El vaso de plata, de Antoni Marí (Libros del Asteroide, Barcelona, 2008) |
"El vaso de plata es, en su aparente pequeñez, un libro grande, muy grande. En una de las historias se habla del arte como elemento transformador de la realidad y se invita a «ver las cosas desde una perspectiva distinta de la habitual», y eso es precisamente lo que hace Marí a través de la mirada de Miguel, cuya subjetividad ilumina cuanto observa y experimenta”.
Ignacio Martínez de Pisón
VISITAR A LOS ENFERMOS
Antoni Marí (España,
1944)
Pablo fue mi mejor amigo. Tal vez el único
amigo que tuve nunca. No he mantenido con nadie una relación como la que
mantuve con él, mientras vivió. Tal vez fuera por la edad. En la adolescencia
la amistad es como la extensión de esa conciencia perpleja que uno va
descubriéndose, a empellones y sustos. Siempre pensé que aquella extensión de
mi conciencia que se personificaba en la figura de Pablo, era más firme y más
real que la mía propia.
Pablo era más inteligente que yo, más
franco y más abierto. Yo tenía serias dificultades para relacionarme con el
mundo de los acontecimientos: para mí, todo suponía un problema o una
contrariedad. Era suspicaz y sentía temor por cualquier cosa. Pablo, en cambio,
era valeroso; sabía enfrentarse a las dificultades como una persona mayor,
pensaba yo. Estas cualidades, sin embargo, no me habrían despertado el afecto,
ni la amistad que le profesaba, si no hubiera reconocido en él aquellas otras
que parece que se pierden con los años, como la solidaridad, la fidelidad, la
capacidad de entrega y la paciencia.
Conocí a Pablo durante el primer curso de
bachillerato. Su padre, por su trabajo, tuvo que venir a nuestra ciudad y él se
incorporó a nuestra clase ya bien entrado el curso escolar. Le reconocí
inmediatamente como al amigo que realmente fue y pienso que él también me
reconoció a mí; en aquellos años yo tenía tan mal concepto de mí mismo que no
podía creer que nadie quisiera, por su propia voluntad, hacerse amigo mío. Y él
sí quiso. Tal vez, ésta fue una de las razones por las cuales yo no podía dudar
de su amistad; porque fue su amistad y su afecto los que propiciaron que sea
como soy ahora.
Cuando terminamos el bachillerato, entramos
en la universidad. Y aunque él hacía Letras y yo Ciencias, seguíamos viéndonos
con la misma frecuencia de antes y participando de todo aquello en lo que
ocupábamos nuestra vida y nuestra existencia. A mí me interesaban sus estudios,
y él parecía interesarse por los míos. Llegué a tener una formación
humanística, que todavía hoy asombra a mis colegas. Pablo podía mantener
cualquier conversación sobre física cuántica o sobre el principio de
incertidumbre de Heisenberg. Tanto en su casa como en la mía entablábamos
larguísimas discusiones sobre el futuro de la humanidad, la idea de nuestro
tiempo y la temperatura de las chicas con quienes salíamos los sábados.
Todo acontecía con regularidad: las clases,
los paseos, las discusiones, los guateques. A pesar de que el tiempo, los
estudios y los quehaceres diarios le habían hecho perder algo de su esplendor
original, nuestra amistad permanecía firme: nos sabíamos mutuamente deudores de
lo que cada uno de nosotros consideraba como lo mejor de sí mismo.
Un día, Pablo me llamó por teléfono. Tengo
que hablarte ahora mismo. Nos vemos dentro de media hora en el bar de la plaza.
Estaba pálido y nervioso. Los médicos le habían detectado una terrible
enfermedad en los huesos. Que se le desintegraban progresivamente como una
piedra enferma, y que en un par de años serían como aserrín, o arena o polvo de
granito. No me lo creí; tal vez pensara que se encontraría un remedio y que no
era posible una muerte así, a los veintitrés años. Sin embargo, dos meses
después, Pablo ya no salía de casa de sus padres.
Al principio siguió yendo a la universidad;
después sólo asistía a las clases de última hora; más tarde salía a mediodía a
pasear por el barrio o a tomar el sol en la plaza de enfrente de su casa.
Luego, ni tan siquiera podía andar cuatro pasos sin que su cuerpo manifestara
la violenta enfermedad que lo sumía. Finalmente ya no salió más de casa de sus
padres.
Yo le visitaba todas las tardes y sé que
agradecía mis visitas y el tiempo que ocupaba en su compañía. Le leía algún
libro, el periódico, cualquier cosa liviana que me cayera entre las manos; le
contaba las cosas que me sucedían, lo que yo creía que podía distraerle en la
reclusión a que le tenía sometido su enfermedad. Iba perdiendo capacidad de
atención y, cuando la tenía, no solía ser por mucho tiempo. Posiblemente no
atendiera a la lectura y tampoco le interesara lo que pudiera ocurrir. Sin
embargo ponía la cara de atención que tan bien le conocía y se esforzaba por
mostrar interés.
Fue perdiendo la memoria. En algunas
ocasiones no llegó a reconocerme y entonces preguntaba a su madre quién era yo
y qué quería. Otras veces no recordaba dónde estaba, ni qué hacía en aquel
lugar. Para evitar o, simplemente, para aliviar aquella progresiva pérdida de
su memoria, yo intentaba contarle cosas de nuestro pasado común, episodios
felices, sucesos memorables, anécdotas y chascarrillos de nuestra adolescencia.
Cuando podía recordar, se detenía en los detalles más sencillos. Apenas
recordaba los grandes acontecimientos y, en cambio, podía describir con
precisión situaciones y escenas que, a pesar de haberlas vivido los dos, yo las
tenía totalmente olvidadas.
Unos meses más tarde, el estado de Pablo
empeoró. Fue debilitándose, incapaz de sostenerse y apenas con fuerza para
abrir la puerta. Sus ojos fueron cubriéndose de un velo gris y de una pesadez
quieta. Se quedaba absorto y casi inmóvil, y su mirada se perdía en cualquier
rincón de la casa. Apenas hablaba. Los últimos días ya no tenía recursos para
expresarse, ni tan sólo para dar a entender el más pequeño quiebro de su
pensamiento. Aquella enfermedad le había transformado en otro hombre.
Era, ciertamente, otro hombre; no
conservaba rasgo alguno de aquel carácter que había hecho posible nuestra
amistad. Su inteligencia parecía recluida en el lugar más inverosímil de su
cerebro; su curiosidad se había transformado en un solipsismo hermético, y su
alegría, ahora, era una inquieta desazón. Aunque todos comprendiéramos que
había razones para ello, no dejábamos de lamentar el lento resquebrajamiento de
sus facultades y su lento y trágico morir.
Una tarde, al visitarle, me estremeció un
escalofrío. Su estado era deplorable. Su rostro estaba pálido, los labios eran
como finos pliegues transparentes y, en sus manos, las venas azules y espesas
parecían a punto de rasgar la suave película que las cubría. Sus ojos, en
cambio, seguían vivos; eran como dos luciérnagas luminosas que se hubieran
escondido en una grieta profunda. Al verme me sonrió y, con un gesto de
complicidad, me hizo un ademán para que me sentara junto a él. Me miraba y
sonreía. ¿Recuerdas aquella verbena de San Juan?, me preguntó. Qué borrachos
estábamos. Qué curda más memorable. Nos echaron, ¿recuerdas. Tú estabas más
borracho que nadie. Ni siquiera sabías lo que hacías. Parecía contento y me
miraba sin dejar de sonreír. ¿Recuerdas?, lanzaste una bola de confeti que fue
a dar en la frente de la chica que daba la fiesta, un poco más y le sacas un
ojo. Pablo iba a decir algo más pero se atragantó. Una fuerte convulsión le
dejó sin sentido. Su madre le tocó la frente y dijo: Le ocurre a menudo, no
puede contenerse. Pero no hay que temer. Lo mejor es dejar que repose, que se
tranquilice. Vuelve mañana. Ya sabes que le gustan mucho tus visitas y que cada
tarde te espera.
Salí de casa de Pablo presintiendo lo peor,
y, sin ánimo de volver a casa, pasé por la de Federico, un amigo común, para
procurar distraerme y reconfortarme con su compañía. Estaba a punto de salir.
Iba a una fiesta. Me animó a ir con él. Ven. Será peor si te quedas en casa.
Tomarás unas copas y te distraerás. Si quieres me quedo contigo, pero sería mejor
que fuéramos los dos a la fiesta.
Era una fiesta para celebrar no sé qué. A
mí me pareció una fiesta infantil; me sorprendió y desagradó la multitud y el
griterío, y tuve que esforzarme por no volver a casa. Todos gritaban, cantaban,
aplaudían, se daban golpes en la espalda, llevaban narices postizas y
espantasuegras. Eran como niños, y su alegría tonta y la algarabía que
producían a mi alrededor me molestaban profundamente. No estaba para fiestas y
menos con aquella gente incontinente.
Las serpentinas y el confeti se esparcían
por el suelo, sobre las lámparas, en los platos de carne asada, en los vasos de
whisky, en las jarras de cerveza, y se metían en las orejas. Procuré
incorporarme al jolgorio a pesar de que nunca me han gustado las fiestas
populares. Tampoco quería irme a casa; en aquellas circunstancias necesitaba
compañía. La imagen de Pablo no cesaba de azuzar mi imaginación y mi tristeza.
Tenía fija en mi mente, y ahora en mi recuerdo, aquella otra fiesta, aquel
incidente del confeti que había olvidado.
La fiesta continuaba. Federico estuvo
atento y solícito conmigo, conocía mi profunda amistad con Pablo y consiguió
aliviar mi tristeza y hacerme olvidar la melancolía que me atenazaba.
Finalmente me integré en la fiesta y también tiré confeti y serpentinas y bebí
todo lo que caía en mis manos. A medianoche, sin despedirme de nadie, y sin
pensar por qué, salí de la fiesta y fui a casa de Pablo.
Su madre me abrazó silenciosamente
conteniendo la respiración, comprendí que Pablo había muerto. Me retuvo entre
sus brazos; yo miraba, en la pared, un grabado de Ricardo Baroja. El ruido de
la fiesta me estallaba en los oídos, el alcohol parecía agolparse en las
sienes, reventándolas. Todo me daba vueltas. La madre de Pablo me tomó de la
mano y me llevó al dormitorio.
Estaba en la cama envuelto en una sábana
blanca. Cerré los ojos y una multitud de estrellitas veloces corrió de
izquierda a derecha. Un dolor que parecía atravesarme el pecho me hizo llorar.
Las lágrimas resbalaban quemándome el rostro, todo estaba borroso y lejano.
Como pude, sin mirar, me saqué el pañuelo del bolsillo. Me sequé la humedad de
las lágrimas y miré furtivamente a Pablo quien, con aquel gesto, había quedado
cubierto de confeti, de minúsculos papelitos festivos que motearon su mortaja de
miles de colores.
Comentario
El vaso de plata, de Antoni Marí, es
una novela iniciática en la que el autor, desde la mirada y la voz de un niño,
nos relata catorce cuadros en apariencia independientes tomando como hilo
conductor las catorce Obras de Misericordia. El narrador, ese chico que se
pregunta por todo y que vive en continua busca y reflexión, no cuenta de modo
lineal una historia; el tiempo es afectivo, no cronológico, poético y no
narrativo. El marco es en todo momento minimalista, como los personajes, apenas
esbozos, leves pinceladas. Los hechos que se narran, sencillos, mínimos, y
quizás por eso, tan profundos. El gran acierto de esta novela es sin duda la
voz narrativa y el tono espiritual, como de bodegón, de todas sus páginas. El
viaje iniciático, esas aventuras mínimas pero, subjetivamente trascendentales,
de la adolescencia, puede compararse con tantos libros del género. Por su
lirismo me recuerda a esa novelita de Ayesta, Helena o el mar de verano,
pero también, por su forma, a esa obra maestra, Adioses, de Luis de
Castresana. Al prologuista, Martínez de Pisón, le recuerda a El Guardián
entre el centeno, e intenta establecer paralelismos y diferencias con la
novela de Salinger”.
Juan Gómez Blanes
(Fuente: Desde la barra )
El vaso de plata y
otras obras de misericordia, Prólogo de Ignacio Martínez de Pisón, Barcelona,
Libros del Asteroide, 2008, págs. 43-49
–––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––
Nota: narrativabreve.com es un blog sin ánimo de lucro que trabaja como espacio de creación y redifusor de textos literarios, y en señal de buena voluntad indica siempre -que es posible- la fuente de los textos y las imágenes publicados. En cualquier caso, si algún autor o editor quisiera renunciar a la difusión de textos suyos que han sido publicados en este blog, no tiene más que comunicarlo en la siguiente dirección: ciconia1@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario
narrativabreve.com agradece tus comentarios.
Nota: el administrador de este blog revisará cada comentario antes de publicarlo para confirmar que no se trata de spam o de publicidad encubierta. Cualquier lector tiene derecho a opinar en libertad, pero narrativabreve.com no publicará comentarios que incluyan insultos.