Leopoldo Lugones. Fuente de la imagen |
“Leopoldo Lugones es, sin discusión una gran figura, el mayor aporte argentino al modernismo y uno de sus más significativos renovadores. Era hombre de fascinante imaginación, poderoso intelecto y saber enciclopédico que, gracias a su obra, se elevó a la categoría de mito nacional; era además, una personalidad conflictiva, sobre todo en su faceta de ideólogo y político. Escribió decenas de libros, prácticamente en todos los géneros: poesía, narrativa, ensayo, filosofía, ciencia, periodismo..., y en cada uno, sus tonalidades son muy diferentes.”
José Miguel Oviedo
LOS CABALLOS DE ABDERA
Leopoldo Lugones (Argentina, 1874-1938)
Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que
actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era
célebre por sus caballos.
Descollar en Tracia por sus caballos, no
era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala
la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante
largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había
producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama
excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los
bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada
ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la
satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.
Estas circunstancias habían contribuido
también a intimar las relaciones entre el bruto y sus dueños, mucho más de lo
que era y es habitual para el resto de las naciones; llegando a considerarse
las caballerizas como un ensanche del hogar, y extremándose las naturales
exageraciones de toda pasión, hasta admitir caballos en la mesa. Eran
verdaderamente notables corceles, pero bestias al fin. Otros dormían en
cobertores de biso; algunos pesebres tenían frescos sencillos, pues no pocos
veterinarios sostenían el gusto artístico de la raza caballar, y el cementerio
equino ostentaba entre pompas burguesas, ciertamente recargadas, dos o tres
obras maestras. El templo más hermoso de la ciudad estaba consagrado a Anón, el
caballo que Neptuno hizo salir de la tierra con un golpe de su tridente; y creo
que la moda de rematar las proas en cabezas de caballo, tenga igual
proveniencia: siendo seguro en todo caso que los bajos relieves hípicos fueron
el ornamento más común de toda aquella arquitectura. El monarca era quien se
mostraba más decidido por los corceles, llegando hasta tolerar a los suyos
verdaderos crímenes que los volvieron singularmente bravíos; de tal modo que
los nombres de Podargos y de Lampón figuraban en fábulas sombrías; pues es del
caso decir que los caballos tenían nombres como personas.
Tan amaestrados estaban aquellos animales,
que las bridas eran innecesarias, conservándolas únicamente como adornos, muy
apreciados desde luego por los mismos caballos. La palabra era el medio usual
de comunicación con ellos; y observándose que la libertad favorecía el
desarrollo de sus buenas condiciones, dejábanlos todo el tiempo no requerido
por la albarda o el arnés en libertad de cruzar a sus anchas las magníficas
praderas formadas en el suburbio, a la orilla del Kossínites para su recreo y
alimentación.
A son de trompa los convocaban cuando era
menester, y así para el trabajo como para el pienso eran exactísimos. Rayaba en
lo increíble su habilidad para toda clase de juegos de circo y hasta de salón,
su bravura en los combates, su discreción en las ceremonias solemnes. Así, el
hipódromo de Abdera tanto como sus compañías de volatines; su caballería
acorazada de bronce y sus sepelios, habían alcanzado tal renombre, que de todas
partes acudía gente a admirarlos: mérito compartido por igual entre domadores y
corceles.
Aquella educación persistente, aquel
forzado despliegue de condiciones, y para decirlo todo en una palabra, aquella
humanización de la raza equina iban engendrando un fenómeno que los bistones
festejaban como otra gloria nacional. La inteligencia de los caballos comenzaba
a desarrollarse pareja con su conciencia, produciendo casos anormales que daban
pábulo al comentario general.
Una yegua había exigido espejos en su pesebre,
arrancándolos con los dientes de la propia alcoba patronal y destruyendo a
coces los de tres paneles cuando no le hicieron el gusto. Concedido el capricho
daba muestras de coquetería perfectamente visible. Balios, el más bello potro
de la comarca, un blanco elegante y sentimental que tenía dos campañas
militares y manifestaba regocijo ante el recitado de hexámetros heroicos,
acababa de morir de amor por una dama. Era la mujer de un general, dueño del
enamorado bruto, y por cierto no ocultaba el suceso. Hasta se creía que
halagaba su vanidad, siendo esto muy natural, por otra parte, en la ecuestre
metrópoli.
Señalábase igualmente casos de
infanticidio, que aumentando en forma alarmante, fue necesario corregir con la
presencia de viejas mulas adoptivas; un gusto creciente por el pescado y por el
cáñamo cuyas plantaciones saqueaban los animales; y varias rebeliones aisladas
que hubo de corregirse, siendo insuficiente el látigo, por medio del hierro
candente. Esto último fue en aumento, pues el instinto de rebelión progresaba a
pesar de todo.
Los bistones, más encantados cada vez con
sus caballos, no paraban mientes en eso. Otros hechos más significativos
produjéronse de allí a poco. Dos o tres atalajes habían hecho causa común
contra un carretero que azotaba su yegua rebelde. Los caballos resistíanse cada
vez más al enganche y al yugo, de tal modo que empezó a preferirse el asno.
Había animales que no aceptaban determinado apero; mas como pertenecían a los
ricos, se defería a su rebelión comentándola mimosamente a título de capricho.
Un día los caballos no vinieron al son de
la trompa, y fue menester constreñirlos por la fuerza; pero los subsiguientes
no se reprodujo la rebelión.
Al fin ésta ocurrió cierta vez que la marea
cubrió la playa de pescado muerto, como solía suceder. Los caballos se hartaron
de eso, y se les vio regresar al campo suburbano con lentitud sombría.
Medianoche era cuando estalló el singular
conflicto.
De pronto un trueno sordo y persistente
conmovió el ámbito de la ciudad. Era que todos los caballos se habían puesto en
movimiento a la vez para asaltarla, pero esto se supo luego, inadvertido al
principio en la sombra de la noche y la sorpresa de lo inesperado.
Como las praderas de pastoreo quedaban
entre las murallas, nada pudo contener la agresión; y añadido a esto el
conocimiento minucioso que los animales tenían de los domicilios, ambas cosas
acrecentaron la catástrofe.
Noche memorable entre todas, sus horrores
sólo aparecieron cuando el día vino a ponerlos en evidencia, multiplicándolos
aun. Las puertas reventadas a coces yacían por el suelo dando paso a feroces
manadas que se sucedían casi sin interrupción. Había corrido sangre, pues no
pocos vecinos cayeron aplastados bajo el casco y los dientes de la banda en
cuyas filas causaron estragos también las armas humanas.
Conmovida de tropeles, la ciudad
oscurecíase con la polvareda que engendraban; y un extraño tumulto formado por
gritos de cólera o de dolor, relinchos variados como palabras a los cuales
mezclábase uno que otro doloroso rebuzno, y estampidos de coces sobre las
puertas atacadas, unía su espanto al pavor visible de la catástrofe. Una
especie de terremoto incesante hacía vibrar el suelo con el trote de la masa
rebelde, exaltado a ratos como en ráfaga huracanada por frenéticos tropeles sin
dirección y sin objeto; pues habiendo saqueado todos los plantíos de cáñamo, y
hasta algunas bodegas que codiciaban aquellos corceles pervertidos por los
refinamientos de la mesa, grupos de animales ebrios aceleraban la obra de
destrucción. Y por el lado del mar era imposible huir. Los caballos, conociendo
la misión de las naves, cerraban el acceso del puerto.
Sólo la fortaleza permanecía incólume y
empezábase a organizar en ella la resistencia. Por lo pronto cubríase de dardos
a todo caballo que cruzaba por allí, y cuando caía cerca era arrastrado al
interior como vitualla.
Entre los vecinos refugiados circulaban los
más extraños rumores. El primer ataque no fue sino un saqueo. Derribadas las
puertas, las manadas introducíanse en las habitaciones, atentas sólo a las
colgaduras suntuosas con que intentaban revestirse, a las joyas y objetos
brillantes. La oposición a sus designios fue lo que suscitó su furia.
Otros hablaban de monstruosos amores, de
mujeres asaltadas y aplastadas en sus propios lechos con ímpetu bestial; y
hasta se señalaba a una noble doncella que sollozando narraba entre dos crisis
su percance: el despertar en la alcoba a la media luz de la lámpara, rozados
sus labios por la innoble jeta de un potro negro que respingaba de placer el
belfo enseñando su dentadura asquerosa; su grito de pavor ante aquella bestia
convertida en fiera, con el resplandor humano y malévolo de sus ojos
incendiados de lubricidad; el mar de sangre con que la inundara al caer
atravesado por la espada de un servidor...
Mencionábase varios asesinatos en que las
yeguas se habían divertido con saña femenil, despachurrando a mordiscos a las
víctimas. Los asnos habían sido exterminados, y las mulas subleváronse también,
pero con torpeza inconsciente, destruyendo por destruir, y particularmente
encarnizadas contra los perros.
El tronar de las carreras locas seguía
estremeciendo la ciudad, y el fragor de los derrumbes iba aumentando. Era
urgente organizar una salida, por más que el número y la fuerza de los
asaltantes la hiciera singularmente peligrosa, si no se quería abandonar la
ciudad a la más insensata destrucción.
Los hombres empezaron a armarse; mas,
pasado el primer momento de licencia, los caballos habíanse decidido a atacar
también.
Un brusco silencio precedió al asalto.
Desde la fortaleza distinguían el terrible ejército que se congregaba, no sin
trabajo, en el hipódromo. Aquello tardó varias horas, pues cuando todo parecía
dispuesto, súbitos corcovos y agudísimos relinchos cuya causa era imposible
discernir, desordenaban profundamente las filas.
El sol declinaba ya, cuando se produjo la
primera carga. No fue, si se permite la frase, más que una demostración, pues
los animales se limitaron a pasar corriendo frente a la fortaleza. En cambio,
quedaron acribillados por las saetas de los defensores.
Desde el más remoto extremo de la ciudad,
lanzáronse otra vez, y su choque contra las defensas fue formidable. La
fortaleza retumbó entera bajo aquella tempestad de cascos, y sus recias
murallas dóricas quedaron, a decir verdad, profundamente trabajadas.
Sobrevino un rechazo, al cual sucedió muy
luego un nuevo ataque.
Los que demolían eran caballos y mulos
herrados que caían a docenas; pero sus filas cerrábanse con encarnizamiento
furioso, sin que la masa pareciera disminuir. Lo peor era que algunos habían
conseguido vestir sus bardas de combate en cuya malla de acero se embotaban los
dardos. Otros llevaban jirones de tela vistosa, otros, collares, y pueriles en
su mismo furor, ensayaban inesperados retozos.
De las murallas los conocían. ¡Dinos,
Aethon, Ameteo, Xanthos! Y ellos saludaban, relinchaban gozosamente, enarcaban
la cola, cargando en seguida con fogosos respingos. Uno, un jefe ciertamente,
irguióse sobre sus corvejones, caminó así un trecho manoteando gallardamente al
aire como si danzara un marcial balisteo, contorneando el cuello con serpentina
elegancia, hasta que un dardo se le clavó en medio del pecho...
Entre tanto, el ataque iba triunfando. Las
murallas empezaban a ceder.
Súbitamente una alarma paralizó a las
bestias. Unas sobre otras, apoyándose en ancas y lomos, alargaron sus cuellos
hacia la alameda que bordeaba la margen del Kossínites; y los defensores
volviéndose hacia la misma dirección, contemplaron un tremendo espectáculo.
Dominando la arboleda negra, espantosa
sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia la ciudad.
Era una de esas fieras antediluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros,
devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto
nada tan monstruoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles,
mezclando a las hojas teñidas de crepúsculo las greñas de su melena.
Brillaban claramente sus enormes colmillos,
percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, llegaba en el hálito de la brisa su
olor bravío, inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol
casi hasta dorarse su gigantesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de
esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus
bárbaras divinidades.
Y de repente empezó a andar, lento como el
océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua
que iba sin duda a estremecer la ciudad cambiándose en rugido.
A pesar de su fuerza prodigiosa y de su
número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un solo
ímpetu los arrastró por la playa, en dirección a la Macedonia, levantando un
verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse a través de
las olas.
En la fortaleza reinaba el pánico. ¿Qué
podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría a sus
mandíbulas? ¿Qué muro a sus garras...?
Comenzaban ya a preferir el pasado riesgo
(al fin en una lucha contra bestias civilizadas), sin aliento ni para enflechar
sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda. No fue un rugido lo que
brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano, el bélico
"¡alalé!" de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal
los "hoyohei" y los "hoyotohó" de la fortaleza.
¡Glorioso prodigio!
Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz
superior el rostro de un numen; y mezclados soberbiamente con la flava piel,
resaltaban su pecho marmóreo, sus brazos de encina, sus muslos estupendos.
Y un grito, un solo grito de libertad, de
reconocimiento, de orgullo, llenó la tarde:
—¡Hércules, es Hércules que llega!
Las fuerzas extrañas, Buenos Aires, Arnoldo Moen y Hermano, 1906, págs. 125-135
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