ya un buen puñado de días, no obstante, que no daba forma a ninguna. Un par de semanas, por lo menos, aislado del resto del mundo. Solo y abandonado en su universo tintado solo de blanco. Ni un triste ratón de montaña. Nada de nada.
Mientras se arrancaba cuatro pelos de la barba para merendar algo sólido, recordó el refrán que a menudo le recitaba su abuelo paterno, también escultor de escarcha, las noches de primavera contemplando el deshielo: «No hay dos desgracias sin una tercera». Y así ocurrió en aquel poblado, no hace mucho.
Primero, un alud, que manó durante tres días y tres noches y sepultó a la mitad de la población; cuando menos, se ahorraron un montón de incineraciones. A continuación, al cabo de un mes, 24 horas de olas gigantescas cruzaron la isla de oeste a este: desaparecieron un tercio de los que todavía quedaban, sanos y salvos. Y la última, un ataque a cuatro bandas de dos docenas de lobos estuarios, con la ayuda incondicional de los perros de tiro —en huelga indefinida, por cierto, desde hacía unos quince días—, que mordían a los supervivientes de ambos horrores. De todo aquel magma de vicisitudes árticas, tan solo se salvó él: Sinunguuak Titokuuak, o Titokuuak Sinunguuak, da igual.
Además, el suelo se había desgajado en dos tandas, una a raíz de la inundación y la otra por culpa de las sacudidas de la montaña. Y, encima, la coalición canina se la había liado. Se habría contentado con el cuádriceps de un vecino; pero ni eso le habían dejado el hatajo de perros.
Él, empero, había podido esquivar el triángulo de cataclismos, sencillamente, por un exceso de suerte. Cuando la avalancha, la riada de nieve no llegó por pocos centímetros a su iglú; cuando la inundación, se aferró al suelo con su arpón y salió seco de milagro; del ejército peludo a cuatro patas, se escondió, rodeado de la colección de estatuas virtuales que asustaron los cuadrúpedos gracias a su verosimilitud.
Alineadas una tras otra en torno a su humilde hogar, las figuras de hielo eran las únicas que todavía aguantaban de pie.
Con el fin de no pensar en el hambre que le resonaba en las tripas como el cuerno que soplaban los vikingos que comerciaban por aquellas tierras de mar adentro, Sinunguuak Titokuuak, o al revés, canturreaba fragmentos y pasajes épicos de las obras completas de la mitología escandinava. También intentaba engañar el apetito con las últimas aportaciones documentadas del mundo de la escultura de hielo. Por otro lado, leía y analizaba, con ojos críticos y pseudoasiáticos, las memorias del iceberg que hundió el Titanic.
Por su parte el iglú todavía resistía, estoico; las tareas de albañilería en la danesa tampoco se le daban nada mal. El silencio de la soledad solo era adulterado por el rumor del mar, inescrutable y oscuro, como la angustia que lo corroía en vida. Otra noche sin cenar, un día menos para morir de desnutrición.
Contaba con la posibilidad, extrema pero lógica —al menos en aquellas circunstancias— al fin y al cabo, de amputarse una pierna e ir comiéndose una libra cada día. En serio, no creía que pudiera resistirlo mucho tiempo más. Los poemas mitológicos le levantaban, por unos instantes, la ilusión por vivir y por no preocuparse de la negrura de su destino: una antología de relatos tan verídicos y crueles como la multitragedia que había asolado su pueblo.
Y mira por dónde, de aquellos mitos terrenales y acuáticos había uno que lo tenía cautivado: la Sirena.
Aquella mujer, más salada que callada, lo seducía desde que era un esquimalito de pañales de piel de león marino. Ya en aquel tiempo, se entretenía pronosticando varias opciones sobre cómo hacían el amor aquellos peces con busto femenino. Lo tenía obcecado.
Jamás hubiera podido —ni querido, dicho sea de paso— olvidar aquella vez en que, perdido en la inmensidad del estrecho de Baffin, lo guió hasta tierra seca una de esas diosas ni carne ni pescado. Brotó de la nada, delante de su kayak, cuando Sinunguuak Titokuuak, alias el Reversible, se estaba adormilando por culpa del esfuerzo fútil de remar contracorriente para intentar volver a casa antes de que disminuyeran, todavía más, las temperaturas. El torso de la sirena imitaba una modelo de pasarela de Estocolmo: rubia, ojos de cielo, brazos estrechos, pechos firmes y sonrisa de ortodoncia. La leyenda de los hombres blancos, rememoraba el esquimal, decía que Dios hizo surgir la mujer de una costilla: mentira, lo hizo de una espina. Aquel ser dual le transmitió energía suficiente solo con un beso con aliento a chanquete, para que pudiera llegar cuanto antes a puerto. Lo orientó con los destellos plateados de su cola de atún. Cuando llegaron a nieve firme, la sirena le prometió que cuando volviera a necesitarla de verdad, solo en un caso de vida o muerte, pensara en ella y la llamara por su nombre: Frudess-Ha. Lo último que atisbó de aquella hembra de fantasía fue su aleta que se despedía, hasta la próxima.
Ya no podía más. Con la punta del arpón de cazador de segunda, se cortó en diagonal el dorso de la mano derecha, la mala. Iba sorbiendo la sangre que se derramaba, como un manantial hialino en medio de una extensión de edelweiss. El líquido de sus entrañas lo reconfortaba y conseguía que los espejismos, provocados por la anemia, disminuyeran y se esfumaran antes de tiempo.
Minutos más tarde, los párpados le pesaban como un iceberg suicida; las vísceras se daban el pésame mutuamente; se mordía los labios y paladeaba la piel desmenuzada como si se tratara de un filete de morsa todavía sangriento; tenía la garganta tan seca que los esputos jugaban a los bolos con la campanilla. Se estaba quedando frito, muerto de hambre...
Acto seguido, dibujó un sueño de connotaciones culinarias. En éste, aparecía, en un primer plano, el mejor espécimen concebible para cocinar su comida predilecta: un atún de 1,85 metros y 75 kilos de peso. Lo destripaba con los colmillos y se empalagaba con las salpicaduras. Mordía y engullía sin descanso. No diferenciaba entre carne y entraña. De postre, los ojos. Tras el festín, se dedicaba a roer la espina y a lamer su cola, una y otra vez. Justo disfrutaba del último tramo de la experiencia onírica, cuando una voz de mezzosoprano —aunque también podía corresponder a un tenor castrado— lo despertó con un susurro húmedo.
—Buenas noches, Sinunguuak Titokuuak, o como demonios te llames. ¿Me recuerdas, esquimalito mío?
Alucinado de pies a cabeza, el esquimal abrió los ojos y los cerró inmediatamente. Abrió solo el izquierdo, el bueno, y atisbó a Frudess-Ha, su musa gélida, su divinidad polar, su guardiana con escamas de plata.
—Has venido...
—¡Claro! ¿Me has llamado, no? —contestó, poniendo morros, la sirena.
—¿Yo? —preguntó, curioso, el moribundo.
—Sí, tú, ¡pedazo de esquimal! ¿Quién si no?
—Lo siento, no me acuerdo. ¿Estás segura?
—¡¿Tú estás helado o qué?! Será posible..., desagradecido, ¡¡ojalá se te congelen los fiordos!!
—Mujer, quiero decir pez, quiero decir pez-mujer, perdona... Estoy demasiado jodido y hambriento para tener la mente clara. Mira, no nos cabreemos, es muy posible que te haya llamado, no digo que no, pero, ahora mismo, no lo tengo presente. Solo digo eso…
—Ya...
—Te lo juro...
—¿Por quién? —quiso saber el mito.
—Por Neptuno.
—¡No jures en vano, pescador!
—Si no lo hago...
—Pensaba...
—De verdad... —insistió el famélico esquimal.
—No sé, no sé...
—Venga, pez-mujer, perdona...
—Me lo tendré que pensar.
—Venga...
De repente, y sin venir a cuento, Frudess-Ha se puso a remover los trastos que Sinunguuak había podido recoger después de las catástrofes que habían destruido su aldea. Al fin, encontró lo que buscaba: una piel de foca, bien seca, para secarse el cabello, tan largo como húmedo.
—Reyecillo, has tenido la gran suerte de que nadaba por aquí y he escuchado tu SOS, que si no, ¡no te encuentra ni tu primo el yeti!
—Gracias, Frudess-Ha. Me has salvado.
—De nada, esquimalillo mío. Ya lo sabes, bonito. Siempre que me necesites, vendré nadando. ¿No lo hice ya una vez?
—Sí.
—¿Verdad que no te fallé?
—No.
—Pues ahora, tampoco.
—Gracias de nuevo.
—No se merecen. ¡Ay, soy una mártir! He nacido para eso y eso hago. ¡Qué le vamos a hacer...!
Sinunguuak contemplaba la belleza nórdica de su diosa de las aguas más profundas, mientras ella se acariciaba la cabellera. Quien fuera tritón para compartir sus encantos en la intimidad más húmeda, se imaginaba el esquimal. Se le hacía la boca agua salada.
—Por cierto, antes de que me embelese y acabe de perder la cabeza, ¿me has traído algo de comer?
—¿Cómo?
—Teca, carne, pescado, con perdón. Una ensalada neptuniana, un calamar gigante en su tinta, un delfín a la plancha, un lenguado mutante con ajo y perejil, un...
—¡Calla! No sigas, chaval, ¡que me va a entrar hambre a mí también! Mira, escultor de regional, ya sé que llevas en ayunas casi un mes, día arriba día abajo, ¡pero ten un poco de consideración! ¡Que estoy a régimen, pedazo de esquimal!
—Es que me muero...
—¿De qué?
—De hambre...
—Exagerado.
—¿Qué?
—Llorica.
—¿Qué me estás diciendo?
—Eres un poco pánfilo, ¿verdad, chato?
—Y ahora, ¿por qué me insultas?
—Porque no soporto a los inútiles como tú, ¡que dais mal nombre a estas aguas! ¡Búscate la vida! ¡Que no encontrarías ni un cubito en tu iglú! Mira, yo seré medio mujer pero tú, ¡tú eres medio esquimal! ¡Trozo de bacalao en remojo!
Seguidamente, sin más preámbulo, Sinunguuak obsequió a Frudess-Ha con la mejor de sus sonrisas heladas, medio oculto tras la capucha de piel de caribú. Con la mano izquierda, la buena, agarró su arpón y se lo hundió en medio del ombligo, justo en la línea que separaba su dualidad mitológica. Retiró el arma y tomó impulso para volverlo a clavar, pensando qué bella que quedaría una estatua a escala natural de la sirena junto al resto de su colección de hielo. Antes, sin embargo, de que su deseo se inmortalizara, Frudess-Ha se levantó de un salto y le estampó una bofetada que le giró la cáscara nívea mirando hacia Copenhague. Con un gesto de mago finés, Frudess-Ha se desembarazó de su piel y de su melena de trigo. No era una sirena.
—¡Serás bestia!
—Pero... Cómo... Tú...
—Calla y no me tartamudees más, hazme el favor, Sinunguuak, o como demonios te hagas llamar... Y háblame de usted, un poco de más respeto, ¡¡caray!!
—Usted es...
—Sí, hijo, sí, soy yo, no sufras más. ¿Ya lo has entendido todo?
—Más o menos...
—¿No te habías dado cuenta?
—Pues, no, lo siento, señor...
—¡De Señor nada de nada! Por el nombre y el apellido, ¡pescador aficionado!
—Sí, San Petersen... Lo que usted mande...
—Venga, espabila, que este numerito ya ha llegado demasiado lejos... Date prisa que San Michael Laudrup quiere que le hagas una escultura con la camiseta del...

Octavi Franch (Barcelona, 1970). Escritor de todos los géneros en todos los formatos, ha publicado unos 75 libros y ganado más de 100 premios literarios. Retirado de las letras por motivos laborales durante 7 años, en 2015 resurgió de la penumbra. Actualmente está acabando de reeditar su obra en catalán, publicándola en castellano y empezando a editarla en inglés. Además, es dramaturgo, guionista audiovisual y articulista. También lleva a cabo, por encargo, cualquier función dentro del sector editorial. Visita su muro de Facebook


domingo, 9 de junio de 2019

Los mejores 51 cuentos latinoamericanos para leer con calma



Estimados amigos:

He creado una página sobre cuentos latinoamericanos que puede ser de vuestro interés. En esta página tenéis a vuestra disposición nada más ni menos que 51 cuentos de algunos de los mejores narradores de Hispanoamérica, muchos de ellos conocidos, pero también algunos que, sin serlo tanto, merecen nuestra atención. Autores como Juan RulfoJorge Luis BorgesAugusto MonterrosoMarco DeneviJulio CortázarCarlos FuentesJuan Carlos OnettiGabriel García Márquez, José Luis GonzálezJosé B. Adolph, Roberto Artl

No quiero daros más pistas. Os invito a que visitéis esta página, porque puede ser de vuestro interés. De hecho, si sois lectores habituales de estoy blog estoy seguro de que serán de vuestro interés, tanto si sois escritores, lectores o profesores.

Nada más que decir por hoy. :-)
Sección de cuentos latinoamericanos

Artículos de escritura Montblanc, tradición y calidad

jueves, 11 de abril de 2019

Historia corta sobre la libertad





El loro que pide libertad (un relato corto sobre la libertad)

Ésta es la historia de un loro muy contradictorio. Desde hacía un buen número de años vivía enjaulado, y su propietario era un anciano al que el animal hacía compañía. Cierto día, el anciano invitó a un amigo a su casa a deleitar un sabroso té de Cachemira.
Los dos hombres pasaron al salón donde, cerca de la ventana y en su jaula, estaba el loro. Se encontraban los dos hombres tomando el té, cuando el loro comenzó a gritar insistente y vehementemente:
-¡Libertad, libertad, libertad!
No cesaba de pedir libertad. Durante todo el tiempo en que estuvo el invitado en la casa, el animal no dejó de reclamar libertad. Hasta tal punto era desgarradora su solicitud, que el invitado se sintió muy apenado y ni siquiera pudo terminar de saborear su taza. Estaba saliendo por la puerta y el loro seguía gritando: “¡Libertad, libertad!”
Pasaron dos días. El invitado no podía dejar de pensar con compasión en el loro. Tanto le atribulaba el estado del animalillo que decidió que era necesario ponerlo en libertad. Tramó un plan. Sabía cuándo dejaba el anciano su casa para ir a efectuar la compra. Iba a aprovechar esa ausencia y a liberar al pobre loro.
Un día después, el invitado se apostó cerca de la casa del anciano y, en cuanto lo vio salir, corrió hacia su casa, abrió la puerta con una ganzúa y entró en el salón, donde el loro continuaba gritando: “¡Libertad, libertad!” Al invitado se le partía el corazón. ¿Quién no hubiera sentido piedad por el animalito? Presto, se acercó a la jaula y abrió la puertecilla de la misma. Entonces el loro, aterrado, se lanzó al lado opuesto de la jaula y se aferró con su pico y uñas a los barrotes de la jaula, negándose a abandonarla. El loro seguía gritando: “¡Libertad, libertad!”



sábado, 9 de marzo de 2019

Los mejores cuentos latinoamericanos jamás escritos


Cuando comencé a escribir –y a leer con conocimiento de causa–, un amigo escritor me aseguró que para adquirir conocimientos literarios debería leer al menos 200 libros. No 200 libros cualesquiera, sino 200 libros bien escogidos.

Tenía mucha razón.

Traigo este consejo a colación porque pienso, en la línea de mi amigo, que para conocer la narrativa de un continente (en este caso Latinoamérica) vendría muy bien leer al menos sus mejores 200 cuentos.

Con ese ánimo (y sin preocuparme si al final la recopilación tiene 150 cuentos, 200 o 400), he creado una página en la que iré publicando los que considero son algunos de los mejores cuentos cortos latinoamericanos jamás escritos. No están todos, pero son todos los que están.

Todos estos cuentos reúnen tres requisitos: son cortos, llevan la firma de autores latinoamericanos y tienen gran calidad literaria. Sirven para disfrutarlos en casa o para trabajar con ellos en clase. Aunque algunos gustarán más que otro, creo que la selección, analizada en su conjunto, no defraudará.

La página, por ahora embrionaria, ha publicado ya cuentos de Julio Cortázar, Marco Denevi, Augusto Monterroso, Alejandro Dolina, Rodrigo Rey Rosa y muchos otros grandes autores.

Si os pica la curiosidad (debería...), podéis visitar esta página de cuentos latinoamericanos aquí.

Disfrutad de la lectura, y comentad, por favor, si echáis de menos a algún autor. :-)

Cuento de Julio Cortázar

miércoles, 30 de enero de 2019

Nuevas secciones en Escribir y Corregir




Durante el último año he trabajado bastante –por no decir mucho– en mi blog Escribir y Corregir. El nombre ya delata su intencionalidad: se trata de un espacio centrado en la escritura, y por supuesto en la corrección, que es el otro lado de la moneda del oficio de escribir.

El blog no tenía demasiados lectores al principio (sobre todo si lo comparamos con Narrativa Breve, que lleva ya diez años en la Red), pero poco a poco ha ido captando la atención de personas aficionadas a los relatos cortos, la corrección de estilo o a cualquier noticia relacionada con la literatura.

Escribir y Corregir es un proyecto a largo plazo. Quiero decir con esto que, si nada malo me ocurre, dentro de ocho, diez o quince años ahí estará, aportando su granito de arena al fomento de la lectura.

Por si aún no lo conocéis, os presento algunas de sus secciones y os invito a que lo visitéis para pasar un buen sumergidos en el apasionante mundo de las letras.

Secciones de Escribir y Corregir


Plumas estilográficas: sección dedicada al apasionante mundo de las estilográficas: historia, marcas, tipos, curiosidades. Ideal para sibaritas.  Página de plumas estilográficas.

Bolígrafos: sección muy parecida a la anterior, aunque en esto caso destinada al utensilio de escritura más usado. ¿Sabías quién fue el inventor del bolígrafo? ¿Y quién compró su patente para acabar vendiendo millones de unidades cada año? Aquí hablamos de todo tipo de bolígrafos, de los baratos pero también de los de lujo. Página de bolígrafos.

Relatos cortos: la sección más leída del blog. Cuentos breves de los mejores autores. Página de relatos cortos.

Moleskine: repaso a la famosa empresa italiana, que fabrica artículos de escritura (son famosas sus agendas y sus cuadernos) de buena calidad y de un diseño muy logrado. Página de Moleskine.

Escribiendo bien se entiende la gente: más de 100 consejos para aquellas personas que aspiran a mejorar el nivel de su escritura. Son minilecciones prácticas y sencillas en las que no faltan los ejemplos.  Página de corrección de estilo

Diccionarios: en papel y online (gratis). Indispensables para escribir y hablar una lengua con corrección. Página de diccionarios

Cuadernos: libretas, blocs de notas... Todo sobre el mundo del cuaderno. 

Y eso es todo por hoy. ¿Os he abierto el apetito? Si es así, os espero en Escribir y Corregir.