"Nació una madrugada de tormenta con la aurora boreal tras la sombra del brujo de su tribu, quien lo bautizó como Sinunguuak Titokuuak; o Titokuuak Sinunguuak, ni él mismo lo sabía muy bien todavía. Este nombre de guerra significaba Escultor de almas, y le fue otorgado porque su padre era portador de un talento de carácter divino".
EL TERROR OCULTO DEL ALBA, un relato corto de Octavi Franch
Estaba en el iglú; solo; y, además, refrescaba
un poquito.
El Esquimal del Tiempo, sin embargo, había
anunciado que esa noche las temperaturas podían bajar hasta los 50 bajo cero. A
pesar de todo recomendaba que, si se tenía que salir a dar un paseo por la avenida
de los Icebergs, sería necesario abrigarse con una rebequita o un jersey de
punto.
Pero lo que tenía, sobre todo, era apetito;
mucho apetito. De hecho, habría cambiado su reino de hielo por un lomo de oso,
por una pierna de foca, por un par de hombros de liebre ártica, por medio pecho
de zorro plateado; o, incluso, habría apurado la columna vertebral de algún
cetáceo a medio devorar por la afilada dentellada de cualquier orca de aquellas
cercanías acuáticas.
No se divisaba ningún animal en un radio de
un centenar de kilómetros. Ningún indicio de fauna, por raquítica que fuera. Ni
de flora. Nada. Ni un triste matorral de herbaje escandinavo.
Nació una madrugada de tormenta con la
aurora boreal tras la sombra del brujo de su tribu, quien lo bautizó como
Sinunguuak Titokuuak; o Titokuuak Sinunguuak, ni él mismo lo sabía muy bien
todavía. Este nombre de guerra significaba Escultor
de almas, y le fue otorgado porque su padre era portador de un talento de
carácter divino. El arte de su progenitor consistía en esculpir inmensos
bloques de hielo y extraer de ellos todas las figuras inimaginables de los
animales que cohabitaban con los de su raza al este de Groenlandia. Así pues,
al igual que su padre, Sinunguuak Titokuuak, o viceversa, después de cumplir
con la ardua tarea de segundo cazador de arpón de su clan, se dedicaba durante
horas, sin que le ganara el sueño, a plagiar especies de la fauna autóctona con
la destreza de su muñeca izquierda y la precisión de su marfil preferido.
En invierno perseguía osos y otros
mamíferos terrestres y en verano, en cambio, navegaba con su kayak persiguiendo
una ballena que amortizara las horas maltrechas y le llenara la despensa hasta
otoño. Cuando llegaba de cacería, sin embargo, guardaba el arsenal —el arco,
las 35 flechas y el arpón con punta de hueso cortante— en su rincón del iglú
familiar y comenzaba a practicar su hobby
de escultor impresionista. Siempre seguía la misma pauta: recreaba la imagen a
escala 1=5 del animal que acababa de cazar, fuera cual fuera: pretendía salvar
su alma del poder castigador de los brujos nórdicos de aquellas comarcas de
hielo; él, de este modo, gozaba de una conciencia tranquila y cristalina como
el haz de nieve que se le escurría entre los dedos mientras trajinaba con
varios huesos de foca de todos los tamaños. Estos cuidados útiles, por otra
parte, los usaba para perfeccionar su creación, hasta tal punto que los dotaba
de matices que provocaban que las bestias, construidas con bloques de frío en
su estado más puro, imitaran tanto a los originales que más de un colega gritaba
aterrado porque pensaba que se encontraba delante del espíritu de la fiera en
cuestión.
Hacía ya un buen puñado de días, no
obstante, que no daba forma a ninguna. Un par de semanas, por lo menos, aislado
del resto del mundo. Solo y abandonado en su universo tintado solo de blanco.
Ni un triste ratón de montaña. Nada de nada.
Mientras se arrancaba cuatro pelos de la
barba para merendar algo sólido, recordó el refrán que a menudo le recitaba su
abuelo paterno, también escultor de escarcha, las noches de primavera contemplando
el deshielo: «No hay dos desgracias sin una tercera». Y así ocurrió en aquel
poblado, no hace mucho.
Primero, un alud, que manó durante tres
días y tres noches y sepultó a la mitad de la población; cuando menos, se
ahorraron un montón de incineraciones. A continuación, al cabo de un mes, 24
horas de olas gigantescas cruzaron la isla de oeste a este: desaparecieron un
tercio de los que todavía quedaban, sanos y salvos. Y la última, un ataque a
cuatro bandas de dos docenas de lobos estuarios, con la ayuda incondicional de
los perros de tiro —en huelga indefinida, por cierto, desde hacía unos quince
días—, que mordían a los supervivientes de ambos horrores. De todo aquel magma
de vicisitudes árticas, tan solo se salvó él: Sinunguuak Titokuuak, o Titokuuak
Sinunguuak, da igual.
Además, el suelo se había desgajado en dos
tandas, una a raíz de la inundación y la otra por culpa de las sacudidas de la
montaña. Y, encima, la coalición canina se la había liado. Se habría contentado
con el cuádriceps de un vecino; pero ni eso le habían dejado el hatajo de
perros.
Él, empero, había podido esquivar el
triángulo de cataclismos, sencillamente, por un exceso de suerte. Cuando la
avalancha, la riada de nieve no llegó por pocos centímetros a su iglú; cuando
la inundación, se aferró al suelo con su arpón y salió seco de milagro; del
ejército peludo a cuatro patas, se escondió, rodeado de la colección de
estatuas virtuales que asustaron los cuadrúpedos gracias a su verosimilitud.
Alineadas una tras otra en torno a su
humilde hogar, las figuras de hielo eran las únicas que todavía aguantaban de
pie.
Con el fin de no pensar en el hambre que le
resonaba en las tripas como el cuerno que soplaban los vikingos que comerciaban
por aquellas tierras de mar adentro, Sinunguuak Titokuuak, o al revés,
canturreaba fragmentos y pasajes épicos de las obras completas de la mitología
escandinava. También intentaba engañar el apetito con las últimas aportaciones
documentadas del mundo de la escultura de hielo. Por otro lado, leía y
analizaba, con ojos críticos y pseudoasiáticos, las memorias del iceberg que
hundió el Titanic.
Por su parte el iglú todavía resistía,
estoico; las tareas de albañilería en la danesa tampoco se le daban nada mal.
El silencio de la soledad solo era adulterado por el rumor del mar,
inescrutable y oscuro, como la angustia que lo corroía en vida. Otra noche sin
cenar, un día menos para morir de desnutrición.
Contaba con la posibilidad, extrema pero
lógica —al menos en aquellas circunstancias— al fin y al cabo, de amputarse una
pierna e ir comiéndose una libra cada día. En serio, no creía que pudiera
resistirlo mucho tiempo más. Los poemas mitológicos le levantaban, por unos
instantes, la ilusión por vivir y por no preocuparse de la negrura de su
destino: una antología de relatos tan verídicos y crueles como la multitragedia
que había asolado su pueblo.
Y mira por dónde, de aquellos mitos
terrenales y acuáticos había uno que lo tenía cautivado: la Sirena.
Aquella mujer, más salada que callada, lo seducía
desde que era un esquimalito de pañales de piel de león marino. Ya en aquel
tiempo, se entretenía pronosticando varias opciones sobre cómo hacían el amor
aquellos peces con busto femenino. Lo tenía obcecado.
Jamás hubiera podido —ni querido, dicho sea
de paso— olvidar aquella vez en que, perdido en la inmensidad del estrecho de Baffin,
lo guió hasta tierra seca una de esas diosas ni carne ni pescado. Brotó de
la nada, delante de su kayak, cuando Sinunguuak Titokuuak, alias el Reversible, se estaba adormilando por
culpa del esfuerzo fútil de remar contracorriente para intentar volver a casa
antes de que disminuyeran, todavía más, las temperaturas. El torso de la sirena
imitaba una modelo de pasarela de Estocolmo: rubia, ojos de cielo, brazos
estrechos, pechos firmes y sonrisa de ortodoncia. La leyenda de los hombres
blancos, rememoraba el esquimal, decía que Dios hizo surgir la mujer de una
costilla: mentira, lo hizo de una espina. Aquel ser dual le transmitió energía
suficiente solo con un beso con aliento a chanquete, para que pudiera llegar cuanto
antes a puerto. Lo orientó con los destellos plateados de su cola de atún.
Cuando llegaron a nieve firme, la sirena le prometió que cuando volviera a
necesitarla de verdad, solo en un caso de vida o muerte, pensara en ella y la
llamara por su nombre: Frudess-Ha. Lo último que atisbó de aquella hembra de
fantasía fue su aleta que se despedía, hasta la próxima.
Ya no podía más. Con la punta del arpón de
cazador de segunda, se cortó en diagonal el dorso de la mano derecha, la mala.
Iba sorbiendo la sangre que se derramaba, como un manantial hialino en medio de
una extensión de edelweiss. El líquido de sus entrañas lo reconfortaba y
conseguía que los espejismos, provocados por la anemia, disminuyeran y se
esfumaran antes de tiempo.
Minutos más tarde, los párpados le pesaban
como un iceberg suicida; las vísceras se daban el pésame mutuamente; se mordía
los labios y paladeaba la piel desmenuzada como si se tratara de un filete de
morsa todavía sangriento; tenía la garganta tan seca que los esputos jugaban a
los bolos con la campanilla. Se estaba quedando frito, muerto de hambre...
Acto seguido, dibujó un sueño de connotaciones
culinarias. En éste, aparecía, en un primer plano, el mejor espécimen
concebible para cocinar su comida predilecta: un atún de 1,85 metros y 75 kilos
de peso. Lo destripaba con los colmillos y se empalagaba con las salpicaduras.
Mordía y engullía sin descanso. No diferenciaba entre carne y entraña. De
postre, los ojos. Tras el festín, se dedicaba a roer la espina y a lamer su
cola, una y otra vez. Justo disfrutaba del último tramo de la experiencia
onírica, cuando una voz de mezzosoprano
—aunque también podía corresponder a un tenor castrado— lo despertó con un
susurro húmedo.
—Buenas noches, Sinunguuak Titokuuak, o como
demonios te llames. ¿Me recuerdas, esquimalito mío?
Alucinado de pies a cabeza, el esquimal
abrió los ojos y los cerró inmediatamente. Abrió solo el izquierdo, el bueno, y
atisbó a Frudess-Ha, su musa gélida, su divinidad polar, su guardiana con
escamas de plata.
—Has venido...
—¡Claro! ¿Me has llamado, no? —contestó, poniendo
morros, la sirena.
—¿Yo? —preguntó, curioso, el moribundo.
—Sí, tú, ¡pedazo de esquimal! ¿Quién si no?
—Lo siento, no me acuerdo. ¿Estás segura?
—¡¿Tú estás helado o qué?! Será posible...,
desagradecido, ¡¡ojalá se te congelen los fiordos!!
—Mujer, quiero decir pez, quiero decir
pez-mujer, perdona... Estoy demasiado jodido y hambriento para tener la mente
clara. Mira, no nos cabreemos, es muy posible que te haya llamado, no digo que
no, pero, ahora mismo, no lo tengo presente. Solo digo eso…
—Ya...
—Te lo juro...
—¿Por quién? —quiso saber el mito.
—Por Neptuno.
—¡No jures en vano, pescador!
—Si no lo hago...
—Pensaba...
—De verdad... —insistió el famélico
esquimal.
—No sé, no sé...
—Venga, pez-mujer, perdona...
—Me lo tendré que pensar.
—Venga...
De repente, y sin venir a cuento, Frudess-Ha
se puso a remover los trastos que Sinunguuak había podido recoger después de
las catástrofes que habían destruido su aldea. Al fin, encontró lo que buscaba:
una piel de foca, bien seca, para secarse el cabello, tan largo como húmedo.
—Reyecillo, has tenido la gran suerte de que
nadaba por aquí y he escuchado tu SOS, que si no, ¡no te encuentra ni tu primo
el yeti!
—Gracias, Frudess-Ha. Me has salvado.
—De nada, esquimalillo mío. Ya lo sabes,
bonito. Siempre que me necesites, vendré nadando. ¿No lo hice ya una vez?
—Sí.
—¿Verdad que no te fallé?
—No.
—Pues ahora, tampoco.
—Gracias de nuevo.
—No se merecen. ¡Ay, soy una mártir! He
nacido para eso y eso hago. ¡Qué le vamos a hacer...!
Sinunguuak contemplaba la belleza nórdica
de su diosa de las aguas más profundas, mientras ella se acariciaba la
cabellera. Quien fuera tritón para compartir sus encantos en la intimidad más húmeda,
se imaginaba el esquimal. Se le hacía la boca agua salada.
—Por cierto, antes de que me embelese y
acabe de perder la cabeza, ¿me has traído algo de comer?
—¿Cómo?
—Teca, carne, pescado, con perdón. Una
ensalada neptuniana, un calamar gigante en su tinta, un delfín a la plancha, un
lenguado mutante con ajo y perejil, un...
—¡Calla! No sigas, chaval, ¡que me va a
entrar hambre a mí también! Mira, escultor de regional, ya sé que llevas en
ayunas casi un mes, día arriba día abajo, ¡pero ten un poco de consideración! ¡Que
estoy a régimen, pedazo de esquimal!
—Es que me muero...
—¿De qué?
—De hambre...
—Exagerado.
—¿Qué?
—Llorica.
—¿Qué me estás diciendo?
—Eres un poco pánfilo, ¿verdad, chato?
—Y ahora, ¿por qué me insultas?
—Porque no soporto a los inútiles como tú, ¡que
dais mal nombre a estas aguas! ¡Búscate la vida! ¡Que no encontrarías ni un
cubito en tu iglú! Mira, yo seré medio mujer pero tú, ¡tú eres medio esquimal! ¡Trozo
de bacalao en remojo!
Seguidamente, sin más preámbulo, Sinunguuak
obsequió a Frudess-Ha con la mejor de sus sonrisas heladas, medio oculto tras
la capucha de piel de caribú. Con la mano izquierda, la buena, agarró su arpón
y se lo hundió en medio del ombligo, justo en la línea que separaba su dualidad
mitológica. Retiró el arma y tomó impulso para volverlo a clavar, pensando qué bella
que quedaría una estatua a escala natural de la sirena junto al resto de su
colección de hielo. Antes, sin embargo, de que su deseo se inmortalizara, Frudess-Ha
se levantó de un salto y le estampó una bofetada que le giró la cáscara nívea mirando
hacia Copenhague. Con un gesto de mago finés, Frudess-Ha se desembarazó de su
piel y de su melena de trigo. No era una sirena.
—¡Serás bestia!
—Pero... Cómo... Tú...
—Calla y no me tartamudees más, hazme el favor,
Sinunguuak, o como demonios te hagas llamar... Y háblame de usted, un poco de
más respeto, ¡¡caray!!
—Usted es...
—Sí, hijo, sí, soy yo, no sufras más. ¿Ya
lo has entendido todo?
—Más o menos...
—¿No te habías dado cuenta?
—Pues, no, lo siento, señor...
—¡De Señor nada de nada! Por el nombre y el
apellido, ¡pescador aficionado!
—Sí, San Petersen... Lo que usted mande...
—Venga, espabila, que este numerito ya ha
llegado demasiado lejos... Date prisa que San Michael Laudrup quiere que le
hagas una escultura con la camiseta del...
Octavi Franch (Barcelona, 1970). Escritor de todos los géneros en todos los formatos, ha publicado unos 75 libros y ganado más de 100 premios literarios. Retirado de las letras por motivos laborales durante 7 años, en 2015 resurgió de la penumbra. Actualmente está acabando de reeditar su obra en catalán, publicándola en castellano y empezando a editarla en inglés. Además, es dramaturgo, guionista audiovisual y articulista. También lleva a cabo, por encargo, cualquier función dentro del sector editorial. Visita su muro de Facebook
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