La Cruzada de los niños, de Gustave Doré. Fuente de la imagen |
Unos años después de finalizada la
Cuarta Cruzada (1201-1204), en 1212 y bajo el papado de Inocencio III, tuvo
lugar la que se conoce como “Cruzada de los Niños”, unos extraños y
sorprendentes sucesos de los que existen diversos y contradictorios testimonios
cargados de fantasía, hasta crear una extensa leyenda, que, aunque parece estar
basada en algunos hechos reales, es aún objeto de debate entre los
historiadores. Muestro a continuación una versión resumida de aquellos hechos,
tomada de varias crónicas medievales.
***
“En mayo del año oscuro de 1212, un
adolescente llamado Esteban de Cloyes, se presentó en la corte del rey Felipe
con una carta que, según afirmaba, le había sido entregada por Jesucristo en
persona, junto con el encargo de predicar una cruzada. El rey, sin prestarle
atención lo envió de regreso, pero el zagal, en vez de volver serenamente a su
casa, cayó en un fervoroso delirio y anunció a los cuatro vientos que Dios le
había ordenado organizar una cruzada de niños para recobrar de las manos
infieles la ciudad santa de Jerusalén. En menos de un mes las prédicas de
Esteban habían conseguido reunir a millares de niños; ante la mirada, unas
veces atónita, otras burlona, de los adultos, cerca de 30 mil niños franceses,
acompañados por algunos religiosos y de otros peregrinos, emprendieron con él
una desastrosa marcha a través de Provenza con rumbo a Marsella, desde donde
esperaban que el Señor separara las aguas, tal y como lo había hecho con el
pueblo judío en el mar Rojo, para que ellos cruzaran el mediterráneo y llegaran
a Tierra Santa sin siquiera mojarse los pies. El pastor Esteban viajaba a bordo
de un carrito con toldo y los demás a pie.
Al conocerse la noticia, en Alemania, se
desencadenó un movimiento semejante, éste al mando de un muchacho llamado
Nicolás quien, al igual que Esteban predicaba que el mar se abriría ante ellos.
En poco tiempo reunió un ejército de niños que marchaban gustosos a derrotar a
los moros. Sólo el Papa Inocencio trató de disuadirlos, cuando un pequeño grupo
llegó a Roma, pero, para entonces, ya nada se podía hacer.
De los que habían salido de Colonia
–cuenta J. Lehmann en su obra Las cruzadas–, menos de la tercera parte
llegó a la ciudad portuaria de Génova a finales de agosto. El hambre, la sed y
las penalidades del paso por los Álpes habían causado un auténtico desastre,
cientos de cadáveres de niños quedaron desperdigados entre las montañas.
También la expedición francesa padeció hambre y sed. Muchos murieron de
inanición a los bordes del camino; otros volvieron como pudieron y regresaron
famélicos a sus casas. Los pocos que lograron alcanzar Marsella o Génova
corrieron enseguida a las playas para vivir el gran milagro de que el mar se
abriera delante de ellos. Grande fue la decepción al comprobar que no sucedía
tal cosa. Muchos pensaron que habían sido engañados por Esteban y emprendieron
el regreso como pudieron, pero otros salían todos los días a la orilla del mar
en espera de que se cumpliera el prodigio.
Algo parecido ocurrió a la cruzada
alemana encabezada por Nicolás; tampoco en esta ocasión quiso hacer milagros el
Señor. No se sabe con certeza, pero muchos murieron por el camino al igual que
las otras expediciones. Algunos consiguieron llegar hasta Brindisi, otros, en
especial las niñas, se quedaron en Italia por temor a las penalidades del
regreso. Muy pocos fueron los que consiguieron volver a las regiones del Rin
antes de la primavera siguiente. Los padres de los niños que habían perecido
por el camino, después de haber creído en las promesas celestiales, clamaron
venganza terrenal; el padre de Nicolás fue preso y ahorcado.
Aparentemente los niños franceses
tuvieron más suerte en Marsella. Al cabo de varios días y como el mar insistía
en no querer abrirse, dos mercaderes marselleses se declararon dispuestos a
transportarlos sin cobrar, para mayor gloria de Dios. Esteban aceptó la oferta,
y los dos mercaderes, Hugo el Hierro y Guillermo el Cerdo, fletaron siete
barcos y zarparon.
Pasaron dieciocho años antes de que se
volviese a tener noticia de lo que había sucedido a la cruzada infantil. En
1230, un sacerdote que regresaba a Francia procedente de oriente contó, cómo,
cuando era un cura recién ordenado, acompañó a la expedición de Esteban; dos de
los siete barcos se habían estrellado contra las rocas durante una tormenta, en
la isla de San Pietro, al sudeste de Cerdeña, no hubo supervivientes, todos se
ahogaron. En cuanto a los ocupantes de los otros cinco barcos, fueron llevados
a Argel por los dos mercaderes y vendidos como esclavos.
Los que no encontraron comprador en
Argel fueron conducidos a Alejandría, donde se cotizaban mejor los esclavos
francos. La mayoría fueron comprados por el gobernador egipcio para que
trabajasen en sus fincas, y un pequeño grupo fue ofrecido en el mercado de
esclavos de Bagdad. En total, según el sacerdote, debían sobrevivir unos 700;
algunos de ellos quedaron libres en el año 1229, cuando el emperador Federico
II firmó un tratado con el sultán Malik al-Kamil, pero muchos continuaron en la
esclavitud hasta su muerte”.
(Fuente)
***
La cruzada de los niños fue la
última obra narrativa de Marcel Schwob y para
ella se sirvió de tres crónicas medievales que narraban aquella sorprendente
cruzada trufada –ya lo he indicado- de muchos elementos legendarios. Como dice María José Hernández
Guerrero, la síntesis de erudición, imaginación y sensibilidad da lugar
a una pequeña obra maestra en la que las áridas crónicas medievales que le
sirvieron de inspiración están muy lejos del texto resultante. Schwob cuenta la tragedia
en una polifonía de voces, ocho monólogos de diversos personajes directa o
indirectamente relacionados con la cruzada, que se complementan, se aclaran y
se oponen; y todo escrito en una hermosa prosa poética.
De los ocho relatos que componen la
obra, he seleccionado el cuarto, para mi gusto el más hermoso y entrañable. Tres
de aquellos niños, guiados por las “voces”, son los protagonistas que cuentan
en primera persona -curiosamente uno de ellos es mudo- y con tono de infantil
inocencia, los sucesos que les acaecen, y, aunque impresionados por el largo y,
a veces, duro y dificultoso peregrinaje, los niños se mantienen siempre
esperanzados y felices, porque, como ellos proclaman, “por todas partes las
voces estarán con nosotros” y porque saben que “al final del mar azul está
Jerusalén. Y el Señor dejará llegar hasta su tumba a todos los pequeñuelos”. En
el relato hablan de otros dos cruzados, la niñita Allys, que vela amososamente,
guía y lleva la cruz del pequeño ciego Eustacio: los protagonistas de otra de
estas admirables narraciones de Schwob, la séptima:"Relato de la péqueña
Allys".
Miguel Díez R.
LA CRUZADA DE LOS NIÑOS
Marcel Schwob (Francia, 1867-1905)
“Circa idem tempus pueri sine
rectore, sine duce, de universis omnium regionum villis et civitatibus versus
transmarinas partes avidis gressibus cucurrerunt, et dum quaereretur ab ipsis
quo currerent, responderunt: Versus Jherusalem, quarere terram sanctam... Adhuc
quo devenerint ignoratur. Sed plurimi redierunt, a quibus dum quaereretur causa
cursus, dixerunt se nescire. Nudae etiam mulieres circa idem tempus nihil loquentes
per villas et civitates cucurrerunt...”
[Por aquel tiempo los niños, sin guía y sin
jefe, corrían precipitadamente de las ciudades y pueblos de todas las regiones
hacia el otro lado del mar, y cuando se les preguntó a dónde iban,
respondieron: hacia Jerusalén, a buscar la Tierra Santa... Todavía se ignora lo
que haya sido de ellos. Muchos volvieron y al preguntarles la causa de su viaje
dijeron que no sabían. También por aquel entonces mujeres desnudas que nada
decían, pasaron corriendo por las ciudades y por los pueblos...]
RELATO DE LOS TRES PEQUEÑUELOS
Nosotros tres, Nicolás, que no sabe hablar,
Alain y Denis, nos echamos a los caminos para ir hacia Jerusalén. Hace mucho
que caminamos. Fueron unas voces blancas las que nos llamaron en la noche.
Llamaban a todos los niños pequeños. Eran como las voces de los pájaros muertos
en invierno. Y al principio vimos muchos pobres pájaros tendidos en la tierra
helada, muchos pajarillos de pecho rojo. Luego hemos visto las primeras flores
y las primeras hojas y con ellas hemos trenzado cruces. Hemos cantado ante las
aldeas, como solíamos hacer en el año nuevo. Y todos los niños venían corriendo
hacia nosotros. Y hemos avanzado como una tropa. Había hombres que nos
maldecían, porque no conocían al Señor. Había mujeres que nos cogían por los
brazos y nos interrogaban, y cubrían nuestras caras de besos. Y también ha
habido almas buenas, que nos han traído escudillas de madera, con leche tibia y
fruta. Y todo el mundo se compadecía de nosotros. Porque no saben adónde vamos
y no han oído las voces.
En la tierra hay selvas espesas, y ríos, y
montañas, y caminos llenos de zarzas. Y al final de la tierra está el mar que
pronto cruzaremos. Y al fin del mar está Jerusalén. No tenemos ni ayos ni
guías. Pero todos los caminos nos sirven. Aunque no sepa hablar, Nicolás anda
con nosotros, Alain y Denis, y todas las tierras son parejas e igualmente
peligrosas para los niños. Por todas partes hay selvas espesas, y ríos, y
montañas, y espinos. Pero por todas partes las voces estarán con nosotros. Hay
aquí un niño que se llama Eustacio, y que nació con los ojos cerrados. Mantiene
los brazos tendidos y sonríe. No vemos nosotros más que él. Es una niñita la
que lo guía y lleva su cruz. Se llama Allys. Nunca habla y no llora jamás: tiene
los ojos clavados en los pies de Eustacio, para sostenerlo cuando tropieza. Los
queremos a los dos. Eustacio no podrá ver las santas lámparas del Sepulcro.
Pero Allys le cogerá las manos, para que toque las losas de la tumba.
¡Qué bellas son las cosas de la tierra! No
nos acordamos de nada, porque nunca hemos aprendido nada. Sin embargo, hemos
visto viejos árboles y rocas rojas. Algunas veces pasamos en medio de largas
tinieblas. Algunas veces caminamos hasta la noche por prados claros. Hemos
gritado el nombre de Jesús en las orejas de Nicolás, y él lo conoce. Pero no
sabe decirlo. Se alegra con nosotros de lo que vemos. Porque sus labios pueden
abrirse a la alegría, y nos acaricia los hombros. Y de este modo no son
desgraciados; porque Allys vela por Eustacio y nosotros, Alain y Denis, velamos
por Nicolás.
Nos decían que en los bosques
encontraríamos ogros y fantasmas. Son mentiras. Nadie nos ha espantado; nadie
nos ha hecho daño. Los solitarios y los enfermos vienen a mirarnos, y las
viejas encienden luces para nosotros en las cabañas. Por nosotros hacen sonar
las campanas de las iglesias. Los campesinos se alzan de los surcos para
espiarnos. También los animales nos miran y no huyen. Y desde que caminamos, el
sol se ha vuelto más cálido y no cogemos ya las mismas flores. Pero todos los
tallos pueden trenzarse de la misma forma, y nuestras cruces están siempre
frescas. Por eso tenemos gran esperanza y pronto veremos el mar azul. Y al
final del mar azul está Jerusalén. Y el Señor dejará llegar hasta su tumba a
todos los pequeñuelos. Y las voces blancas serán alegres en la noche.
Croisade des enfants, 1896
Vidas imaginarias. La cruzada de los
niños, trad. Mauro Armiño, Madrid, Valdemar, 2003, págs. 203- 205
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Casualmente me he topado con esta página bloguera y me ha interesado tanto la introducción como el relato de "Los tres pequeñuelos". ¡Qué sorpresas depara Internet! Gracias a quien corresponda.
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