Luis de Castrena (1925-1986). Fuente de la imagen |
“No quiero nada, no ambiciononada (sólo un poco de paz). Caminosin rumbo fijo. Voyno sé adónde. Pongomi vidaen manos del destino.Lo que haya de serserá…”L. de C.
[AMOR, ETERNIDAD]
Luis de
Castresana (España, 1925-1986)
Estaban apoyados
en la barandilla mirando la ría. Una ligera neblina se enredaba
en lo alto de las grúas, que se alzaban como extraños árboles metálicos en la
otra orilla. Se habían encendido
unas luces en el barco anclado junto a los muelles de Iribitarte.
Sonaba, en alguna
parte, un acordeón. Hacía frío.
-¿Recuerdas? -preguntó
él.
Y ella dijo,
apenas sin mover los labios:
-Sí
Se miraron a
los ojos sin sonreírse, sintiéndose muy juntos, muy el uno del otro, muy dos en
uno. Continuaban inmóviles, comunicándose sin palabras y sin gestos, mirando
las aguas sucias de la ría, en donde rielaba la luz de las bombillas de los
muelles.
-¿Tienes frío, mi
vida?
Y ella movió la
cabeza diciendo que no, y cogió entre las suyas las manos de él y
reclinó la cabeza
sobre su hombro.
Se veían más de medio
siglo atrás, allí, en aquel mismo lugar.
Había sido una noche cálida, con una gran luna
navegando sin prisas en el cielo alto y limpio y azul. Las estrellas
brillaban como pequeñas velas y parpadeaban, hablándose en morse
luminoso.
La villa estaba en fiestas y ardía en
el jubilo de su «Semana Grande » . Hasta el Campo de Volantín
llegaba la música del quiosco del Arenal, diluida,
grata, como si fuera un
olor hecho sonido. Y allí, de súbito, él la había besado
y le había pedido que fuera su
esposa. Y ella había dicho que sí sin hablar, moviendo la cabeza
y procurando no llorar. Pero lloró.
Habían anclado muchos barcos en la ría desde entonces y el cielo se había
empurpurado miles de veces en el claror de los altos hornos. Lunas y lunas
habían surcado el alto mar de las nubes. Tres hijos y una hija les habían
nacido. Tenían nietos y esperaban el nacimiento del primer bisnieto.
Pero allí, en aquel momento, en aquel atardecer frío de finales de otoño,
ellos vivían cincuenta y tantos años atrás.
Aún sentía él la boca de ella y sus mejillas, húmedas de lágrimas felices. La veía muy joven, con
el vestido blanco y azul y con el
collar de cuentas blancas que brillaban como chispas.
-¿Me quieres?
-Sí -había
dicho ella-. Más que a nada.
-¿De verdad, Rosita? ¿De verdad, cariño?
-Sí
Todavía habían
estado unos minutos más en el Campo de Volantín antes de regresar
despacio al Arenal, caminando en silencio, por primera vez
cogidos del brazo, ante las miradas de todos.
Los padres de ella estaban junto al quiosco,
oyendo el concierto
nocturno y esperando el momento en que se
iniciaran
los fuegos artificiales.
Y cuando estuvieron de nuevo ante ellos, serios, un poco
tímidos, sin soltarse del brazo, ella
había dicho simplemente:
-Nos vamos a casar.
Se sentaron
todos juntos, oyendo la música, mirándose; .y luego él les
había acompañado hasta casa.
Nada más
regresar del viaje de novios, al inaugurar
su casa, él había hecho copiar
sobre un pergamino, en hermosas letras como de
códice miniado, las bíblicas palabras
que Ruth dirigió a Noemi:
No me
ruegues que te deje y me aparte de
ti, porque dondequiera que tú
fueres, iré yo; y dondequiera
que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios, mi Dios. Donde tú murieres, moriré
yo, y allí tendré mi sepultura.
Enmarcaron el pergamino y lo colgaron en la alcoba
matrimonial, bajo el crucifijo. Les había dado vergüenza ponerlo en el comedor
y
que lo vieran los
parientes y amigos que iban a visitarles.
Hacía ya una eternidad de todo esto.
Permanecían ahora inmóviles apoyados
en la barandilla, callados, y un gran trozo
de vida se amansaba ,en el fondo de sus
recuerdos. Se miraban quietamente,
felices, como seres que han alcanzado la plenitud.
Vieron pasar un entierro
y se miraron, en silencio, ojos
adentro.
-Cuarenta y cinco años tendría ahora Carlitos -musitó ella, de pronto.
-Sí –asintió él
Pensaron sin dolor
en el hijo
muerto, recordando el momento
en que supieron que estaba muerto, el momento en que ella había dicho: «Está muerto,
Pedro, está muerto». Y él
no lo había creído, se
había negado a creerlo. Y la vida había seguido, y
habían venido otros hijos, y habían visto florecer su sangre y su amor en los hijos de sus hijos. Y todo
había comenzado allí, en el Campo
de Volantín, en una noche de verano
de hacia mucho, mucho tiempo.
Se acurrucaron suavemente el uno
junto al otro. El tembló y ahogó
un golpe de tos. Ella le subió el cuello
del abrigo.
-Hace frío
–dijo-. Otra vez se te ha olvidado ponerte la bufanda.
-Sí –dijo él.
Y de repente le asomaron lágrimas
a
los
ojos.
-¿Por qué?
–preguntó ella dulcemente.
Y él dijo:
-Tanto tiempo, tantas casas...
Si no llego a encontrarte, ¿qué hubiera sido de
mí?
Ella suspiró; le apretó una mano
y quedó mirando la ría con expresi6n meditativa.
-Se va haciendo
de noche, mi vida –dijo al cabo de un rato-. ¿Vamos?
-Sí –musitó él.
Y echaron a
andar lentamente hacia el Arenal, como aquella noche.
Adiós, Madrid, Prensa Española, 1979, págs. 209-211
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