domingo, 29 de diciembre de 2019

Relato navideño de Azorín: El primer milagro



Azorín

Si los ingleses tienen en el avaro Mr.Scrooge de Charles Dickens una de sus cumbres  literarias, los españoles tenemos al avaro de Azorín que domina, con su ira y arrogancia, el cuento “El primer milagro”, una historia corta de gran altura literaria, donde todo (tanto el lenguaje como la trama) es armonía y equilibrio.  
El relato navideño “El primer milagro” apareció por primera vez en el Número Almanaque (1927) de la revista Blanco y Negro.

Recordemos que Azorín no era el apellido de este ilustre escritor madrileño, miembro de la afamada Generación del 98, sino su sobrenombre. Fuera de los libros, se llamaba José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (18663–1967). Autor prolífico como pocos, escribió ensayo, artículos de prensa, novela y más de 600 cuentos.


Cuento navideño de Azorín: El primer milagro

La tarde va declinando; se filtran los postreros destellos de sol por el angosto ventanito del sótano. Todo está en silencio. Las manos del anciano van removiendo, como si fuera una blanda masa, el montón de monedas de oro, relucientes, que está sobre la mesa. El anciano tiene una larga barba entrecana; los ojos aparecen hundidos. Los últimos fulgores del sol van desapareciendo; por el tragaluz ya sólo se escurre una débil y difusa claridad. Las monedas vuelven a la recia y sólida arca. El anciano cierra la puerta con un cerrojo, con dos, con una armella, con unas barras de hierro, y luego asciende, lento, por la angosta escalerita. Ya está en la casa. La casa se levanta en un extremo del pueblo; se halla rodeada de extenso vergel, y tiene, a un lado, una accesoria para labriegos y servidumbre. El anciano camina lentamente por la casa; su índica –el de la mano derecha– pasa y repta sobre la curvada nariz. Al pasar por un corredor ha visto el viejo una puerta abierta; esta puerta ha mandado él que esté siempre cerrada. Se detiene un momento el viejo; da una voz de pronto; le enardece la cólera; acude un criado; el viejo impropera al criado, se acerca a él, le grita en su propia cara. Tiembla el pobre servidor, y prorrumpe en palabras de excusa. Y el viejecito de la barba larga prosigue su camino. De pronto se detiene otra vez; ha visto sobre un mueble unas migajas de pan. La cosa es insólita. No puede creer el anciano lo que ven sus ojos. Llegarán, por este camino, a dispersar, destruir su hacienda. Han estado aquí, sin duda, comiendo pan –pan salido, indudablemente, de la despensa–, y han dejado caer unas migajas. Y ahora su cólera es terrible. La casa se hunde a gritos; la mujer del viejo, los hijos, los criados, todos, todos, le rodean suspensos, temblorosos, mohinos, tristes. Y el viejo prosigue con sus gritos, con sus denuestos, con sus improperios, con sus injurias.

 La hora de cenar ha llegado. Antes ha conversado el anciano con los cachicanes que llegan todas las noches de las heredades cercanas. Todos han de darle cuenta–cuenta menudísima, detallada– de la jornada diaria. No puede acostarse ningún día el viejo sin que sepa, concretamente, en qué se ha gastado el más pequeño dinero y qué es lo que han hecho, minuto por minuto, todos sus servidores. La relación de los labrantines se desliza entreverada por los gritos y denuestos del anciano. Y todos sienten ante él un profundo pavor.

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 El pastor se ha retrasado un poco esta noche. El pastor regresa de los prados próximos al pueblo, todas las noches, poco antes de sentarse a la mesa el anciano. El pastor apacienta una punta de cabras y un hatillo de carneros. Cuando llega, después de la jornada, por la noche, encierra su ganado en una corraliza del huerto y se presenta al amo para dar cuenta de la jornada del día. El anciano, un poco impaciente, se ha sentado a la mesa. Le intriga la tardanza del pastor. La cosa es verdaderamente extraña. A un criado que tarda en traerle una vianda –retraso de un minuto–, el anciano le grita desaforadamente. El criado se desconcierta; un plato cae al suelo; la mujer y los hijos del viejo se muestran despavoridos; sin duda, ante esta catástrofe –la caída de un plato–, la casa se va a venir abajo con el vociferar colérico, iracundo, tempestuoso, del viejo. Y, en efecto, media hora dura la terrible cólera del anciano. El pastor aparece en la puerta; trae cara de quien va a ser ajusticiado; en mal momento va a dar cuenta de su misión del día.
–¿Ocurre alguna novedad? – pregunta el viejo al pastor
 El pastor tarda un instante en responder; con el sombrero en la mano, mira absorto, indeciso, al señor.
–Ocurrir, como ocurrir –dice al cabo–, no ocurre nada…
–Cuando tú hablas de eso modo es que ha ocurrido algo…
–Ocurrir, como ocurrir… –repite el pastor dando vueltas entre las manos al sombrero.
–¡Sois unos idiotas, mentecatos, estúpidos! ¿No sabéis hablar? ¿No tienes lengua? Habla, habla…
 Y el pastor, trémulo, habla. No ocurre novedad, no ha sucedido nada durante el día. Los carneros y las cabras han pastado, como siempre, en los prados de los alrededores. Los carneros y las cabras siguen perfectamente; han pastado bien; si, han pastado como todos los días… El viejo se impacienta.
–¡Pero, idiota, acabarás de hablar! –grita colérico.
 Y el pastor dice, repite, torna a repetir que no ha ocurrido nada. No ha ocurrido nada; pero en el establo que se halla a la salida del pueblo, junto a la era –establo y era propiedad del señor–, ha visto, cuando regresaba el pastor a casa, una cosa que no había visto antes. Ha visto que dentro del establo había gente.
 El viejo, al escuchar esas palabras, da un salto. No puede contenerse; se levanta, se acerca al pastor y le grita:
–¿Gente en el establo? ¿El establo que está junto a la era? Pero…, pero ¿es que no se respeta ya la propiedad? ¿Es que os habéis propuesto arruinarme todos?
 El establo son cuatro paredillas ruinosas; la puerta –de madera carcomida, desvencijada– puede abrirse con facilidad; una ventanita, abierta en la pared del fondo, da a la era. Ha entrado gente en el establo; se han instalado allí; pasarán allí la noche; tal vez estén viviendo allí desde hace días. Y todo esto en la propiedad, en la sagrada propiedad del viejo. Y sin pedirle a el permiso. Ahora la tormenta de cólera es tan grande, más grande, más estruendosa que antes. Sí, sí; indudablemente todos se han propuesto arruinar al pobre anciano; todos, descuidados, manirrotos, sin parar atención en la hacienda, se han propuesto que este anciano acabe en la pobreza, en la miseria. El caso de ahora es terrible; no se ha visto nunca cosa semejante; nunca ha entrado nadie en una propiedad –casa o tierra– de este viejo señor. Y el viejo señor, ante hecho tan peregrino, estupendo, decide ir él mismo a comprobar el desafuero, a remediarlo, a echar del establo a esos vagabundos.
¿Qué gente era? –le pregunta al pastor
 Pues eran…, pues eran –replica titubeante el pastor– pues era un hombre y una mujer.
¿Un hombre y una mujer? Pues ahora veréis.
 Y el viejo de la larga barba ha cogido su sombrero, ha empuñado el bastón y se ha puesto en camino hacia la era próxima al pueblo.
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 La noche es clara, límpida, diáfana; brillan –como las moneditas de oro antes– las estrellitas en el cielo. Todo está sosegado; el silencio es grato, profundo. El anciano va caminando solo, nerviosamente, vibrando de cólera. Da fuertes golpazos con el callado en el suelo. La silueta del establo ante la blancura de la era, se percibe a lo lejos, sobre el cielo de un azul oscuro. Ya va llegando el anciano a las paredillas ruinosas. La puerta está cerrada. La mano del viejo pasa y repasa por la luenga barba. No quiere el viejo penetrar de pronto por la puerta. Se detiene un momento, y luego, despacito, se va acercando a la ventanita que da a la era. Se ve dentro un vivo resplandor. El anciano va a aplicar su cara hacia la ventana. Y sus ojuelos vivarachos están cerca del angosto hueco. La mirada del anciano penetra en lo interior. Y, de repente, el viejo lanza un grito, un grito que se esfuerza, un segundo después, por reprimir. La sorpresa ha paralizado los movimientos del anciano. A la sorpresa sucede la admiración, a la admiración, la estupefacción profunda. Todo el cuerpo del anciano está clavado junto a la pared con sólida inmovilidad. La respiración del viejo es anhelosa. Jamás ha visto el viejo lo que ha visto ahora; esto que el anciano contempla no lo han contemplado, sin duda, nunca ojos humanos. No se aparta la mirada del viejo del interior del establo. Pasan los minutos, pasan las horas insensiblemente. El espectáculo es maravilloso, sorprendente. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cómo medir el tiempo ante tan peregrino espectáculo? Tiene la sensación el anciano de que han pasado muchas horas, muchos días, muchos años… El tiempo no es nada al lado de esta maravilla, única en la tierra.

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 Regresaba lentamente, absorto, meditativo, el vio a su casa de la ciudad. Han tardado en abrirle la puerta, y él no ha dicho nada. Dentro de la casa, una criada ha dejado caer la vela cuando iba alumbrándole, y él no ha tenido ni la más leve palabra de reproche. Con la cabeza baja, reconcentrado, iba andando por los corredores como un fantasma. Su mujer, que le ha recibido en una sala, al hacer un movimiento brusco, ha derribado un mueble; han caído al suelo unas figuritas, y se han roto. El anciano no ha dicho nada. La sorpresa ha paralizado a la esposa del caballero. La sorpresa, el asombro ante la insólita mansedumbre del viejo ha sobrecogido a todos. El anciano, encerrado en un profundo mutismo, se ha sentado en un sillón. Sentado, ha dejado caer la cabeza sobre el pecho, ha estado meditando un largo rato. Le han llamado después –como se llama a un durmiente–, y él, con mansedumbre, con bondad, dócilmente cual un niño, se ha dejado llevar hasta la cama y ha consentido que le fueran desnudando. Y a la mañana siguiente, el viejo ha continuado silencioso, absorto; a unos pobres que han llamado a la puerta les ha entregado un puñado de monedas de plata. De su boca no sale ni la más leve palabra de cólera. La estupefacción es profunda en todos. De un monstruo se ha trocado en un niño el viejo señor. Su mujer, los hijos, están alarmados; no pueden imaginar tal cambio; algo grave debe de ocurrirle al viejo; durante su paseo, por la noche, a la era, al establo, algo ha debido de ocurrirle. Esta mansedumbre de ahora es acaso más terrible que las cóleras de antes; acaso pueda ser nuncio este abatimiento de algún grave mal. Todos miran, observan, examinan al anciano en silencio, recelosos, inquietos. No se deciden a interrogarle; él se obstina en su mutismo. Y la mujer, al cabo, dulcemente, con precauciones, interroga al anciano. El coloquio es largo, prolijo; el viejo no accede a revelar su secreto. Y al cabo, tras el mucho porfiar, con dulzura, de la mujer ha puesto, para hablar, para hacer la revelación suprema, sus labios. El asombro se pinta en la cara de la esposa.
¡Tres reyes y un niño! –exclama sin poder contenerse.
 Y el anciano le indica que calle, poniéndose el índice de través en la boca. Sí, sí, la mujer callará. Callará, pero pensará siempre lo que está pensando ahora. No sabe la buena señora qué es peor, si lo de antes –la cólera de antes– o esta locura, sí, locura, de ahora. ¡Tres reyes en un establo y un niño! Evidentemente; durante su paseo nocturno debió de ocurrirle algo al anciano. Poco a poco se difunde por la casa la noticia de que la mujer del anciano conoce el secreto de éste; preguntan los hijos a la madre; la madre se resiste a hablar; al cabo, pegando la boca al oído de la hija, revela el secreto del padre. Y la exclamación no se hace esperar.
–¡Qué locura! ¡Pobre!
 La servidumbre se entera de que los hijos conocen la causa del mutismo del señor; no se atreven, por lo pronto, a interrogar a los hijos; al cabo, una sirvienta anciana, que lleva en la casa treinta años, pregunta a la hija. Y la hija, poniendo sus labios a la par del oído de la anciana, le dice unas palabras.
–¡Oh, qué locura! ¡Pobre, pobre señor! –exclama la vieja.
 Poco a poco la noticia se ha ido difundiendo por toda la casa. Sí; el señor está loco; padece una singular locura; todos mueven a un lado la cabeza tristemente, compasivamente, cuando hablan del anciano. ¡Tres reyes y un niño en un establo! ¡Pobre señor!
 Y el viejo de la larga barba, sin impaciencias, sin irritación, sin cóleras, va viendo, en profundo sosiego, cómo pasan los días. A la mansedumbre se junta en su persona la persona la liberalidad. Da de su dinero a los pobres, a los necesitados; tiene palabras dulces para todos, exorables. Y todos en la casa, asombrados, recelosos, entristecidos –sí, entristecidos–, le miran con mirada larga y piadosa. El señor se ha vuelto loco; no puede ser de otra manera. ¡Tres reyes en un establo! La mujer, inquieta, va a buscar a un famoso doctor. Este doctor es un hombre muy sabio; conoce las propiedades de los simples, de las piedras y las plantas. Cuando ha entrado el doctor a la casa le han conducido a presencia del viejo; ha dejado éste hacer al doctor; parecía un niño, un niño dócil y débil. El doctor le ha ido examinando; le interrogaba sobre la vida, sobre sus costumbres, sobre su alimentación. El anciano sonríe con dulzura. Y cuando le ha revelado su secreto al doctor, después de un prolijo interrogatorio, el doctor ha movido la cabeza, asistiendo, como se asiente, para no desazonarlo, a los despropósitos de un loco.
–Sí, sí –decía el doctor–. Sí, sí; es posible. Sí, sí; tres reyes y un niño en un establo.
 Y otra vez tornaba a mover la cabeza. Y cuando se han despedido, en el zaguán, a la mujer del anciano, que le interrogaba ansiosamente, ha dicho:
–Locura pacífica, sí; una locura pacífica. Nada de peligro; ningún cuidado. Loco, sí, pero pacífico.
 Esperemos… 


martes, 24 de diciembre de 2019

El perro muerto (un cuento de Tolstói)


Lev Tolstoi

Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a sus discípulos para preparar la cena. Él, impelido al bien y a la caridad, internose por las calles hasta la plaza del mercado.
Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y acercose para ver qué cosa podía llamarles la atención.
Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarle por el lodo. Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura se había ofrecido a los ojos de los hombres.
Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.
–Esto emponzoña el aire –dijo uno de los presentes.
–Este animal putrefacto estorbará la vía por mucho tiempo –dijo otro.
–Mirad su piel –dijo un tercero–; no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.
–Y sus orejas –exclamó un cuarto– son asquerosas y están llenas de sangre.
–Habrá sido ahorcado por ladrón –añadió otro.
Jesús les escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo:
–¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las perlas! –dijo.
Entonces el pueblo, admirado, volviose hacia Él, exclamando:
–¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo Él podría encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto…!
Y todos, avergonzados, siguieron su camino, postrándose ante el Hijo de Dios.

La relación personal entre Tolstoi y Dostoievski



martes, 17 de diciembre de 2019

Cuento de Nochebuena (Rubén Darío)

Rubén Darío


Cuento de Nochebuena (Rubén Darío)

El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: “¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso…”. Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.
Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea…; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros…, era el órgano de Longinos que, acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:
–¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!
Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.
Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: ‘Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.’ No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.
Y sucedió que –tal como en los días del cruel Herodes– los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes…
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
–Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?
¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista… ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza… De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar… resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia…
El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial labrada en mármol.

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sábado, 14 de diciembre de 2019

Cuento de Navidad (Ray Bradbury)





Cuento de Navidad, una historia corta de Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
–¿Qué haremos?
–Nada, ¿qué podemos hacer?
–¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
–Ya se me ocurrirá algo –dijo el padre.
–¿Qué…? –preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
–Quiero mirar por el ojo de buey.
–Todavía no –dijo el padre–. Más tarde.
–Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
–Espera un poco –dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
–Hijo mío –dijo–, dentro de medía hora será Navidad.
–Oh –dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
–Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
–Sí, sí. todo eso y mucho más –dijo el padre.
–Pero… –empezó a decir la madre.
–Sí –dijo el padre–. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
–Ya es casi la hora.
–¿Me prestas tu reloj? –preguntó el niño.
El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.
–¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
–Ven, vamos a verlo –dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
–No entiendo.
–Ya lo entenderás –dijo el padre–. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
–Entra, hijo.
–Está oscuro.
–No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
–Feliz Navidad, hijo –dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

Cuento breve recomendado: “La carretera”, de Ray Bradbury

lunes, 9 de diciembre de 2019

Cuento sobre la gula: Las tres misas (Alphonse Daudet)



Cuento de Alphonse Daudet: Las tres misas

I
–¿Dos pavos trufados, Garrigú?
–Sí, mi reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufas, y puedo decirlo porque yo mismo ayudé a rellenarlos. Parecía que el pellejo iba a reventar al asarse, tan estirado estaba…
–¡Jesús María, y a mí que me gustan tanto las trufas! Dame pronto la sobrepelliz, Garrigú. Y ¿qué más has visto en la cocina, fuera de los pavos?
–¡Oh, una porción de cosas buenas! Desde mediodía no hemos hecho otra cosa que pelar faisanes, abubillas, ortegas, gallos silvestres. Las plumas volaban por todas partes… Después, trajeron del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…
–¿De qué tamaño eran las truchas, Garrigú?
–De este tamaño, mi reverendo. ¡Enormes!
–¡Oh, Dios mío, me parece estarlas viendo! ¿Pusiste el vino en las vinajeras?
–Sí, mi reverendo, he puesto vino en las vinajeras… ¡Pero, caramba!, no se parece al que beberá usted después de la misa de medianoche. Si viera en el comedor del castillo los botellones que resplandecen llenos de vino de todos colores… Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, los candelabros, las flores… ¡Nunca se ha visto una cena de nochebuena semejante! El señor Marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. En la mesa habrá cuarenta personas, sin contar al juez ni al escribano… ¡Ah, qué suerte tiene usted, que es de la partida, mi reverendo!. Sólo con haber olfateado los hermosos pavos, el perfume me sigue a todas partes… ¡Ah!
–Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de la gula, sobre todo en la noche de Navidad. Ve pronto a encender los cirios y a dar el primer toque para la misa, porque las doce se acercan y no hay que retrasarse…
Esta conversación se mantenía la nochebuena del año de gracia de mil seiscientos y tantos, entre el reverendo don Balaguer, ex prior de los Carmelitas, entonces capellán a sueldo de los señores de Trinquelague, y su monaguillo Garrigú, o lo que él creía su monaguillo Garrigú, porque deben saber que aquella noche el diablo había tomado la cara redonda y los rasgos indecisos del joven sacristán, para hacer caer mejor en la tentación al reverendo padre, haciéndole cometer un espantoso pecado de gula. Así, pues, mientras el pretendido Garrigú (¡hum, hum!) hacía repicar a todo trapo las campanas de la capilla del castillo, el reverendo acababa de ponerse la sobrepelliz en la pequeña sacristía, con el espíritu turbado ya por todas aquellas descripciones gastronómicas; y decía para sí, vistiéndose:
–¡Pavos asados… carpas doradas… truchas de este porte!
Afuera soplaba el viento de la noche, difundiendo la música de las campanas, y al propio tiempo iban apareciendo luces en la sombra, en las cuestas del monte Ventoux, en cuya cima se levantaban las viejas torres de Trinquelague. Eran las familias de los cortijeros, que iban a oír la misa del gallo en el castillo. Trepaban la cuesta, cantando, en grupos de cinco o seis, el padre adelante, linterna en mano, las mujeres envueltas en sus grandes mantos oscuros, en que se estrechaban y abrigaban sus hijos. A pesar de la hora y del frío, todo aquel buen pueblo caminaba regocijado, animado por la idea de que, al salir de misa y como todos los años, tendría la mesa puesta en las cocinas. De tiempo en tiempo, sobre la cuesta ruda, la carroza de algún señor, precedida por lacayos con antorchas, hacía resplandecer sus cristales a la luz de la luna, alguna mula trotaba agitando los cascabeles, y a la luz de las teas envueltas en la bruma, los campesinos reconocían al juez, y lo saludaban al paso:
–Buenas noches, buenas noches, maese Arnoton.
–Buenas noches, buenas noches, hijos míos.
La noche era clara, las estrellas parecían reavivadas por el frío; el cierzo picaba y la escarcha fina, deslizándose sobre los vestidos sin mojarlos, conservaba fielmente la tradición de las nochebuenas blancas de nieve. Allá, en lo alto de la cuesta, el castillo aparecía como la meta de todos los caminantes, con su enorme masa de torres, techos y coronamientos, la torre de la capilla irguiéndose en el cielo negro, y una multitud de lucecitas que parpadeaban, iban, venían, se agitaban en todas las ventanas, y parecían, sobre el fondo oscuro del edificio, chispas que corrieran por las cenizas de un papel quemado…
Una vez transpuesto el puente levadizo y la poterna, era necesario, para llegar a la capilla, atravesar el primer patio, lleno de carrozas, de criados, de sillas de mano, todo iluminado por la luz de las antorchas y las llamaradas de las cocinas.
Se oía el rumor de los asadores, el estrépito de las cacerolas, el choque de los cristales y la vajilla de plata, movidos para los preparativos de una comida, y por encima de todo aquello, se extendía un vapor tibio que olía bien, a las carnes asadas y a las hierbas perfumadas de las salsas, lo que hacía decir a los cortijeros, como al capellán, como al juez, como a todo el mundo:
–¡Qué excelente cena vamos a tener después de la misa!


II
¡Tilín!… ¡Tilín!… ¡Tilín!…
La misa de media noche comienza. En la capilla del castillo, que es una catedral en miniatura, de arcos entrecruzados y zócalos de roble que cubren las paredes, se han tendido todas las colgaduras, se han encendido todos los cirios. ¡Y cuánta gente! ¡Y qué trajes! En primer lugar, sentados en los sillones esculpidos que rodean el coro, están el señor de Trinquelague, vestido de tafetán color salmón, y a su lado los nobles señores invitados. Enfrente, en reclinatorios tapizados de terciopelo, se han instalado la anciana marquesa viuda, con su vestido de brocado color de fuego, y la joven señora de Trinquelague, con la cabeza cubierta por una alta torre de encaje, plegada a la última moda de la corte de Francia. Más abajo se ve, vestidos de negro, con grandes pelucas puntiagudas y rostros afeitados, al juez Tomás Arnoton y al escribano maese Ambroy, dos notas graves entre las sedas vistosas y los damascos recamados Luego vienen los gordos mayordomos, los pajes, los picadores, los intendentes, la dueña Bárbara, con todas sus llaves colgadas de la cintura, en un llavero de plata fina. En el fondo, sentados en escaños, están los de menor cuantía, las criadas, los cortijeros con sus familias, y más allá, al lado mismo de la puerta que abren y cierran discretamente, los señores marmitones que van, entre dos salsas, a oír un poco de misa y a llevar un olorcillo de cena a la iglesia de fiesta, entibiada con tantos cirios encendidos.
¿Es la vista de sus gorras blancas lo que tanto distrae al oficiante? ¿No sería, más bien, la campanilla de Garrigú, esa endiablada campanilla que se agita al pie del altar con infernal precipitación, y que parece estar diciendo a cada rato?
–¡Despachemos, despachemos!.. Cuánto más pronto hayamos concluido, más pronto nos sentaremos a la mesa.
El hecho es que cada vez que suena aquella campanilla del demonio, el capellán se olvida de su misa y no piensa sino en la cena. Se figura las cocinas rumorosas, los hornillos en que arde un fuego de fragua, el vaho que sale de las cacerolas entreabiertas, y entre aquel vaho dos magníficos pavos, rellenos, reventando, constelados de trufas…
O bien ve pasar filas de pajes llevando fuentes envueltas en tentador humillo, y entra con ellos en el gran salón dispuesto ya para el festín. ¡Oh delicia! Aquí está la inmensa mesa, atestada y resplandeciente, los pavos adornados con sus plumas, los faisanes abriendo sus alas rojizas, los botellones color rubí, las pirámides de frutas brillando entre las ramas verdes, y los maravillosos pescados de que hablaba Garrigú, (¡Garrigú, hum!) tendidos en un lecho de hinojo, con la escama nacarada como si acabaran de salir del agua, y con un ramilletito de hierbas aromáticas en su boca de monstruos. Tan viva es la visión de aquellas maravillas, que a don Balaguer le parece que todos aquellos platos estupendos están servidos delante de él, sobre los bordados del mantel del altar, y dos o tres veces, en lugar de decir Dominus vobiscum, llegó a decir Benedicite… Fuera de esas pequeñas equivocaciones, el buen hombre despacha el oficio divino muy concienzudamente, sin saltar una línea, sin omitir una genuflexión, y todo anda muy bien hasta el fin de la primera misa, pues ya sabéis que el día de Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.
–¡Y va una! –se dijo el capellán, lanzando un suspiro de alivio; luego, sin perder un minuto, hizo señas a su monaguillo, o al que creía su monaguillo, y…
–¡Tilín!… ¡Tilín!… ¡Tilín!…
La segunda misa comienza, y con ella el pecado de don Balaguer.
“¡Vaya!, despachemos”, le grita con su vocecita agria la campanilla de Garrigú, y esa vez el desgraciado oficiante, entregado completamente al demonio de la gula, se lanza sobre el misal, y devora las páginas con la avidez de un espíritu sobreexcitado. Se inclina, se levanta frenéticamente, esboza apenas las señales de la cruz, las genuflexiones, acorta todos sus ademanes para acabar más ligero… Apenas si extiende los brazos cuando el Evangelio; apenas si se golpea el pecho en el Confiteor. Parece que entre el monaguillo y él apostaran a quién balbucea con más prisa. Los versículos y las respuestas se precipitan, se atropellan. Las palabras medio pronunciadas, sin abrir la boca, cosa que tomaría demasiado tiempo, terminan en murmullos incomprensibles.
Oremus… ps… ps… ps.
Mea culpa… pa… pa…
Como vendimiadores apurados pisando la uva del tonel, ambos chapuzan en el latín de la misa, enviando salpicaduras a todos lados.
–¡Dom… scum!.. –dice Balaguer.
Stutuo… –contesta Garrigú.
Y mientras tanto la campanilla sigue repiqueteando a sus oídos, como los cascabeles que se ponen a los caballos de posta para hacerlos galopar con mayor rapidez. Ya pueden ustedes darse cuenta de que una misa rezada tiene que terminar muy pronto de ese modo…
–¡Y van dos! –dijo el capellán, jadeante.
Luego, sin perder tiempo en respirar, rojo, sudando, baja a la carrera las gradas del altar, y…
–¡Tilín!… ¡Tilín!… ¡Tilín!…
Comienza la tercera misa. Ya no hay que dar sino unos cuantos pasos para llegar al comedor; pero ¡ay! a medida que se aproxima la cena, el infortunado Balaguer se siente acometido por una locura de impaciencia y de glotonería. Su visión se acentúa, las carpas doradas, los pavos asados están allí, allí… los toca… los… ¡Oh, Dios mío!... Las fuentes humean, los vinos embalsaman… Y sacudiendo su badajo endiablado, la campanilla le grita:
–¡Ligero, ligero, más ligero!…
Pero ¿cómo andar más ligero? Sus labios se mueven apenas. Ya no pronuncia las palabras… Sólo que trampeara completamente a Dios y le escamoteara su misa… ¡Y es lo que hace el desdichado! De tentación en tentación comienza por saltar un versículo, luego dos. Luego, la epístola es demasiado larga y no la termina, roza apenas el Evangelio, pasa ante el credo sin entrar en él, saltea el padrenuestro, saluda de lejos el prefacio, y a saltos y brincos se precipita en la condenación eterna, seguido siempre por el infame Garrigú, (¡Vade retro, Satanás!) que lo secunda con maravillosa comprensión, le levanta la casulla, vuelve las hojas de dos en dos, maltrata los atriles, vuelca las vinajeras, y sacude sin cesar la campanilla, cada vez más fuerte, cada vez más ligero…
¡Hay que ver la cara sorprendida de todos los concurrentes! Obligados a seguir por la mímica del sacerdote aquella misa de la que no entienden una palabra, unos se levantan cuando otros se arrodillan, se sientan cuando los demás se ponen de pie, y todas las fases de aquel oficio singular se confunden en los escaños en una multitud de actitudes diversas. La estrella de Navidad, en camino por los senderos del cielo, dirigiéndose hacia el pequeño establo, palidece de espanto al ver aquella confusión…
–El abate anda demasiado a prisa… No se le puede seguir –murmura la anciana viuda agitando la cofia con desvarío.
Maese Arnoton, con sus anteojos de acero sobre las narices, busca en su libro de misa por dónde diablos pueden ir. Pero, en el fondo, toda aquella buena gente, que piensa también en cenar, no se disgusta ni mucho menos de que la misa vaya como por la posta, y cuando don Balaguer, con la cara radiante, se vuelve hacia la concurrencia gritando con todas sus fuerzas el ¡lte missa est! todos a una voz, en la capilla, le contestan con un Deo gratias tan alegre, tan arrebatador, que parece el primer brindis en la gran mesa de la cena…


III
Cinco minutos después la multitud de señores se sentaba en la gran mesa del comedor, con el capellán en medio. El castillo, iluminado de arriba abajo, retumbaba con cantos, gritos, risas, rumores, y el venerable don Balaguer clavaba el tenedor en un ala de ave, ahogando el remordimiento de su pecado bajo los torrentes del buen vino del papa, y los excelentes jugos de los manjares. Tanto comió y bebió el pobre santo varón, que aquella misma noche murió de una indigestión terrible, sin haber tenido siquiera tiempo de arrepentirse; luego, a la madrugada, llegó al cielo, todo rumoroso aun por las fiestas de la noche, y ya se imaginarán ustedes de qué manera se le recibió:
–¡Retírate de mí vista, mal cristiano! –le dijo el soberano Juez, nuestro amo y señor–. Tu falta es bastante grande para borrar una vida entera de virtud… ¡Ah, me has robado una misa de Navidad!… Pues bien: me pagarás trescientas en su lugar, y no entrarás al paraíso sino cuando hayas celebrado en tu propia capilla esas trescientas misas de Navidad, en presencia de todos cuantos han pecado por tu culpa y contigo…
Tal es la leyenda de don Balaguer, como se cuenta en el país de los olivos. Hoy el castillo de Trinquelague no existe ya, pero la capilla se mantiene aún en pie en la cumbre del monte Ventoux, entre un grupo de encinas verdes. El viento hace golpear la puerta dislocada, la hierba invade el umbral; hay nidos en los rincones del altar y en el alféizar de las altas ventanas, cuyos vidrios de colores han desaparecido ya hace mucho. Pero parece que todos los años, para nochebuena, una luz sobrenatural vaga por aquellas ruinas, y que, al acudir a las misas y a las cenas, los campesinos ven aquel espectro de capilla iluminado con cirios invisibles que arden al aire, hasta bajo la nieve y bajo el viento.
Ustedes reirán si les parece, pero un vinatero del lugar, llamado Garrigue, descendiente sin duda de Garrigú, me ha afirmado que una noche de Navidad, hallándose algo chispo, se había perdido en la montaña hacia el lado de Trinquelague, y he aquí lo que vio:
Hasta las once de la noche, nada. Todo estaba silencioso, oscuro, inanimado De pronto, a eso de medianoche, sonó una campana en lo alto de la torre, una vieja, viejísima campana que parecía hallarse a diez leguas de allí. Pronto, por el camino que sube hacia el castillo, Garrigue vio temblar luces, agitarse sombras indecisas. Bajo el portal de la capilla la gente andaba, cuchicheaba:
–Buenas noches, maese Arnoton.
–Buenas noches, buenas noches, hijos míos…
Cuando todos hubieron entrado, mi vinatero, que era muy valiente, se acercó despacito, y mirando por la puerta rota asistió a un espectáculo singular. Todos los que había visto pasar estaban colocados alrededor del coro en la nave arruinada, como si los antiguos escaños existieran todavía. Hermosas damas vestidas de brocado con cofias de encaje, señores galoneados de pies a cabeza, campesinos de chaquetas bordadas como las de nuestros abuelos, todos con aire de viejos, marchitos, empolvados, fatigados. De tiempo en tiempo, las aves nocturnas, huéspedes habituales de la capilla, despertadas por todas aquellas luces, iban a vagar en torno de los cirios cuya llama subía recta y vaga como si ardiera tras de una gasa, y lo que divertía mucho a Garrigue era cierto personaje de grandes anteojos de acero, que meneaba a cada instante su alta peluca negra, en la que uno de los pájaros se había parado, enredado en los pelos y batiendo silenciosamente las alas…
En el fondo, un viejecito de estatura infantil, de rodillas en medio del coro, agitaba desesperadamente una campanilla sin badajo y sin voz, mientras que un sacerdote, vestido de oro viejo, iba y venía ante el altar, recitando oraciones de las que no se entendía una palabra… No podía ser otro que don Balaguer, diciendo su tercera misa rezada…



La última clase. Un gran cuento de Daudet sobre la educación