Vista de los campos de Svaneti, Georgia, con los Montes Caucásicos al fondo. Fuente de la imagen |
“Este precioso cuento de las verdes y apacibles tierras de Georgia, en los Montes Caucásicos, fue recogido por primera vez en 1890 por T. Razihashvili, que lo oyó a un narrador itinerante, Solomon Gulishvili. Está tomado de una traducción rusa del original georgiano”.
LA BELLEZA DE LA VIDA
Cuento popular de
Georgia
En tiempos remotos vivía en Georgia una
noble y prudente mujer, la reina Magdana, que gobernaba con justicia su rico y
verde país. Al morir su esposo, su hijo Rostomel se convirtió en el único amor
de su vida. Lo amaba mucho más de lo que yo pueda deciros con mis palabras, y
veía amorosamente cómo crecía el tierno e ingenuo joven y se convertía en un
hombre robusto. Y no era ella la única que pensaba que era más hermoso que los
demás.
Mientras los días iban convirtiéndose en
años, Magdana comenzó a notar una nube en la hermosa frente del joven que, sin
razón aparente, se volvió taciturno y melancólico. Ni las impetuosas galopadas
por las verdes colinas de Georgia, ni las canciones melancólicas, ni las
apasionadas miradas de las jóvenes de ojos negros al bailar, podían alejar sus
negros humores ni borrar su tristeza.
Meditabundo y abatido, arrastraba su pesar
hasta un alejado rincón de los jardines de palacio y se entregaba a sus
ensoñaciones melancólicas. Hasta que la buena reina ya no pudo soportar más la
tristeza de su hijo.
-Hijo mío, dime qué pensamientos dolorosos
roen tu cabeza, qué penas impiden que en tus labios se dibuje una sonrisa.
-Madre, me gustaría contestarle con otra
pregunta: ¿dónde está mi padre?
-¿Tu padre? -preguntó sorprendida la
reina-. Pero... hace mucho tiempo que ha muerto.
-¿Muerto? ¿Qué significa eso? -preguntó el
príncipe con ansiedad.
-Hijo mío, todos nosotros procedemos de la
tierra y a ella debemos volver un día. Llegará el momento en que la buena Madre
Tierra nos recibirá de nuevo en su seno. Eso, hijo mío, es lo que significa
morir.
-No entiendo. Así que Dios que nos ha dado
la vida, ¿lo hizo para volvérnosla a quitar? No, eso no es posible. Tiene que
haber en la tierra un lugar donde exista la vida eterna y personas que no
conozcan la muerte. Iré en busca de ese lugar a encontrar la inmortalidad.
Madre querida, te ruego me perdones por dejarte, pero si me quedara, estoy
seguro que moriría de pesar.
En vano le suplicó la pobre madre que
permaneciera a su lado; en vano derramó amargas lágrimas; en vano se consumía
en su dolor. Su hijo no cedió a sus súplicas. Un buen día la abrazó y se puso
en camino en busca de la vida eterna.
Durante mucho, muchísimo tiempo el príncipe
vagó por el mundo y visitó muchos países, y por ninguna parte encontró la
tierra de la inmortalidad. Un día llegó a una llanura y sin árboles. Al mirar a
lo lejos vio contra el claro cielo azul la figura de un ciervo inmóvil con la
cornamenta erguida.
Al acercarse Rostomel, el ciervo le
preguntó:
-Joven, ¿qué buscas en esta tierra estéril?
-Busco el país de la inmortalidad.
-¿La inmortalidad? No existe semejante
cosa. Pero, mira, ¿ves el cielo inmenso y azul sobre nosotros? Mi destino es
permanecer inmóvil en esta llanura, hasta que mis cuernos lleguen al cielo.
¿Quieres quedarte conmigo todo este largo tiempo? Te prometo que durante todos
esos años serás inmortal. Únicamente cuando mi misión haya sido cumplida,
morirás.
-¡Oh, no! -contestó el príncipe-. Ni
siquiera cientos de siglos son la inmortalidad. Y yo quiero ser inmortal.
Adiós, amigo.
Continuó su camino y poco después llegó a
unas desnudas rocas, cuyas cimas se alzaban tanto que atravesaban las nubes. Y
en la cima más alta, sobre un profundísimo barranco, estaba un cuervo negro. El
príncipe se afanó día y noche para subir la escarpada montaña hasta que llegó a
donde se hallaba el cuervo.
-¿Por qué has venido? -le preguntó el
cuervo-. ¿Qué buscas en esta montaña dejada de la mano de Dios?
-La inmortalidad -contestó el joven.
-¿La inmortalidad? No existe tal cosa.
Pero, escucha: mira ese profundísimo barranco que se abre ante ti. Mi
desventurado sino es permanecer aquí hasta que con mi pico quite todos los
granos de arena y todos los granos de tierra de esta montaña y llene con ellos
totalmente el barranco. Te invito a quedarte conmigo todo el tiempo que dure mi
tarea. Te prometo que serás inmortal todo este tiempo.
-¡Oh, no! -dijo el príncipe-. ¿Qué me
importan a mí todos esos siglos? Yo busco la inmortalidad y algún día la
encontraré. iAdiós! y de nuevo encaminó sus pasos hacia lo desconocido. Después
de andar leguas y leguas llegó hasta el fin del mundo.
Bajo un espléndido arco iris, un inmenso y
maravilloso océano se extendía ante él. Olas azules y transparentes rompían con
fragor, espuma blanca como la nieve salpicaba la arena de la playa y chocaba
suavemente contra sus pies. Y lejos, muy lejos en la ilimitada distancia, más
allá del fin del arco iris, a través de una niebla dorada y rosácea, brillaba
una luz divina y maravillosa. Parecía estar llamando a Rostomel, acariciaba su
alma, hacía latir con fuerza su corazón y lo atraía hacia ella.
En un instante el extasiado príncipe fue
transportado hasta la otra orilla. Se vio en un reluciente y deslumbrante
palacio y ante él, radiante en medio del brillo de infinitas piedras preciosas,
vio a la más hermosa doncella que nunca hubiera visto.
No sabía quién podía ser, pero incluso las
estrellas y los rayos del sol palidecían ante su deslumbrante belleza. Su voz
llegó hasta él como el suave susurro del terciopelo sobre un lecho de seda.
-Bienvenido, Rostomel, a mi reino eterno.
Nací el primer día de la creación y he de permanecer aquí hasta el fin de los
tiempos. Mientras permanezcas a mi lado, renunciando a la vida eterna, la
muerte no te podrá alcanzar. Lograrás la inmortalidad. Porque yo soy la Belleza
de la Vida.
Rostomel se quedó muy a gusto. Pasaron mil
años y él, sin cansarse nunca de la belleza de ella, no apartaba los ojos de su
maravilloso rostro.
Y pasaron más siglos. Pero, poco a poco, a
lo largo de los tiempos, comenzó a dolerle el corazón, y un día le dijo a la
hermosa diosa:
-Divina beldad, ¿cuántos años han pasado
desde que vi por última vez a mi amada madre y las colinas y verdes valles de
Georgia?
-¡Ah!, ya me doy cuenta -dijo la Belleza-
de que la Madre Tierra no renuncia fácilmente a lo que le pertenece. Ve, pues;
doblégate a la ley universal, cumple tu humano destino. Pero llévate este
regalo en memoria mía: dos flores, una roja como la sangre y otra blanca como
la leche. Si deseas vivir tu vida en la tierra otra vez para disfrutar los
muchos años que has perdido contemplando mi belleza, no tienes más que oler la
flor roja. Si llegas a entender la belleza de la muerte, lleva la flor blanca a
tu nariz y aspira profundamente su olor.
Y tras despedirse de la divina Belleza de
la Vida, Rostomel volvió a dirigir sus pasos por el camino por el que había
llegado. En su viaje de regreso vio la montaña sobre cuya cumbre todavía estaba
el cuervo. Lo llamó, pero no obtuvo respuesta. Subió a la cima para verlo de
cerca y al tocarlo su cuerpo se deshizo en polvo. Miró hacia abajo y no vio ni
rastro del profundo barranco: estaba lleno de arena y de la tierra de la
montaña. Aquel viejo cuervo negro había cumplido su misión en la tierra y, en
consecuencia, había ganado la paz eterna.
Rostomel siguió andando y llegó hasta la
tranquila llanura donde estaba el ciervo. Todo lo que quedaba era un blanco
esqueleto y una calavera quemada por el sol de la que salían dos cuernos que, a
través de las nubes, llegaban hasta la bóveda celeste. Igual que el cuervo,
también el ciervo había cumplido su misión y merecido el descanso eterno.
Por fin, Rostomelllegó a su Georgia natal.
Pero, ¿qué es lo que veía? No reconocía ni a una sola persona, ni una sola
casa. Donde una vez hubo desiertos, se alzaban ahora pueblos y ciudades
bulliciosas. Personas desconocidas vestidas de modo raro hablaban una extraña lengua
y poblaban aquel país; y él no era capaz de entender lo que decían. Allí
estaban las montañas conocidas donde había visto la luz por primera vez, donde
había crecido, donde había abandonado a su amada madre.
Pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde el castillo
en que vivía la reina Magdana y desde el que gobernaba a su valeroso pueblo?
Ahora todo estaba yermo, todo silencioso como una tumba y únicamente los
bloques de piedra cubiertos de musgo eran testigos del, en otro tiempo, inmenso
palacio.
Lentamente se acercó todavía un poco más y
vio con el corazón anhelante la antigua atalaya todavía erguida en la colina
donde había cantarinas fuentes, donde resonaban dulces melodías y donde los
pies de las muchachas en otro tiempo corrían por el césped.
Corrió hacia la atalaya y se encontró con
un anciano curvado por el peso de los años. El anciano estaba sentado sobre la
lápida de una tumba, murmurando una plegaria con labios temblorosos.
-Dime, padre santo -dijo Rostomel
atropelladamente, interrumpiendo el rezo de aquel hombre-. ¿No es este el lugar
donde en otro tiempo vivía Magdana, la gloriosa y gran reina que gobernaba a su
pueblo con tanta justicia? Yo soy su hijo, el heredero del trono. Si mi madre
ya no vive, entonces yo soy ahora el rey soberano.
-¿Magdana? ¿Magdana? -repitió el anciano-.
Apenas puedo entender tus palabras, joven; no hablas nuestro idioma. Hablas
igual que las antiguas crónicas. Hace tiempo que las estudié y por eso entiendo
algo de lo que dices. ¿Magdana, dices? Sí, existe una leyenda, no
sé si es cierta, que cuenta que vivió una gran reina hace miles de años. Si no
recuerdo mal, se llamaba Magdana. Tenía un hijo -o, al menos, eso es lo que
dice la leyenda- que se fue del reino y desapareció sin dejar huellas. Magdana
murió con el corazón destrozado y. al cabo de muy poco tiempo, su reino se
extinguió con ella.
El príncipe Rostomel guardó silencio mucho
rato, mientras resbalaban por sus mejillas abundantes lágrimas de dolor. Por
fin, alzó su lloroso rostro a los cielos y exclamó:
-¡Oh eterno secreto del tiempo! ¿Qué soy yo
ahora? ¿Nada más que una leyenda olvidada?
Inmediatamente, sacó la flor roja, la
acercó a su nariz y aspiró su fragante olor. Al instante envejeció; se
convirtió en un anciano, débil y encorvado; sus vivos ojos se apagaron, su
bronceada piel se secó y arrugó sobre sus viejos huesos. Ya no le quedaban
fuerzas ni para llevar la mano hasta el bolsillo donde guardaba la flor blanca.
Con un sordo murmullo llamó al viejo sacerdote:
-Pronto, padre, toma la flor blanca de mi
bolsillo y acércala a mi nariz, para que pueda aspirar su fragancia y conocer
por fin las misteriosas delicias de la muerte.
Rostomel murió. Lo enterraron y volvió a la
tierra de donde había venido, y nadie molestó su sueño. Pero sobre su tumba
crecen todos los años dos flores: una roja y otra blanca.
James Riordan, Cuentos
maravillosos del mundo entero, trad.
Javier Gómez Rea, Madrid,
Plaza&Janés, págs. 49-55
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Maravilloso....volver a leer uno de estos cuentos con Los que tanto volo mi imaginacion en mi juventud. Lamento mucho haber perdido el libro. Ahora puedo leer a mi hija la belleza de la vida. Si pueden publicar mas cuentos de este libro les agradeceria pues no hay ninguno que sea malo. Gracias.
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