Dino Buzzati. Fuente de la imagen |
“Los relatos de Buzzati parten casi siempre de un hecho cotidiano; un viaje turístico a un país desconocido, el regreso de un soldado a su casa, una herencia, una gota de agua, un reino del que no se conoce frontera. Este hecho trivial sirve al autor para profundizar –en unas ocasiones- en lo enigmático y lo fantástico, y -en otras- para presentar el absurdo de los destinos humanos. Pero Buzzati no hace tan sólo la narración de un hecho cotidiano con su inquietante trasfondo de fantasía o misterio, sino que –además- es capaz de narrar lo fantástico como si fuera algo natural y cotidiano, como si formara parte de lo real, contagiando al lector y envolviéndolo en su ritmo de tal modo que no pueda discernir lo uno de lo otro. Porque, ante todo, en Buzzati predomina la alegoría, el relato cargado de elementos simbólicos que se desarrollan a través de situaciones y personajes realistas, el cuento cargado de exaltación poética con un toque kafkiano”.
Toni García Arias
LA CAPA
Dino Buzzati (Italia, 1906-1972)
Al cabo de una interminable espera, cuando
la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían
dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y
volaban las cornejas.
Apareció de improviso en el umbral y su
madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y
Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría.
Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo
entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente
trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima
de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea»,
decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo
guapo que estás. Pero qué pálido estás...»
Estaba realmente algo pálido, y como
consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó.
Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.
-Pero quítate la capa, criatura -dijo la
madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada;
qué alto, qué guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en exceso
pálido)-. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?
Él hizo un brusco movimiento de defensa,
instintivo, apretando contra sí la capa, quizá por temor a que se la
arrebataran.
-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor
no, es igual, dentro de poco me tengo que ir...
-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te
quieres ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volvía a
empezar, después de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta prisa
tienes? ¿Y no vas a comer nada?
-Ya he comido, madre -respondió el muchacho
con una sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-.
Hemos parado en una hostería a unos kilómetros de aquí...
-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba
contigo? ¿Un compañero de regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
-No, no, uno que me encontré por el camino.
Está ahí afuera, esperando.
-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo
has invitado a entrar? ¿Lo has dejado en medio del camino?
Se llegó a la ventana y más allá del
huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó a ver en el camino a una persona
que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba
sensación de negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los
torbellinos de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.
-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él
sería una molestia, es un tipo raro.
-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo
podemos llevar, ¿no?
-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y
es capaz de ponerse furioso.
-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado?
¿Qué quiere de ti?
-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y
muy serio-. Lo encontré por el camino. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía preferir hablar de otra cosa,
parecía avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambió inmediatamente
de tema, pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.
-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta
cuando sepa que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella
por lo que tienes prisa por irte?
Él se limitó a sonreír, siempre con aquella
expresión de aquel que querría estar contento pero no puede por algún secreto
pesar.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por
qué se estaba ahí sentado, como triste, igual que el lejano día de la partida?
Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de días
disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable
que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros.
Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban
resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio,
tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos
sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para
Marietta. Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un
domingo por la mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces,
estaba apagado y distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas?
¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con el calor que hacía en la casa?
¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre,
¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He aquí que, cuando las penas
parecían haber acabado, nacía de pronto una nueva inquietud.
Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo
miraba con fijeza y preocupación, atenta a no contrariarlo, a captar con
rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O simplemente agotado a
causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni siquiera la
miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas
se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos
pequeños lo contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.
-Giovanni -murmuró ella sin poder
contenerse más-. ¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera un momento
que te haga el café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con
sus hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle
ni siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en el espacio de
dos años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse,
pero sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo
pacto no olvidado.
Ya estaba de vuelta la madre y con ella el
café humeante con un buen pedazo de pastel. Vació la taza de un trago, masticó
el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te volvía loco!»,
habría querido decirle la madre, pero calló para no importunarlo.
-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu
cuarto? ¿no quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las
paredes, hay una lámpara nueva, ven a verlo... pero ¿y la capa? ¿No te la
quitas? ¿No tienes calor?
El soldado no le respondió, sino que se
levantó de la silla y se encaminó a la estancia vecina. Sus gestos tenían una
especie de pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se
adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris,
carente de cualquier alegría).
-Está precioso -dijo él con débil
entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los
visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios.
Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también
flamante, posó él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable
tristeza que nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás
de él, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.
Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias,
sabes, madre», repitió, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como
quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en
cuando con evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera
verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.
-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó
ella, impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo
(pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con
muchísimo esfuerzo.
-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué
te pasa, Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que
tuviese algo atravesado en la garganta.
-Madre -respondió, pasado un instante, con
voz opaca-, madre, ahora me tengo que ir.
-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en
seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la verdad, ¿vas donde
Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendo pena.
-No lo sé, madre -respondió él, siempre con
aquel tono contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y había
recogido ya el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo que ir, ése está
ahí esperándome.
-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de
dos horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía,
figúrate qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que
comamos...
-Madre -repitió el hijo como si la
conjurase a no decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-.
Ahora me tengo que ir, ahí está ése esperándome, ya ha tenido demasiada
paciencia-. Y la miró fijamente...
Se acercó a la puerta; sus hermanos
pequeños, todavía divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta
de la capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.
-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué
haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo que Giovanni se
enfadase.
-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo
el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se
habían abierto un instante.
-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han
hecho? -tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni,
¡esto es sangre!
-Tengo que irme, madre -repitió él por
segunda vez con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta
luego Anna, hasta luego Pietro, adiós madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado
por el viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos
caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a
través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban,
galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un
vacío inmenso que nunca los siglos habrían bastado a colmar se abrió en su
corazón. Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre todo
quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino
esperando, quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso
y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo
para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos
minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo,
como un pordiosero hambriento.
“Il mantello”, Corriere della Sera
14 Julio 1940,
Sette messaggeri, 1942
Los siete mensajeros y otros relatos,
trad. Javier Setó, Madrid,Alianza, 1996, págs. 38-44
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