Es bien sencillo.
De pequeño me gustaba jugar en los hormigueros. Con un palito, iba desmoronando el cráter de arena que a ellas tanto trabajo les había costado hacer. Me gustaba verlas correr despavoridas, sin rumbo, desorientadas, encontrándose las unas a las otras en medio del pánico, arrebatándose los últimos vestigios de la debacle que mi palito y yo habíamos originado. Luego, de un puntapié, el hormiguero salía volando y quedaban al descubierto las infinitas galerías, las pequeñas ciudades subterráneas que, con tanto ahínco y tesón, habían escarbado las hormigas durante el invierno.
Por eso ayer noche, cuando salimos en pijama después del terremoto, yo no hacía más que mirar al cielo, por si veía, detrás de las columnas de humo y las llamas de los incendios, las botas inmensas de un niño travieso que, con su palito, había promovido la catástrofe.
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