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Por tradición el abuelo ha sido un
personaje importante en numerosos cuentos, tanto infantiles como para adultos.
A modo de ejemplo, os dejamos tres
historias cortas de tres autores emblemáticos (cuatro, si tenemos en cuenta que
los hermanos Grimm eran dos) en las
que el abuelo es correa de transmisión de historias y valores.
Los autores, además de los citados Grimm,
son Mario Benedetti y Hans Christian Andersen. Los dos primeros, “El abuelo y el nieto” y “Pacto de sangre”, son cuentos
no solo sobre abuelos, sino también sobre la vejez.
Historia corta de los Hermanos Grimm: El abuelo y el nieto
Había una vez un pobre muy viejo que no veía apenas, tenía el oído muy
torpe y le temblaban las rodillas. Cuando estaba a la mesa, apenas podía
sostener su cuchara, dejaba caer la copa en el mantel, y aun algunas veces
escapar la baba. La mujer de su hijo y su mismo hijo estaban muy disgustados
con él, hasta que, por último, lo dejaron en un rincón de un cuarto, donde le
llevaban su escasa comida en un plato viejo de barro. El anciano lloraba con
frecuencia y miraba con tristeza hacia la mesa. Un día se cayó al suelo, y se
le rompió la escudilla que apenas podía sostener en sus temblorosas manos. Su
nuera lo llenó de improperios a los que no se atrevió a responder, y bajó la
cabeza suspirando. Le compraron por un cuarto una tarterilla de madera, en la
que se le dio de comer de allí en adelante.
Algunos días después, su hijo y su nuera vieron a su niño, que tenía
algunos años, muy ocupado en reunir algunos pedazos de madera que había en el
suelo.
–¿Qué haces? –preguntó su padre.
–Una tartera –contestó–, para dar de comer a papá y a mamá cuando sean
viejos.
El marido y la mujer se miraron por un momento sin decirse una palabra.
Después se echaron a llorar, volvieron a poner al abuelo a la mesa; y comió
siempre con ellos, siendo tratado con la mayor amabilidad.
Relato corto de Mario Benedetti: Pacto de sangre
A esta altura
ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi
propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede
pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos
años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.
No hablo. Los
demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo
hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para
que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para
qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.
Esos siete
pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no.
Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por
semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el
enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio.
Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una
toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en
pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al
muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca
mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero
confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más
parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años.
Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida
pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a
él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a
escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de
nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta,
probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo
que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola
y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal
porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia
inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado
cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y
sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más
años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo
quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por
vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle
que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria.
Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro
las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que
acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien
pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello
(¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de
Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura
(¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en
cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de
Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis
pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo
me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin
embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo
correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán
abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez
nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios:
murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan
entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas?
¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En
la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba
cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el
diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que
era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin
agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que
es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo
en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se
imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de
celos, esas porquerías que corroen la convivencia.
Como
contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no
dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo
que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna
manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice
tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el
prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace
catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy
a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No
diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un
mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de
misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi
hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como
si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía
y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que
aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal
vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo.
A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y
una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy
diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería
senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es
así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no
pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo
nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que
podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben
ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos
de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se
fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo
conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben,
¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la
perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la
tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes,
el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a
Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como
ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los
italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado,
etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal
abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas
porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un
insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te
decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita,
eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel,
son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los
blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban
mojados, pero yo te decía no te preocupes, m’hijita, las lágrimas no manchan) y
salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en
un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete
años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay
abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a lo mejor no lo decías, pero no quiero
arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre,
se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre
también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí
en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes
que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal,
papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.
El único que
con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama
Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba
imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi
nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo,
claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba
con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible,
carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había
entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que
me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no
había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que
yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien,
dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con
una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las
arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una
serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me
hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes
como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas
mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol,
lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió
corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y
siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a
que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos.
Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él
responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me
hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra
intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda
a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de
sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena
parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en
realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya
que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa
y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar
que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas
oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña
se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del
bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio
enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor
del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede,
mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso
que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño,
porque no sos ni serás brujo. Y él dice qué lástima y tiene un poco de razón,
porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que
perdí sin remedio antes de los cincuenta.
No soy yo el
único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle,
en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo
sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie
capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas
célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o
cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando
el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos
que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia
hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me
escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para
crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo
eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió.
¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo
¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré
olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El
segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a
hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su
encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él
no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una
vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero
a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca
pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy
a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio
tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos
porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus
fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música
clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que
pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde
está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido
orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro
pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá
la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de
la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque
a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha
llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de
1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo
hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o
cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña
en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben
alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos
escribidor que Braille, y eso que su especialidad es la literatura, pero,
naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta,
en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas
un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo
mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y
Exportaciones. Digamos, frasecitas como “I acknowledge receipt of your kind
letter”, o “Very truly yours”, lo suficiente para que los de allá puedan
contestar “Dear sirs”, o “Gentlemen”. También ese hijo menor a veces me manda
algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión
sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué
quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado. De modo que mis
contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal
abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando
viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del
delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me
mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó
y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braille, ya que
saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si
hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en
la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro
pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un
instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y
sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener
a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más
tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por
quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los
Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va
a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que
empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo
sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta,
aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había
despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que
sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese,
abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca
cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas
de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono,
porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quién hablar. Me
tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo
ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi
edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y
a uno lo toma de sorpresa. A mí no.
Ahora tengo
ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o
doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a
suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso
siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado.
No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de
que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta
cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya
será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada.
No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni
siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con
mis cuentos a otra parte. O a ninguna.
Cuento breve de Hans Christian Andersen: Holger el danés
Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. Está junto al Öresund,
estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses
que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillería,
¡bum!, y él contesta con sus cañones: ¡bum! Pues de esta forma los cañones
dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!». En invierno no pasa por allí ningún
buque, ya que entonces está todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la
costa sueca; pero en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las
banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos países se dicen «¡Buenos
días!» y «¡Muchas gracias!», pero no a cañonazos, sino con un amistoso apretón
de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida
forastera siempre sabe mejor. Pero lo más estupendo de todo es el castillo de
Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside
Holger el Danés. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus
robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mármol, a la que
está pegada. Duerme y sueña, pero en sueños ve todo lo que ocurre allá arriba,
en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un ángel de Dios y le dice que es
cierto lo que ha soñado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues
Dinamarca no se encuentra aún en verdadero peligro. Si este peligro se
presentara, Holger, el viejo danés, se levantaría, y rompería la mesa al
retirar la barba. Volvería al mundo y pegaría tan fuerte, que sus golpes se
oirían en todos los ámbitos de la Tierra.
Un anciano explicó a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el
pequeño sabía que todo lo que decía su abuelo era la pura verdad. Mientras
contaba, el viejo se entretenía tallando una gran figura de madera que
representaría a Holger, destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo
era escultor de madera, o sea, un hombre que talla figuras para espolones de
barcos, figuras que van de acuerdo con el nombre del navío. Y en aquella
ocasión había representado a Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la
ancha espada de combate en una mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo
adornado con las armas danesas.
El abuelo contó tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de
Dinamarca, que el nieto creyó al fin que sabía tanto como el propio Holger, el
cual, además, se limitaba a soñarlas; y cuando se fue a acostar, se puso a
pensar tanto en aquello, que aplicó la barbilla contra la colcha y se dio a
creer que tenía una luenga barba pegada a ella.
El abuelo se había quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la última
parte del mismo, que era el escudo danés. Cuando ya estuvo listo contempló su
obra, pensando en todo lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche había
explicado al muchachito. Hizo un gesto con la cabeza, se limpió las gafas y,
volviendo a sentarse, dijo:
–Durante el tiempo que me queda de vida, seguramente no volverá Holger;
pero ese pequeño que duerme ahí tal vez lo vea y esté a su lado el día que sea
necesario.
Y el viejo abuelo repitió su gesto, y cuanto más examinaba su Holger, más
se convencía de que había hecho una buena talla; le pareció que cobraba color,
y que la armadura brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los
corazones se enrojecían gradualmente, y los leones coronados, saltaban.
–Es el escudo más hermoso de cuantos existen en el mundo entero –dijo el
viejo–. Los leones son la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor.
Contempló el primer león y pensó en el rey Knud, que incorporó la gran
Inglaterra al trono de Dinamarca; y al considerar el segundo recordó a
Waldemar, unificador de Dinamarca y conquistador de los países vendos; el
tercer león le trajo a la memoria a Margarita, que unió Dinamarca, Suecia y
Noruega. Y cuando se fijó en los rojos corazones, le parecieron que brillaban
aún más que antes; eran llamas que se movían, y sus, pensamientos fueron en pos
de cada uno de ellos.
La primera llama lo condujo a una estrecha y oscura cárcel, ocupada por una
prisionera, una hermosa mujer, hija de Cristián IV: Leonora Ulfeldt; y la llama
se posó, cual una rosa, en su pecho, floreciendo y brillando con el corazón de
la mejor y más noble de todas las mujeres danesas.
–Sí, es uno de los corazones del escudo de Dinamarca –dijo el abuelo. Y
luego su mente se dirigió a la llama segunda, que lo llevó a alta mar, donde
los cañones tronaban, y los barcos aparecían envueltos en humo; y la llama se
fijó, como una condecoración, en el pecho de Hvitfeldt, cuando, para salvar la
flota, voló su propio barco con él a bordo.
La tercera llama lo transportó a las míseras cabañas de Groenlandia, donde
el párroco Hans Egede realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la
llama era una estrella en su pecho, un corazón en las armas danesas.
Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues
sabía adónde iba ésta. En la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de
pie, escribía con tiza su nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho
y en su corazón; en aquella humilde estancia, su corazón pasó a forzar parte
del escudo danés. Y el viejo se secó los ojos, pues había conocido al rey
Federico, con sus cabellos de plata y sus nobles ojos azules, y por él había
vivido. Y juntando las manos se quedó inmóvil, con la mirada fija. Entró
entonces su nuera a decir al anciano que era ya muy tarde y hora de descansar,
y que la mesa estaba puesta.
–Pero, ¡qué hermosa estatua has hecho, abuelo! –exclamó la joven–. ¡Holger
y nuestro escudo completo! Diría que esta cara la he visto ya antes.
–No, tú no la has visto –dijo el abuelo–, pero yo sí, y he procurado
tallarla en la madera, tal y como la tengo en la memoria. Cuando los ingleses
estaban en la rada el día 2 de abril, supimos demostrar que éramos los antiguos
daneses. A bordo del «Dinamarca», donde yo servía en la escuadra de Steen
Bille, había a mi lado un hombre; se habría dicho que las balas le tenían
miedo. Cantaba alegremente viejas canciones, mientras disparaba y combatía como
si fuese un ser sobrehumano. Me acuerdo todavía de su rostro; pero no sé, ni lo
sabe nadie, de dónde vino ni adónde fue. Muchas veces he pensado si sería
Holger, el viejo danés, en persona, que habría salido de Kronborg para acudir
en nuestra ayuda a la hora del peligro. Esto es lo que pensé, y ahí está su
efigie.
Y la figura proyectaba una gran sombra en la pared e incluso sobre parte
del techo; parecía como si allí estuviese el propio Holger, pues la sombra se
movía; claro que podía también ser debido a que la llama de la lámpara ardía de
manera irregular. La nuera dio un beso al abuelo y lo acompañó hasta el gran sillón
colocado delante de la mesa, y ella y su marido, hijo del viejo y padre del
chiquillo que dormía en la cama, se sentaron a cenar. El anciano habló de los
leones y de los daneses, de la fuerza y la clemencia, y explicó de modo bien
claro que existía otra fuerza, además de la espada, y señaló el armario que
guardaba viejos libros; allí estaban las comedias completas de Holberg, tan
leídas y releídas, que uno creía conocer desde hacía muchísimo tiempo a todos
sus personajes.
–¿Ven? Éste también supo zurrar –dijo el abuelo–. Hizo cuanto pudo por
acabar con todo lo disparatado y torpe que había en la gente.
Y, señalando el espejo sobre el cual estaba el calendario con la Torre
Redonda, dijo:
–También Tico Brahe manejó la espada, pero no con el propósito de cortar
carne y quebrar huesos, sino para trazar un camino más preciso entre las
estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo padre fue de mi profesión, el hijo del
viejo escultor, aquel a quien yo mismo he visto, con su blanco cabello y anchos
hombros, aquel cuyo nombre es famoso en todos los países de la Tierra. Sí, él
sabía esculpir, yo sólo sé tallar. Sí, Holger puede aparecérsenos en figuras
muy diversas, para que en todos los pueblos se hable de la fuerza de Dinamarca.
¿Brindamos a la salud de Bertel?
Pero el pequeño, en su cama, veía claramente el viejo Kronborg y el
Öresund, y veía al verdadero Holger allá abajo, con su barba pegada a la mesa
de mármol, soñando con todo lo que sucede acá arriba. Y Holger soñaba también
en la reducida y pobre vivienda del imaginero, oía cuanto en ella se hablaba,
y, con un movimiento de la cabeza, sin despertar de su sueño, decía:
–Sí, se acuerdan de mí, daneses, reténganme en su memoria. No los
abandonaré en la hora de la necesidad.
Allá, ante el Kronborg, brillaba la luz del día, y el viento llevaba las
notas del cuerno de caza a las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban
sus salvas: ¡bum! ¡bum!, y desde el castillo contestaban: ¡bum! ¡bum! Pero
Holger no se despertaba, por ruidosos que fuesen los cañonazos, pues sólo
decían: «¡Buenos días!», «¡Muchas gracias!». De un modo muy distinto tendrían
que disparar para despertarlo; pero un día u otro despertará, pues Holger el
danés es de recia madera.
Miles de cuentos completos
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