sábado, 14 de septiembre de 2019

Cuento con esquimal: El terror oculto del alba (Octavi Franch)





"Nació una madrugada de tormenta con la aurora boreal tras la sombra del brujo de su tribu, quien lo bautizó como Sinunguuak Titokuuak; o Titokuuak Sinunguuak, ni él mismo lo sabía muy bien todavía. Este nombre de guerra significaba Escultor de almas, y le fue otorgado porque su padre era portador de un talento de carácter divino".

EL TERROR OCULTO DEL ALBA, un relato corto de Octavi Franch


Estaba en el iglú; solo; y, además, refrescaba un poquito.
El Esquimal del Tiempo, sin embargo, había anunciado que esa noche las temperaturas podían bajar hasta los 50 bajo cero. A pesar de todo recomendaba que, si se tenía que salir a dar un paseo por la avenida de los Icebergs, sería necesario abrigarse con una rebequita o un jersey de punto.
Pero lo que tenía, sobre todo, era apetito; mucho apetito. De hecho, habría cambiado su reino de hielo por un lomo de oso, por una pierna de foca, por un par de hombros de liebre ártica, por medio pecho de zorro plateado; o, incluso, habría apurado la columna vertebral de algún cetáceo a medio devorar por la afilada dentellada de cualquier orca de aquellas cercanías acuáticas.
No se divisaba ningún animal en un radio de un centenar de kilómetros. Ningún indicio de fauna, por raquítica que fuera. Ni de flora. Nada. Ni un triste matorral de herbaje escandinavo.
Nació una madrugada de tormenta con la aurora boreal tras la sombra del brujo de su tribu, quien lo bautizó como Sinunguuak Titokuuak; o Titokuuak Sinunguuak, ni él mismo lo sabía muy bien todavía. Este nombre de guerra significaba Escultor de almas, y le fue otorgado porque su padre era portador de un talento de carácter divino. El arte de su progenitor consistía en esculpir inmensos bloques de hielo y extraer de ellos todas las figuras inimaginables de los animales que cohabitaban con los de su raza al este de Groenlandia. Así pues, al igual que su padre, Sinunguuak Titokuuak, o viceversa, después de cumplir con la ardua tarea de segundo cazador de arpón de su clan, se dedicaba durante horas, sin que le ganara el sueño, a plagiar especies de la fauna autóctona con la destreza de su muñeca izquierda y la precisión de su marfil preferido.
En invierno perseguía osos y otros mamíferos terrestres y en verano, en cambio, navegaba con su kayak persiguiendo una ballena que amortizara las horas maltrechas y le llenara la despensa hasta otoño. Cuando llegaba de cacería, sin embargo, guardaba el arsenal —el arco, las 35 flechas y el arpón con punta de hueso cortante— en su rincón del iglú familiar y comenzaba a practicar su hobby de escultor impresionista. Siempre seguía la misma pauta: recreaba la imagen a escala 1=5 del animal que acababa de cazar, fuera cual fuera: pretendía salvar su alma del poder castigador de los brujos nórdicos de aquellas comarcas de hielo; él, de este modo, gozaba de una conciencia tranquila y cristalina como el haz de nieve que se le escurría entre los dedos mientras trajinaba con varios huesos de foca de todos los tamaños. Estos cuidados útiles, por otra parte, los usaba para perfeccionar su creación, hasta tal punto que los dotaba de matices que provocaban que las bestias, construidas con bloques de frío en su estado más puro, imitaran tanto a los originales que más de un colega gritaba aterrado porque pensaba que se encontraba delante del espíritu de la fiera en cuestión.
Hacía ya un buen puñado de días, no obstante, que no daba forma a ninguna. Un par de semanas, por lo menos, aislado del resto del mundo. Solo y abandonado en su universo tintado solo de blanco. Ni un triste ratón de montaña. Nada de nada.
Mientras se arrancaba cuatro pelos de la barba para merendar algo sólido, recordó el refrán que a menudo le recitaba su abuelo paterno, también escultor de escarcha, las noches de primavera contemplando el deshielo: «No hay dos desgracias sin una tercera». Y así ocurrió en aquel poblado, no hace mucho.
Primero, un alud, que manó durante tres días y tres noches y sepultó a la mitad de la población; cuando menos, se ahorraron un montón de incineraciones. A continuación, al cabo de un mes, 24 horas de olas gigantescas cruzaron la isla de oeste a este: desaparecieron un tercio de los que todavía quedaban, sanos y salvos. Y la última, un ataque a cuatro bandas de dos docenas de lobos estuarios, con la ayuda incondicional de los perros de tiro —en huelga indefinida, por cierto, desde hacía unos quince días—, que mordían a los supervivientes de ambos horrores. De todo aquel magma de vicisitudes árticas, tan solo se salvó él: Sinunguuak Titokuuak, o Titokuuak Sinunguuak, da igual.
Además, el suelo se había desgajado en dos tandas, una a raíz de la inundación y la otra por culpa de las sacudidas de la montaña. Y, encima, la coalición canina se la había liado. Se habría contentado con el cuádriceps de un vecino; pero ni eso le habían dejado el hatajo de perros.
Él, empero, había podido esquivar el triángulo de cataclismos, sencillamente, por un exceso de suerte. Cuando la avalancha, la riada de nieve no llegó por pocos centímetros a su iglú; cuando la inundación, se aferró al suelo con su arpón y salió seco de milagro; del ejército peludo a cuatro patas, se escondió, rodeado de la colección de estatuas virtuales que asustaron los cuadrúpedos gracias a su verosimilitud.
Alineadas una tras otra en torno a su humilde hogar, las figuras de hielo eran las únicas que todavía aguantaban de pie.
Con el fin de no pensar en el hambre que le resonaba en las tripas como el cuerno que soplaban los vikingos que comerciaban por aquellas tierras de mar adentro, Sinunguuak Titokuuak, o al revés, canturreaba fragmentos y pasajes épicos de las obras completas de la mitología escandinava. También intentaba engañar el apetito con las últimas aportaciones documentadas del mundo de la escultura de hielo. Por otro lado, leía y analizaba, con ojos críticos y pseudoasiáticos, las memorias del iceberg que hundió el Titanic.
Por su parte el iglú todavía resistía, estoico; las tareas de albañilería en la danesa tampoco se le daban nada mal. El silencio de la soledad solo era adulterado por el rumor del mar, inescrutable y oscuro, como la angustia que lo corroía en vida. Otra noche sin cenar, un día menos para morir de desnutrición.
Contaba con la posibilidad, extrema pero lógica —al menos en aquellas circunstancias— al fin y al cabo, de amputarse una pierna e ir comiéndose una libra cada día. En serio, no creía que pudiera resistirlo mucho tiempo más. Los poemas mitológicos le levantaban, por unos instantes, la ilusión por vivir y por no preocuparse de la negrura de su destino: una antología de relatos tan verídicos y crueles como la multitragedia que había asolado su pueblo.
Y mira por dónde, de aquellos mitos terrenales y acuáticos había uno que lo tenía cautivado: la Sirena.
Aquella mujer, más salada que callada, lo seducía desde que era un esquimalito de pañales de piel de león marino. Ya en aquel tiempo, se entretenía pronosticando varias opciones sobre cómo hacían el amor aquellos peces con busto femenino. Lo tenía obcecado.
Jamás hubiera podido —ni querido, dicho sea de paso— olvidar aquella vez en que, perdido en la inmensidad del estrecho de Baffin, lo guió hasta tierra seca una de esas diosas ni carne ni pescado. Brotó de la nada, delante de su kayak, cuando Sinunguuak Titokuuak, alias el Reversible, se estaba adormilando por culpa del esfuerzo fútil de remar contracorriente para intentar volver a casa antes de que disminuyeran, todavía más, las temperaturas. El torso de la sirena imitaba una modelo de pasarela de Estocolmo: rubia, ojos de cielo, brazos estrechos, pechos firmes y sonrisa de ortodoncia. La leyenda de los hombres blancos, rememoraba el esquimal, decía que Dios hizo surgir la mujer de una costilla: mentira, lo hizo de una espina. Aquel ser dual le transmitió energía suficiente solo con un beso con aliento a chanquete, para que pudiera llegar cuanto antes a puerto. Lo orientó con los destellos plateados de su cola de atún. Cuando llegaron a nieve firme, la sirena le prometió que cuando volviera a necesitarla de verdad, solo en un caso de vida o muerte, pensara en ella y la llamara por su nombre: Frudess-Ha. Lo último que atisbó de aquella hembra de fantasía fue su aleta que se despedía, hasta la próxima.
Ya no podía más. Con la punta del arpón de cazador de segunda, se cortó en diagonal el dorso de la mano derecha, la mala. Iba sorbiendo la sangre que se derramaba, como un manantial hialino en medio de una extensión de edelweiss. El líquido de sus entrañas lo reconfortaba y conseguía que los espejismos, provocados por la anemia, disminuyeran y se esfumaran antes de tiempo.
Minutos más tarde, los párpados le pesaban como un iceberg suicida; las vísceras se daban el pésame mutuamente; se mordía los labios y paladeaba la piel desmenuzada como si se tratara de un filete de morsa todavía sangriento; tenía la garganta tan seca que los esputos jugaban a los bolos con la campanilla. Se estaba quedando frito, muerto de hambre...
Acto seguido, dibujó un sueño de connotaciones culinarias. En éste, aparecía, en un primer plano, el mejor espécimen concebible para cocinar su comida predilecta: un atún de 1,85 metros y 75 kilos de peso. Lo destripaba con los colmillos y se empalagaba con las salpicaduras. Mordía y engullía sin descanso. No diferenciaba entre carne y entraña. De postre, los ojos. Tras el festín, se dedicaba a roer la espina y a lamer su cola, una y otra vez. Justo disfrutaba del último tramo de la experiencia onírica, cuando una voz de mezzosoprano —aunque también podía corresponder a un tenor castrado— lo despertó con un susurro húmedo.
—Buenas noches, Sinunguuak Titokuuak, o como demonios te llames. ¿Me recuerdas, esquimalito mío?
Alucinado de pies a cabeza, el esquimal abrió los ojos y los cerró inmediatamente. Abrió solo el izquierdo, el bueno, y atisbó a Frudess-Ha, su musa gélida, su divinidad polar, su guardiana con escamas de plata.
—Has venido...
—¡Claro! ¿Me has llamado, no? —contestó, poniendo morros, la sirena.
—¿Yo? —preguntó, curioso, el moribundo.
—Sí, tú, ¡pedazo de esquimal! ¿Quién si no?
—Lo siento, no me acuerdo. ¿Estás segura?
—¡¿Tú estás helado o qué?! Será posible..., desagradecido, ¡¡ojalá se te congelen los fiordos!!
—Mujer, quiero decir pez, quiero decir pez-mujer, perdona... Estoy demasiado jodido y hambriento para tener la mente clara. Mira, no nos cabreemos, es muy posible que te haya llamado, no digo que no, pero, ahora mismo, no lo tengo presente. Solo digo eso…
—Ya...
—Te lo juro...
—¿Por quién? —quiso saber el mito.
—Por Neptuno.
—¡No jures en vano, pescador!
—Si no lo hago...
—Pensaba...
—De verdad... —insistió el famélico esquimal.
—No sé, no sé...
—Venga, pez-mujer, perdona...
—Me lo tendré que pensar.
—Venga...
De repente, y sin venir a cuento, Frudess-Ha se puso a remover los trastos que Sinunguuak había podido recoger después de las catástrofes que habían destruido su aldea. Al fin, encontró lo que buscaba: una piel de foca, bien seca, para secarse el cabello, tan largo como húmedo.
—Reyecillo, has tenido la gran suerte de que nadaba por aquí y he escuchado tu SOS, que si no, ¡no te encuentra ni tu primo el yeti!
—Gracias, Frudess-Ha. Me has salvado.
—De nada, esquimalillo mío. Ya lo sabes, bonito. Siempre que me necesites, vendré nadando. ¿No lo hice ya una vez?
—Sí.
—¿Verdad que no te fallé?
—No.
—Pues ahora, tampoco.
—Gracias de nuevo.
—No se merecen. ¡Ay, soy una mártir! He nacido para eso y eso hago. ¡Qué le vamos a hacer...!
Sinunguuak contemplaba la belleza nórdica de su diosa de las aguas más profundas, mientras ella se acariciaba la cabellera. Quien fuera tritón para compartir sus encantos en la intimidad más húmeda, se imaginaba el esquimal. Se le hacía la boca agua salada.
—Por cierto, antes de que me embelese y acabe de perder la cabeza, ¿me has traído algo de comer?
—¿Cómo?
—Teca, carne, pescado, con perdón. Una ensalada neptuniana, un calamar gigante en su tinta, un delfín a la plancha, un lenguado mutante con ajo y perejil, un...
—¡Calla! No sigas, chaval, ¡que me va a entrar hambre a mí también! Mira, escultor de regional, ya sé que llevas en ayunas casi un mes, día arriba día abajo, ¡pero ten un poco de consideración! ¡Que estoy a régimen, pedazo de esquimal!
—Es que me muero...
—¿De qué?
—De hambre...
—Exagerado.
—¿Qué?
—Llorica.
—¿Qué me estás diciendo?
—Eres un poco pánfilo, ¿verdad, chato?
—Y ahora, ¿por qué me insultas?
—Porque no soporto a los inútiles como tú, ¡que dais mal nombre a estas aguas! ¡Búscate la vida! ¡Que no encontrarías ni un cubito en tu iglú! Mira, yo seré medio mujer pero tú, ¡tú eres medio esquimal! ¡Trozo de bacalao en remojo!
Seguidamente, sin más preámbulo, Sinunguuak obsequió a Frudess-Ha con la mejor de sus sonrisas heladas, medio oculto tras la capucha de piel de caribú. Con la mano izquierda, la buena, agarró su arpón y se lo hundió en medio del ombligo, justo en la línea que separaba su dualidad mitológica. Retiró el arma y tomó impulso para volverlo a clavar, pensando qué bella que quedaría una estatua a escala natural de la sirena junto al resto de su colección de hielo. Antes, sin embargo, de que su deseo se inmortalizara, Frudess-Ha se levantó de un salto y le estampó una bofetada que le giró la cáscara nívea mirando hacia Copenhague. Con un gesto de mago finés, Frudess-Ha se desembarazó de su piel y de su melena de trigo. No era una sirena.
—¡Serás bestia!
—Pero... Cómo... Tú...
—Calla y no me tartamudees más, hazme el favor, Sinunguuak, o como demonios te hagas llamar... Y háblame de usted, un poco de más respeto, ¡¡caray!!
—Usted es...
—Sí, hijo, sí, soy yo, no sufras más. ¿Ya lo has entendido todo?
—Más o menos...
—¿No te habías dado cuenta?
—Pues, no, lo siento, señor...
—¡De Señor nada de nada! Por el nombre y el apellido, ¡pescador aficionado!
—Sí, San Petersen... Lo que usted mande...
—Venga, espabila, que este numerito ya ha llegado demasiado lejos... Date prisa que San Michael Laudrup quiere que le hagas una escultura con la camiseta del...

Octavi Franch (Barcelona, 1970). Escritor de todos los géneros en todos los formatos, ha publicado unos 75 libros y ganado más de 100 premios literarios. Retirado de las letras por motivos laborales durante 7 años, en 2015 resurgió de la penumbra. Actualmente está acabando de reeditar su obra en catalán, publicándola en castellano y empezando a editarla en inglés. Además, es dramaturgo, guionista audiovisual y articulista. También lleva a cabo, por encargo, cualquier función dentro del sector editorial. Visita su muro de Facebook


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