miércoles, 23 de octubre de 2019

Pluma estilográfica Faber Castell Ambition



Pluma estilográfica Faber-Castell Ambition (con madera de peral)

Regalar plumas estilográficas está de moda. Después de un tiempo en el que este útil de escritura no había tenido tanto protagonismo, la estilográfica vuelve a ser un objeto de deseo. Y como regalo no tiene precio. Bueno, sí, tiene un precio, claro, pero es asumible.

Hay plumas estilográficas muy baratas que dan un alto rendimiento (la Pilot Metropolitan o la Lamy Safari, por ejemplo), así que regalar un artículo de escritura de este tipo está al alcance de casi cualquiera.

Pero lo que quieres es “quedar como un señor” (valga la expresión castiza), optaría por una pluma más refinada (sin desmerecer a las dos citadas y a otras muchas más), más fina, de mayor empaque. De entre mi modesta colección de plumas estilográficas (unas veintepiezas, por ahora, contando Waterman, Montblanc, Lamy, Montegrappa, Pelikan…), recomendaría la pluma estilográfica Faber-Castell Ambition con madera de peral, una pluma que además de sus prestaciones a la hora de escribir, luce muy bien en un escritorio y da buena imagen en una firma de libros, un congreso o una reunión de trabajo. Ventajas de la elegancia...

¿Por qué regalar una pluma Faber-Castell Ambition con madera de peral?


Para empezar, porque es una pluma muy bonita que sabe conjugar sus buenos materiales: por un lado el plumín y los resaltes en acero inoxidable, y por otro la madera de peral. El resultado es hermoso.

Además, es una pluma que escribe muy bien, se desliza con suavidad en la mano, el trazo es fluido, es relativamente ligera y se entrega en una atractiva caja de la marca Faber-Castell. En estos momentos estoy usando mi Faber-Castell Ambition con la tinta Diamine Matador (rojo), y el resultado es muy bueno.

Y por si fuera poco te da la posibilidad de una recarga de tinta doble: puedes usar tanto cartucho (estándar, no necesariamente de Faber-Castell) como convertidor, que viene incluido en la caja. Y además está disponible en varios trazos: EF (extrafino), F (fino), M (medio) y B (grueso). 

Mide 132 mm (cerrada) y 157 mm (posteada, es decir, con el capuchón puesto en la parte trasera). 

Hay plumas estilográficas de lujo que no dejan indiferente a nadie, pero si quieres regalar una buena pluma estilográfica a un precio medio (ni muy barato ni muy caro), la pluma estilográfica Faber-Castell Ambition puede ser una gran idea.


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Si quieres la misma pluma, pero sin la madera de nogal, el precio se reduce bastante. 

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lunes, 21 de octubre de 2019

Fausto, un relato corto de Bioy Casares




Esa noche de junio de 1540, en la cámara de la torre, el doctor Fausto recorría los anaqueles de su numerosa biblioteca. Se detenía aquí y allá; tomaba un volumen, lo hojeaba nerviosamente, volvía a dejarlo. Por fin escogió los Memorabilia de Jenofonte. Colocó el libro en el atril y se dispuso a leer. Miró hacia la ventana. Algo se había estremecido afuera. Fausto dijo en voz baja: “Un golpe de viento en el bosque”. Se levantó, apartó bruscamente la cortina. Vio la noche, que los árboles agrandaban.
Debajo de la mesa dormía Señor. La inocente respiración del perro afirmaba, tranquila y persuasiva como un amanecer, la realidad del mundo. Fausto pensó en el infierno.
Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder mágico, había vendido su alma al Diablo. Los años habían corrido con celeridad. El plazo expiraba a medianoche. No eran, todavía, las once.
Fausto oyó unos pasos en la escalera; después, tres golpes en la puerta. Preguntó: “¿Quién llama?”. “Yo”, contestó una voz que el monosílabo no descubría, “yo”. El doctor la había reconocido, pero sintió alguna irritación y repitió la pregunta. En tono de asombro y de reproche contestó su criado: “Yo, Wagner”. Fausto abrió la puerta. El criado entró con la bandeja, la copa de vino del Rin y las tajadas de pan y comentó con aprobación risueña lo adicto que era su amo a ese refrigerio. Mientras Wagner explicaba, como tantas veces, que el lugar era muy solitario y que esas breves pláticas lo ayudaban a pasar la noche, Fausto pensó en la complaciente costumbre, que endulza y apresura la vida, tomó unos sorbos de vino, comió unos bocados de pan y, por un instante, se creyó seguro. Reflexionó: “Si no me alejo de Wagner y del perro no hay peligro”.
Resolvió confiar a Wagner sus terrores. Luego recapacitó: “Quién sabe los comentarios que haría”. Era una persona supersticiosa (creía en la magia), con una plebeya afición por lo macabro, por lo truculento y por lo sentimental. El instinto le permitía ser vívido; la necedad, atroz. Fausto juzgó que no debía exponerse a nada que pudiera turbar su ánimo o su inteligencia.
El reloj dio las once y media. Fausto pensó: “No podrán defenderme”. Nada me salvará. Después hubo como un cambio de tono en su pensamiento; Fausto levantó la mirada y continuó: “Más vale estar solo cuando llegue Mefistófeles. Sin testigos, me defenderé mejor”. Además, el incidente podía causar en la imaginación de Wagner (y acaso también en la indefensa irracionalidad del perro) una impresión demasiado espantosa.
–Ya es tarde, Wagner. Vete a dormir.
Cuando el criado iba a llamar a Señor, Fausto lo detuvo y, con mucha ternura, despertó a su perro. Wagner recogió en la bandeja el plato del pan y la copa y se acercó a la puerta. El perro miró a su amo con ojos en que parecía arder, como una débil y oscura llama, todo el amor, toda la esperanza y toda la tristeza del mundo. Fausto hizo un ademán en dirección de Wagner, y el criado y el perro salieron. Cerró la puerta y miró a su alrededor. Vio la habitación, la mesa de trabajo, los íntimos volúmenes. Se dijo que no estaba tan solo. El reloj dio las doce menos cuarto. Con alguna vivacidad, Fausto se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. En el camino a Finsterwalde vacilaba, remota, la luz de un coche.
“¡Huir en ese coche!”, murmuró Fausto y le pareció que agonizaba de esperanza. Alejarse, he ahí lo imposible. No había corcel bastante rápido ni camino bastante largo. Entonces, como si en vez de la noche encontrara el día en la ventana, concibió una huida hacia el pasado; refugiarse en el año 1440; o más atrás aún: postergar por doscientos años la ineluctable medianoche. Se imaginó al pasado como a una tenebrosa región desconocida: pero, se preguntó, si antes no estuve allí ¿cómo puedo llegar ahora? ¿Cómo podía él introducir en el pasado un hecho nuevo? Vagamente recordó un verso de Agatón, citado por Aristóteles: “Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió”. Si nada podía modificar el pasado, esa infinita llanura que se prolongaba del otro lado de su nacimiento era inalcanzable para él. Quedaba, todavía, una escapatoria: Volver a nacer, llegar de nuevo a la hora terrible en que vendió su alma a Mefistófeles, venderla otra vez y cuando llegara, por fin, a esta noche, correrse una vez más al día del nacimiento.
Miró el reloj. Faltaba poco para la medianoche.
Quién sabe desde cuándo, se dijo, representaba su vida de soberbia, de perdición y de terrores; quién sabe desde cuándo engañaba a Mefistófeles.
¿Lo engañaba? ¿Esa interminable repetición de vidas ciegas no era su infierno?
Fausto se sintió muy viejo y muy cansado. Su última reflexión fue, sin embargo, de fidelidad hacia la vida; pensó que en ella, no en la muerte, se deslizaba, como un agua oculta, el descanso. Con valerosa indiferencia postergó hasta el último instante la resolución de huir o de quedar.
La campana del reloj sonó…

Microrrelato de Adolfo Bioy Casares: "Tigres"