Pablo Andrés Escapa. Fuente de la imagen |
“Yo soy hombre de condición pacífica hasta en las metáforas, de manera que no he matado a ningún padre de letras todavía. Mis pasiones literarias son benignas y nunca he sentido la necesidad de renegar de un magisterio ni de una lectura. Lo que no me interesa lo olvido con facilidad y lo que me gusta me acompaña siempre. Soy también un hombre lento en asimilar las cosas, lo cual influye seguramente en que mi curiosidad sea limitada. Los confines literarios en los que llevo encontrándome a gusto desde que tengo alguna conciencia de escribir tienen que ver con un tipo de literatura que cuida la palabra y busca la emoción. Lo de siempre, podríamos decir. Pero hay sitio para lo inexplicable porque, según este doble principio recién citado, un escritor como Pío Baroja debería quedar fuera de mis intereses y resulta que lo admiro y disfruto con sus libros desde niño. Por el contrario – y sigo asumiendo las contradicciones–, escritores meticulosos como Jorge Luis Borges o Bioy Casares que me deslumbraron durante un tiempo, escritores muy precisos en su lenguaje y perfectos en la disposición de sus tramas, ahora me seducen menos. Sospecho que con el tiempo me he ido inclinando más por el movere que por el delectare y en ese camino han perdurado en mí Juan Rulfo y W. Faulkner, por citar dos escritores de lejos, a los que podría añadir agradecidamente los nombres de John Steinbeck, J.D. Salinger y Ring Lardner. Ya entre nosotros, no sabría dormirme hoy más feliz que tras una lectura de Cunqueiro, Rafael Dieste o Antonio Pereira. Le debo muy buenas horas a Stevenson y a Conrad y no se me olvidan algunas páginas de Eça de Queiroz ni de Buzzati. Tampoco se agota mi admiración por Miguel Torga y Jesús Fernández Santos, especialmente sus cuentos, y por el Jiménez Lozano de El Mudejarillo, por Las cosas del campo de Muñoz Rojas, por Cortejo de sombras de Julián Ríos. Y he dejado para el final un librito que en mi memoria es muy grande: Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta. Por último, mi deuda con Cervantes, al menos la consciencia de mi deuda, ha sido tardía pero tal vez le corresponda a él más magisterio que a nadie en mi maduración como escritor. Leyendo el Quijote se aprende magia en vez de trucos”.
P.A.E.
CARTA DE ALLÁ
Pablo Andrés Escapa (España, 1964)
Nunca le había pesado tanto la
valija. Y nunca fue tan triste la cuesta del Villar, mediado el mes de mayo.
A distraer la memoria de aquella carga
oculta no bastaban las cunetas cantoras, ni las hojas temblonas, ni los hilos
de agua que desbordan el camino fingiendo ríos minúsculos por los que perderse
con el pensamiento. El cartero solo tenía un pesar que lo amargaba todo: cómo
decirle a la viuda de Luján lo de la carta.
La carta había llegado hacía ya unos
días. Pero había que hacerse a la idea y acaso preparar el discurso. «El
discurso fúnebre», pensó el cartero en cuanto vio el sobre orlado de negro,
matasellado en Santiago de Cuba, un catorce de abril. Todavía le viene el
recuerdo del temblor con que sostuvo el sobre, el zumbido que le llenó de
pronto los oídos mientras repasaba la caligrafía limpia, los trazos esmerados
que venían a ponerle cara a la desgracia en tinta negra: «Sra. Dña. Ángeles de
Luján». Y el rotundo sello de un Consejo Supremo de Guerra y Marina poniendo
peso de plomo sobre el destino apuntado en alguna oficina de ultramar: Villar
de Santa Eulalia. «Un lugar remoto, desde allá», echa cuentas el cartero; y qué
cerca quedaba ahora ese nombre escrito sobre una carta matasellada en Cuba,
poco más que coronar la cuesta.
El cartero camina despacio,
retrasando lo que puede el horizonte. Por estas revueltas ha subido otras veces
bien ligero, con ganas de vislumbrar las tejas airosas de una casa aislada,
junto al camino. Y antes de ver el tejado, recuerda ahora, ya saludaba el humo
vecino de la fragua, y en seguida llenaba el aire el olor del café con que lo
recibían en vida de Olegario Luján. Aquello eran fiestas: la cuesta aún por
coronar y el martillo de Olegario sembrando de repiques el mundo, como una
campana alegre. Y luego el vozarrón de aquel hombre para avisar de que venía la
correspondencia. Ángeles era de las de poner mantel aunque no fuera más que
para un momento. «Usted pase y descanse –le decía–, que aún le quedará
jornada». Y Olegario posaba la herramienta y la miraba hundiendo la barbilla en
el pecho: «¿Y yo qué? –reclamaba–. ¿Yo no tengo derecho
a sentarme como cualquier cartero?». La respuesta llegaba ya desde el fondo de
la casa, envuelta en trajín de cacharrería: «a ti una taza mediada, que lo más
que mueves es un brazo». Antes de que Olegario pudiera replicar aparecía por la
puerta un rapaz gateando y era de ver cómo se le cambiaba la cara al herrero
cuando lo levantaba en brazos y bajaba la voz para hacer confidencias. «Éste,
éste sí que va a sentarse cuando sea grande, pero en un trono, como los
príncipes». Y así, con el niño en brazos de su padre, entraban juntos a tomar
café.
Al cartero cada vez le pesan más los
pasos, enredados en las voces joviales de ayer. «Y ahora tanto silencio», llega
a balbucir a punto de dar remate a la cuesta del Villar.
Una semana ha retrasado este reparto,
siete días de presagios sombríos empleados en observar la carta al trasluz y voltearla
impaciente entre los dedos, buscándole inclinaciones favorables bajo una
bombilla. Pero el sobre es de papel grueso y no hay manera de atisbar el
contenido. Además está la orla fúnebre, como un heraldo negro e invencible. Y
aquel matasellos de ultramar, aquella geografía reducida a un círculo que ya no
le traía ilusiones de cañaveral sonoro, de mulatas y rasgueos de guitarra, como
la primera vez. Los periódicos llevaban más de dos meses pintando la isla
asediada de incendios, de sudores negros y combates sin fruto. El cartero,
antes de decidirse a subir la cuesta del Villar, se pasó la mañana mirando y
remirando la carta por última vez, queriendo taladrarla con los ojos por si
lograba descifrar a través del sobre algún alivio de palabras, como «herido» en
vez de «muerto».
La cuesta del Villar gira junto a un
roble centenario. El cartero se apoya un momento en el tronco para mirar la
fragua callada y la casa que se alza junto a ella, la casa de la viuda de
Luján. El mundo parece dormido desde allí. El hombre se entretiene en recorrer
con la vista el humo lento que sale por la chimenea de la casa. Entonces ensaya
palabras de consuelo que van a enredarse con el humo y se alargan y se pierden
como una oración, cielo adelante.
En casa no hay nadie. Después de
llamar dos veces, el cartero empuja la puerta y pronuncia con indecisión el
nombre de la dueña. Antes de pasar del todo se ha quitado la gorra. Sobre el
hogar humea una cazuela y la habitación huele a caldo paciente. Encima de la
mesa hay un vaso con unas flores amarillas. Y la foto. La foto que llegó hace
un mes, la foto que le trajo a Ángeles él mismo, en otro sobre. «Carta de
allá», le bastó entonces decir, agitando el sobre en el aire mientras se
acercaba. Aquel día la cuesta del Villar tenía barro y el viento traía el
océano hasta los árboles. Pero se subía alegremente. Ángeles se había
disculpado por no tener café. Ya era una costumbre desde que faltaba el
herrero. Le ofreció agua y le hizo esperar mientras abría la carta. El hombre
tuvo que contener las lágrimas para no juntarlas con las de ella, que miraba al
hijo tan mozo bajo el ala del sombrero, el pañuelo al cuello, la espada al
cinto y la mano perdiéndose en la guerrera, como Napoleón. «Cuánto habría dado
su padre por verlo así», suspiraba la viuda. Y el cartero asentía con el vaso
de agua en la mano.
El cartero sale ahora a la puerta y
mira alrededor. Por el camino de la braña baja Ángeles apurándose. Trae en la
mano la vara de arrear las vacas y la levanta para que él vea que le ha
reconocido. El cartero, tímidamente, levanta también su mano. Y mientras afloja
la valija le parecen inútiles las palabras ensayadas cuesta arriba y junto al
roble. Palabras con las que dirigirse a Ángeles la del herrero en la cocina,
según lo ha imaginado, aunque ahora ve que valdrá más quedarse a la puerta
cuando ella llegue a su altura y aún respire sofocada por la carrera y le diga
«usted pase y descanse».
Al cartero le hacen tragar saliva
unos pasos presurosos acercándose por detrás de la casa. Y las únicas palabras
que le vienen a la memoria no son suyas; tienen la voz de Ángeles hace un mes,
cuando le sirvió agua y le hizo sentar para que oyera la carta del hijo que él
le había traído. Por detrás de la fotografía el mozo contaba que lo habían
embarcado en un buque muy nuevo, de nombre Virgen de Covadonga. Y
la madre interrumpía la lectura para dar gracias a la providencia, para
arrastrar al cartero en la celebración de la fortuna:
-¡Bendito
sea! Si parece que lo llevara la Santina protegido.
The Children’s Book of American Birds, 6 mayo 2008,
págs. 89-92.
(Versión
corregida para esta edición)
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¡Precioso! Y el autor parece guapo..., menos mal. Estoy de feos hasta el moño. Irene
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