Afilador. Fuente de la imagen en Internet |
EL AFILADOR
Miguel
Bravo Vadillo
Hoy
me he levantado con ganas de releer algunos cuentos de Poe. Comencé con El
gato negro. Apenas había leído unas líneas –“Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma”, nos confesaba el narrador–, cuando los monótonos acordes
con los que se presenta el afilador callejero llegaron a mi oído a través de la
ventana abierta de mi estudio. Recordé entonces que tenía un cuchillo que
afilar, y salí a la calle en busca de aquel que mejor sabe hacer su oficio.
Era
el afilador un hombre de abatida figura, enjuto de carnes, de piel morena y
curtida. Sus ropas, holgadas ya para su reducido esqueleto, estaban sucias y
raídas. Rondaría los cincuenta años. Una barba descuidada, de unos tres o
cuatro días, dejaba entrever, más que ocultar, las penurias de su rostro.
Peinaba hacia atrás su cabello ceniciento, por lo que su augusta frente quedaba
por completo al descubierto; esa frente en la que se labraban algunos surcos
cuando el afilador, inclinada la cabeza hacia delante, miraba directo a los
ojos de quien esto escribe. Parecía un afilador de otra época, casi un
personaje velazqueño.
Antes
de comenzar la tarea echó un trago de vino de una vieja bota que llevaba
colgada en el manillar. Bebió sin invitarme, pero no lo tomé a mal porque
enseguida sospeché que aquel caldo no debía de ser del que aclara las ideas.
Luego, al par que pedaleaba y hacía girar la rueda de amolar, me contó que de
joven había sido músico (aunque ya nadie lo diría viendo sus manos) y que tuvo
que vender el violín para comprar la herrumbrosa bicicleta y la siringa de
plástico, la cual había aprendido a tocar sin despegarse el pitillo de los
labios. Me hizo una demostración, y sonrió orgulloso, mostrando una hilera
desigual de dientes ennegrecidos. Tampoco el cigarrillo perdía el equilibrio
con sus risas y parloteos. Era un hombre que, al verlo, arrumbado bajo el
triste sol de noviembre, daban ganas de invitarlo a una sopa caliente.
Pensaba
yo en la sopa cuando miró por encima de mi cabeza, como si detrás de mí hubiese
una figura alta y poderosa. Abrió sus ojos desmesuradamente y tembló el
cigarrillo, que, ahora sí, cayó al suelo. Yo sentí un escalofrío en la nuca,
pero al girarme no pude ver nada (ni a nadie) que justificara aquel terrorífico
asombro. El hombre continuó su labor sin volver a mirarme, ni a abrir la boca;
y poco después, cabizbajo, me entregó el cuchillo perfectamente afilado.
Pregunté cuánto le debía. Me respondió que invitaba la casa, y se marchó como
alma que lleva el diablo. Qué buen tipo, pensé; pero volví a mi estudio con una
rara sensación de desasosiego. Una repentina curiosidad me hizo mirar por la
ventana y vi cómo el afilador se alejaba calle abajo, montado en su bicicleta,
gesticulando como si hablara con su sombra.
Me
senté a mi mesa de trabajo, pero no pude dejar de pensar en algunas
supersticiones que todavía perviven en mi pueblo. Por lo visto, la llegada de
un afilador siempre anuncia lluvias. Y es así que, indefectiblemente, llueve a
los pocos días. Pero para algunos, los más agoreros, también es vaticinio de
alguna muerte. Ese mal agüero está extendido por muchos pueblos de esta región,
y sé de uno, cuyo nombre prefiero no citar, en que sus habitantes han prohibido
la entrada a los afiladores ambulantes. Aunque parezca mentira, desde entonces
(y hace seis años de eso) allí no ha muerto nadie. Ya lo llaman el pueblo de
los inmortales. Sin embargo, cuando lo pronostica el hombre del tiempo, se
sigue viniendo el cielo abajo, tal y como ocurría antes de tan extravagante
prohibición.
¿Pero
qué vería detrás de mí ese afilador velazqueño, a través de su vino turbio?
Quizá una inquietante borrasca, quizá el rostro huesudo de La Muerte esperando
su turno para afilar la guadaña. ¿Por qué no preguntarle?, me dije, y salí en
su busca. Recorrí todo el pueblo con mi coche, pero ya no pude encontrarlo. Tal
parecía que se lo hubiese tragado la tierra.
Ahora
anochece y un fatídico presentimiento aflige el centro mismo de mi alma
mientras pienso en la siniestra figura del afilador alejándose horizonte abajo,
arrastrando tras sí el destino incierto de los hombres.
Miguel Bravo Vadillo nace en Badajoz en 1971. Es colaborador habitual de la revista cinematográfica Versión Original, editada por la Fundación ReBross de Cáceres. En los últimos años ha publicado poemas y cuentos en la colección El vuelo de la palabra, editada por el ayuntamiento de Badajoz. Fue uno de los autores seleccionados para la 4ª entrega de “3X3 Colección de poesía”, que dirige Antonio Gómez y publica la Editora Regional de Extremadura. En 2013 Ediciones Vitruvio ha publicado su poemario Destellos.
“Una habitación propia”, de Virginia Woolf, en Grandes Libros, por Miguel Bravo Vadillo.
Inquietante. Me gustó.
ResponderEliminarInquietante. Me gustó.
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