Juan Antonio Masoliver Ródenas (España, 1939). Fuente de la imagen |
[Este cuento incluye un comentario, al final, de Blanca Ballester]“Hay defectos que nacen de la crítica, es decir, de los suplementos culturales o de la sección de libros de las revistas: la presión de las editoriales, la falta de visión de conjunto, el escaso espacio dedicado a determinados géneros y el excesivo dedicado a los escritores de moda son algunos de ellos. En cuanto a los críticos, una visible ignorancia de los clásicos, la limitación a una época y a un género, la incapacidad generalizada de comentar las traducciones o el diseño de los libros, el inevitable amiguismo y, con frecuencia, la incapacidad de escribir para el lector: son muchos los críticos que escriben para otros críticos, para los autores de la obra que comentan o para el espejo que les está contemplando y en el que se están contemplando”.
J.A.M.R.
Juan Antonio Masoliver Ródenas
(España, 1939)
¡Treinta años desde entonces! Uno sólo se da
cuenta del paso brutal del tiempo cuando de pronto encuentra un punto de
referencia tan lejano como el que encuentro ahora. Habíamos estudiado en la
misma Universidad. Cinco años. Su novio se llamaba Jerónimo Ondárroa. A Rosa
María le gustaba bailar en la playa o por los pasillos de la facultad, cantar
las canciones más tontas y más divertidas, tomarse martinis hasta que le
brillaban los ojos, y reírse de los hombres a los que abrazaba y besaba. Le
gustaba reírse. Un día, en una fiesta que hice en mi casa de Masnou, me agarró
por la camisa, me arrastro hacia un rincón y me metió la lengua en la boca. Yo
metí la mía en la suya. En el jardín se oía la risa estentórea de Ondárroa. El
beso era interminable. Teníamos las bocas llenas de saliva. ¿Cuándo había que
acabar? ¿Cómo iba a acabar? ¿Se iba a acabar todo cuando terminara el
interminable beso? No fue así: me llevó a un cuarto y empezó a desnudarse. Pero
yo era el anfitrión y la fiesta no era sólo para ella. Y en cualquier momento
podría entrar alguien a buscarme. El mismo Ondárroa, si no se le había
atragantado la risa. Ya estaba desnuda cuando le dije: “Perdona, vuelvo
enseguida.” Salí. La verdad es que me olvidé de ella. Y ahora me la encuentro,
treinta años más tarde, y aunque al principio me he quedado indeciso, su
efusividad me ha ayudado a reconocerla. Han pasado los años, pero también y
más para mí. Ella se mantiene en forma. Y la simpatía la rejuvenece. “¿Nos
sentamos en el Doria?”, me propone. Siempre es ella la que toma la iniciativa.
Nos sentamos en la mesa donde nos sentábamos cuando éramos estudiantes, debajo
del plátano. Sin preguntarme, me pide una cerveza. “¡Maga!”, le digo. Le
brillan los ojos de alegría. Nos preguntamos cosas por preguntar, sin esperar
una respuesta, por el puro placer de estar hablando. Y de pronto siento que
finalmente, en esta ciudad inhóspita que el tiempo ha hecho todavía más
inhóspita, puedo comunicar con alguien. Alguien que fue una buena amiga y con
la que comparto tantas cosas del pasado, ese pasado al que cada día vuelvo con
más frecuencia. Me pregunta si estoy contento en Londres y yo le doy de
Londres una imagen muy idílica, para que no se le escape la ironía. “¡Y yo que
lo más lejos que he llegado es a Montserrat”, exclama con divertida envidia. Y
entonces me entra una especie de hundimiento extraño, como cuando en los sueños
nuestra madre se aleja por un paisaje de hojas y cada vez se hace más pequeña
hasta que desaparece en el horizonte. Siento que necesito una mano y sé que
ella es la única persona ante la que puedo desnudarme y se lo digo, le digo que
es conmovedor recuperar algo que creíamos perdido y que de pronto está aquí, a
nuestro alcance, como cuando uno está llorando, en los sueños, ante la madre
muerta, y le despierta el cálido beso de la madre. “No me gusta la gente que se
desnuda sentimentalmente, me parece obsceno y abusivo, pero contigo es
distinto.” Le tomo la mano y le hablo de mi acumulación de fracasos sentimentales,
de mi soledad, de mi incapacidad para identificarme con el lugar donde vivo, de
mi impaciencia ante la estupidez humana. Ella escucha y asiente y parece
agradecer mis palabras, como si fueran la mejor forma de recuperarme. De pronto
me dice: “Perdona que te interrumpa, Juan Antonio, pero me parece que se han
olvidado de tu cerveza”, y se levanta para llamar al camarero, como cuando en
esta misma mesa yo estaba besando a Helena, lamiéndole el cuello y las orejas,
y ella pedía cerveza para los cuatro para que no se rompiera aquella efímera
magia. Su ausencia de unos minutos me duele, me cruje la nostalgia, la
necesidad de hablarle, esta posibilidad de comunicar que yo creía perdida para
siempre. Pero no tardo en darme cuenta. Soy yo el que llama al camarero con un
gesto y le pide una cerveza. Y ya de noche, cuando veo que están a punto de
cerrar, me levanto y pago, para no sentir que me están expulsando.
La sombra del triángulo, Barcelona, Anagrama, 1996,
págs. 56-58.
Comentario
“Ausencias” es la historia
de un (des)encuentro entre dos viejos conocidos treinta años después de todo.
Uno de ellos lo ve como la última oportunidad de recuperar la frescura perdida
de una juventud ya muy lejana; para la otra lo es de perpetrar, conscientemente
o simplemente por aburrimiento, la venganza del abandono debida durante tres
décadas.
Cuando la vida vuelve a
juntarlos, brevemente y por azar, a Juan Antonio, protagonista de “Ausencias”,
no parece dolerle el paréntesis de treinta años, sino la consciencia de la
pérdida de lo irrecuperable: la espontaneidad, la ligereza y la naturalidad.
Ausente ha estado Rosa María de su vida durante más de la mitad de ésta, pero
no es esa ausencia la que le agobia, sino la de sí mismo, la de su juventud; la
súbita aparición de Rosa María no es más que una cruel confirmación de que su
nostalgia estaba en lo cierto.
Juan Antonio comete la
imprudencia de intentar devolver a la vida, al calor todavía palpitante de Rosa
María, al joven que él era treinta años atrás, con la esperanza de que estén
todavía intactos los frágiles pero intensos (o eso le parecía) lazos que
entonces les unían. La calidez de Rosa María le trae a la memoria brillantes
recuerdos de juventud que le animan a creer que todavía tiene una oportunidad –
puede que la última – de sincerarse con alguien, de despojarse de la coraza de
la madurez que se ha obligado a vestir cada día. Juan Antonio se aferra
inconscientemente a la esperanza de que Rosa María, que compartía su juventud y
su apetito insaciable por la vida, comparta también la desazón de haberla
perdido para siempre.
“Maga” la llama, no
sabemos si por la heroína que se bebía la vida como absenta por las calles de
París que retrató Cortázar en “Rayuela”. Pero, para Rosa María, Juan Antonio es
la caricatura amarillenta y deslucida del tipo que treinta años atrás la
despreció, olvidándose de ella, en una fiesta. De ella, a la que le gustaba
reírse de los hombres a los que abrazaba y besaba. Treinta años después la vida
le da la oportunidad de devolverle a Juan Antonio el desprecio abandonándolo en
un bar, desapareciendo otra vez sin decirle adiós. O simplemente, quién sabe,
no tiene tiempo para las miserias existenciales de un fantasma del pasado. Tal
vez Rosa María no es capaz de mirarse a la cara de quien era treinta años
atrás, o a lo mejor hace tiempo que optó por sobrevivir en el mundo real como
puede y no necesita que nadie le recuerde su juventud ya marchita.
Posiblemente
autobiográfica y ciertamente universal, la de Juan Antonio es la historia de
los recuerdos que, como escribía Serrat, uno se cree que mató el tiempo y la
ausencia, los que acechan detrás de la puerta o a la vuelta de la esquina, los
que te tienen tan a su merced como hojas muertas. Es la historia del hombre
vencido por el que alguna vez fue, del que entiende que la conciencia de la
pureza y de la naturalidad se adquiere conforme éstas se van perdiendo; del que
se niega a comprender que envejecer consiste en aprender, si se puede, a cargar
con uno mismo, a sobornarse para obtener la propia compañía, a soportarse, a
estar solo.
Blanca Ballester
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El giro ya uno lo sabe casi de antemano, pero a pesar de ello, el cuento es sabroso!
ResponderEliminarEl cuento -¿o historia?- es muy bueno, pero el comentario también lo es. Muy bien, Blanca; ya sabemos que eres una súper. Paz
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