martes, 29 de noviembre de 2011

Cuento breve recomendado (137): "El proyecto", de Ángel Olgoso



Ángel Olgoso (España, 1961). Fuente de la imagen


 “Escribo exclusivamente relato corto por mi total incapacidad para otra cosa. Creo que desde siempre he estado abocado a la brevedad: por carácter, por afición, por convicción y también por una elemental cortesía hacia el lector. Pero si me fascina el relato como miniatura, como mecanismo, como pequeño armazón geométrico que encierra imágenes fulgurantes es, sobre todo, por la maravilla de lograr algo en lo que no sobra ni falta nada, por esa contención del lenguaje, por la tensión narrativa, por el vértigo de su historia, de su composición o de su sentido último”.
A.O.


EL PROYECTO
Ángel Olgoso (España, 1961)
El niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de arcilla que había modelado cuidadosamente. Encerrado en su habitación durante días, la sometió al calor, rodeándola de móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la materia sólida de la líquida, hizo llover sobre ella esporas sementíferas y la envolvió en una gasa verdemar de humedad. El niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores, las innumerables especies, los distintos frutos, la frescura de las frondas y la tibieza de los manglares, el oro y el viento, los corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la conjunción de sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la superficie de la bola de arcilla. Contra toda lógica, procesos azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un prurito irregular, luego una llaga, después un manchón denso y repulsivo sobre los carpelos de tierra. El hormigueo de seres vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se multiplicaron la confusión y el ruido, y diminutas columnas de humo se elevaban desde su corteza. Todo era demasiado prolijo y sin sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su Maestro y sus Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió entonces aplastarlo entre las manos, haciéndolo desaparecer con manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el séptimo día y comenzaría de nuevo.
La máquina de languidecer, Páginas de espuma, Madrid, 2009, págs. 22-23


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