Julio Ramón Ribeyro. Fuente de la imagen |
“Yo he tenido muchos profesores de literatura. Pero he tenido solamente un maestro. Y ese maestro fue mi padre. Me acuerdo que un día me dijo: «Tú sabes que hay un escritor que es mejor que Dumas, y que se llama Balzac. Y hay un escritor que es mejor que Balzac, y que se llama Flaubert. Y un escritor mejor que Flaubert, y que se llama Stendhal. Y un escritor mejor que Sthendal, y que se llama Proust.» De este modo abría para mí un panorama de lecturas verdaderamente ilimitado. Esta yo creo que fue una de las circunstancias principales que forjó y fomentó mi vocación de escritor”.
J.R.R.
LOS MERENGUES
Julio Ramón Ribeyro (Perú, 1929-1995)
Apenas su mamá cerró la puerta, Perico
saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se
iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente
perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las
hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una
por una las monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y
constató, asombrado, que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y
guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir
para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso
proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las
puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos.
Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría
todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues -blancos,
puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que
los observaba por la vidriera hasta sentir una salivación amarga en la
garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y
sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo
veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá, muchacho, que molestas a
los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con
tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban
bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas
amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le
preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por
último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía
que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del
pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara! -dijo, aventándolo por encima del
mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al
suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba
carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus
colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores
ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no
haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los
llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines.
Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos
clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el
escenario pero, no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza
alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba
derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su
cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
-¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la
tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con
una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente
dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos
lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz
de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El
dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo
desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono
imperativo:
-¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con
cierta perplejidad pero continuó despachando a los otros parroquianos.
-¿No ha oído? -insistió Perico,
excitándose-. ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de
la oreja.
-¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre
el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
-¿Y quieres que te dé todo esto en
merengues?
-Sí -replicó Perico con una convicción que
despertó la risa de algunos circunstantes.
-Buen empacho te vas a dar -comentó
alguien.
Perico se volvió. Al notar que era
observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado.
Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues -pero esta vez su voz
había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a
explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-¿Vas a salir o no? -lo increpó el
dependiente.
-Despácheme antes.
-¿Quién te ha encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda
a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió
la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los
merengues a través de la vidriera, renació su deseo, y ya no exigió sino que
rogó con una voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba
airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
-¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por
encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció
que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
-¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer
bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con
el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los
alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en
lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil
restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las
monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba
pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en
que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres gordos, de
todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban
indiferentes a su alrededor.
Cuentos de circunstancias (1958);
Cuentos completos (1952-1994),
Madrid, Alfaguara, 1994, págs. 127-129.
Comentario
Ribeyro se definía como “escritor discreto,
tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido: He
allí algunos de los calificativos que me ha dado la crítica. Nadie me ha
llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor”. Pero
en esta última afirmación se equivocó, ya que muchos estudiosos de su obra lo
consideran no sólo el más grande maestro del cuento y la narración corta del
Perú, sino uno de los mayores de la lengua española del siglo XX; y, con
toda justicia, su nombre debe figurar al lado del de Borges, Rulfo, Cortázar, Onetti o García Márquez.
Además de numerosos cuentos, el escritor
peruano dejó varias manifestaciones teóricas sobre el relato breve, como ésta
sobre el punto de partida: “Un cuento, gracias a su brevedad, puede concebirse
en su totalidad. El punto de partida es muy variado: una experiencia que me
haya sucedido o impresionado, una conversación que escuché de casualidad, una lectura o un sueño. En realidad no hay
una receta mágica”.
Pero es en los mandamientos de su “Decálogo
para cuentistas” en donde condensa con absoluta claridad y lucidez las
características necesarias para conseguir un buen cuento. Recordemos algunos de
ellos: 1. “El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El
cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo”. […] 4. “La
historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o
sorprender; si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no
sirve como cuento”. 5. “El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin
aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela”. […] 7. “El
cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple,
epístola, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se
diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral”. […] 10. “El cuento
debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo
que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado”.
A propósito del libro de cuentos Losgallinazos sin plumas, comentaba Ribeyro; “Me propuse referir en cada
relato la historia de una decisión. Los cuentos que yo había escrito antes eran
en realidad resúmenes de una vida. Y entretanto me di cuenta que lo importante
no era resumir una vida, lo que en realidad era escribir una novela comprimida,
sino escoger de cada vida el momento más importante, el momento álgido, en el
cual se decide el destino”.
Aunque no pertenezca al libro arriba
citado, esto es lo que sucede en “Los merengues”, la narración del momento más
importante y decisivo que, hasta ese momento, le ha sucedido al protagonista.
Se trata de una pequeña y sencilla historia de tono costumbrista contada en
tercera persona y en la que predomina la técnica del flash-back que
contribuye a que el lector pueda tener un panorama espacio-temporal de lo que
está leyendo. El protagonista, Perico, es un niño de familia humilde,
obsesionado por los merengues que nunca ha probado pero que “conservaba viva la
imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de
nieve, ensuciándose los corbatines”. El cuento narra los denodados intentos del
pequeño protagonista por conseguir, como sea, aquellos dulces y cómo fracasa
una y otra vez. El tema resulta muy atrayente por el modo en que está tratado,
por las descripciones de la conducta y comportamiento de los personajes y cómo
se va poniendo en contraposición la ilusión del niño y la terca realidad contra
la que se estrella. Al final, decepcionado por su fracaso, a Perico, el pobre e
inocente niño, sólo le resta el odio, el resentimiento y la espera “en ese día
cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres
gordos, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que
graznaban indiferentes a su alrededor”.
Miguel Díez R.
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