viernes, 25 de noviembre de 2011

Cuento breve recomendado (135): "Visitar a los enfermos", de Antoni Marí



El vaso de plata, de Antoni Marí (Libros del Asteroide, Barcelona, 2008)


"El vaso de plata es, en su aparente pequeñez, un libro grande, muy grande. En una de las historias se habla del arte como elemento transformador de la realidad y se invita a «ver las cosas desde una perspectiva distinta de la habitual», y eso es precisamente lo que hace Marí a través de la mirada de Miguel, cuya subjetividad ilumina cuanto observa y experimenta”.

Ignacio Martínez de Pisón



VISITAR A LOS ENFERMOS
Antoni Marí (España, 1944)
Pablo fue mi mejor amigo. Tal vez el único amigo que tuve nunca. No he mantenido con nadie una relación como la que mantuve con él, mientras vivió. Tal vez fuera por la edad. En la adolescencia la amistad es como la extensión de esa conciencia perpleja que uno va descubriéndose, a empellones y sustos. Siempre pensé que aquella extensión de mi conciencia que se personificaba en la figura de Pablo, era más firme y más real que la mía propia.
Pablo era más inteligente que yo, más franco y más abierto. Yo tenía serias dificultades para relacionarme con el mundo de los acontecimientos: para mí, todo suponía un problema o una contrariedad. Era suspicaz y sentía temor por cualquier cosa. Pablo, en cambio, era valeroso; sabía enfrentarse a las dificultades como una persona mayor, pensaba yo. Estas cualidades, sin embargo, no me habrían despertado el afecto, ni la amistad que le profesaba, si no hubiera reconocido en él aquellas otras que parece que se pierden con los años, como la solidaridad, la fidelidad, la capacidad de entrega y la paciencia.
Conocí a Pablo durante el primer curso de bachillerato. Su padre, por su trabajo, tuvo que venir a nuestra ciudad y él se incorporó a nuestra clase ya bien entrado el curso escolar. Le reconocí inmediatamente como al amigo que realmente fue y pienso que él también me reconoció a mí; en aquellos años yo tenía tan mal concepto de mí mismo que no podía creer que nadie quisiera, por su propia voluntad, hacerse amigo mío. Y él sí quiso. Tal vez, ésta fue una de las razones por las cuales yo no podía dudar de su amistad; porque fue su amistad y su afecto los que propiciaron que sea como soy ahora.
Cuando terminamos el bachillerato, entramos en la universidad. Y aunque él hacía Letras y yo Ciencias, seguíamos viéndonos con la misma frecuencia de antes y participando de todo aquello en lo que ocupábamos nuestra vida y nuestra existencia. A mí me interesaban sus estudios, y él parecía interesarse por los míos. Llegué a tener una formación humanística, que todavía hoy asombra a mis colegas. Pablo podía mantener cualquier conversación sobre física cuántica o sobre el principio de incertidumbre de Heisenberg. Tanto en su casa como en la mía entablábamos larguísimas discusiones sobre el futuro de la humanidad, la idea de nuestro tiempo y la temperatura de las chicas con quienes salíamos los sábados.
Todo acontecía con regularidad: las clases, los paseos, las discusiones, los guateques. A pesar de que el tiempo, los estudios y los quehaceres diarios le habían hecho perder algo de su esplendor original, nuestra amistad permanecía firme: nos sabíamos mutuamente deudores de lo que cada uno de nosotros consideraba como lo mejor de sí mismo.
Un día, Pablo me llamó por teléfono. Tengo que hablarte ahora mismo. Nos vemos dentro de media hora en el bar de la plaza. Estaba pálido y nervioso. Los médicos le habían detectado una terrible enfermedad en los huesos. Que se le desintegraban progresivamente como una piedra enferma, y que en un par de años serían como aserrín, o arena o polvo de granito. No me lo creí; tal vez pensara que se encontraría un remedio y que no era posible una muerte así, a los veintitrés años. Sin embargo, dos meses después, Pablo ya no salía de casa de sus padres.
Al principio siguió yendo a la universidad; después sólo asistía a las clases de última hora; más tarde salía a mediodía a pasear por el barrio o a tomar el sol en la plaza de enfrente de su casa. Luego, ni tan siquiera podía andar cuatro pasos sin que su cuerpo manifestara la violenta enfermedad que lo sumía. Finalmente ya no salió más de casa de sus padres.
Yo le visitaba todas las tardes y sé que agradecía mis visitas y el tiempo que ocupaba en su compañía. Le leía algún libro, el periódico, cualquier cosa liviana que me cayera entre las manos; le contaba las cosas que me sucedían, lo que yo creía que podía distraerle en la reclusión a que le tenía sometido su enfermedad. Iba perdiendo capacidad de atención y, cuando la tenía, no solía ser por mucho tiempo. Posiblemente no atendiera a la lectura y tampoco le interesara lo que pudiera ocurrir. Sin embargo ponía la cara de atención que tan bien le conocía y se esforzaba por mostrar interés.
Fue perdiendo la memoria. En algunas ocasiones no llegó a reconocerme y entonces preguntaba a su madre quién era yo y qué quería. Otras veces no recordaba dónde estaba, ni qué hacía en aquel lugar. Para evitar o, simplemente, para aliviar aquella progresiva pérdida de su memoria, yo intentaba contarle cosas de nuestro pasado común, episodios felices, sucesos memorables, anécdotas y chascarrillos de nuestra adolescencia. Cuando podía recordar, se detenía en los detalles más sencillos. Apenas recordaba los grandes acontecimientos y, en cambio, podía describir con precisión situaciones y escenas que, a pesar de haberlas vivido los dos, yo las tenía totalmente olvidadas.
Unos meses más tarde, el estado de Pablo empeoró. Fue debilitándose, incapaz de sostenerse y apenas con fuerza para abrir la puerta. Sus ojos fueron cubriéndose de un velo gris y de una pesadez quieta. Se quedaba absorto y casi inmóvil, y su mirada se perdía en cualquier rincón de la casa. Apenas hablaba. Los últimos días ya no tenía recursos para expresarse, ni tan sólo para dar a entender el más pequeño quiebro de su pensamiento. Aquella enfermedad le había transformado en otro hombre.
Era, ciertamente, otro hombre; no conservaba rasgo alguno de aquel carácter que había hecho posible nuestra amistad. Su inteligencia parecía recluida en el lugar más inverosímil de su cerebro; su curiosidad se había transformado en un solipsismo hermético, y su alegría, ahora, era una inquieta desazón. Aunque todos comprendiéramos que había razones para ello, no dejábamos de lamentar el lento resquebrajamiento de sus facultades y su lento y trágico morir.
Una tarde, al visitarle, me estremeció un escalofrío. Su estado era deplorable. Su rostro estaba pálido, los labios eran como finos pliegues transparentes y, en sus manos, las venas azules y espesas parecían a punto de rasgar la suave película que las cubría. Sus ojos, en cambio, seguían vivos; eran como dos luciérnagas luminosas que se hubieran escondido en una grieta profunda. Al verme me sonrió y, con un gesto de complicidad, me hizo un ademán para que me sentara junto a él. Me miraba y sonreía. ¿Recuerdas aquella verbena de San Juan?, me preguntó. Qué borrachos estábamos. Qué curda más memorable. Nos echaron, ¿recuerdas. Tú estabas más borracho que nadie. Ni siquiera sabías lo que hacías. Parecía contento y me miraba sin dejar de sonreír. ¿Recuerdas?, lanzaste una bola de confeti que fue a dar en la frente de la chica que daba la fiesta, un poco más y le sacas un ojo. Pablo iba a decir algo más pero se atragantó. Una fuerte convulsión le dejó sin sentido. Su madre le tocó la frente y dijo: Le ocurre a menudo, no puede contenerse. Pero no hay que temer. Lo mejor es dejar que repose, que se tranquilice. Vuelve mañana. Ya sabes que le gustan mucho tus visitas y que cada tarde te espera.
Salí de casa de Pablo presintiendo lo peor, y, sin ánimo de volver a casa, pasé por la de Federico, un amigo común, para procurar distraerme y reconfortarme con su compañía. Estaba a punto de salir. Iba a una fiesta. Me animó a ir con él. Ven. Será peor si te quedas en casa. Tomarás unas copas y te distraerás. Si quieres me quedo contigo, pero sería mejor que fuéramos los dos a la fiesta.
Era una fiesta para celebrar no sé qué. A mí me pareció una fiesta infantil; me sorprendió y desagradó la multitud y el griterío, y tuve que esforzarme por no volver a casa. Todos gritaban, cantaban, aplaudían, se daban golpes en la espalda, llevaban narices postizas y espantasuegras. Eran como niños, y su alegría tonta y la algarabía que producían a mi alrededor me molestaban profundamente. No estaba para fiestas y menos con aquella gente incontinente.
Las serpentinas y el confeti se esparcían por el suelo, sobre las lámparas, en los platos de carne asada, en los vasos de whisky, en las jarras de cerveza, y se metían en las orejas. Procuré incorporarme al jolgorio a pesar de que nunca me han gustado las fiestas populares. Tampoco quería irme a casa; en aquellas circunstancias necesitaba compañía. La imagen de Pablo no cesaba de azuzar mi imaginación y mi tristeza. Tenía fija en mi mente, y ahora en mi recuerdo, aquella otra fiesta, aquel incidente del confeti que había olvidado.
La fiesta continuaba. Federico estuvo atento y solícito conmigo, conocía mi profunda amistad con Pablo y consiguió aliviar mi tristeza y hacerme olvidar la melancolía que me atenazaba. Finalmente me integré en la fiesta y también tiré confeti y serpentinas y bebí todo lo que caía en mis manos. A medianoche, sin despedirme de nadie, y sin pensar por qué, salí de la fiesta y fui a casa de Pablo.
Su madre me abrazó silenciosamente conteniendo la respiración, comprendí que Pablo había muerto. Me retuvo entre sus brazos; yo miraba, en la pared, un grabado de Ricardo Baroja. El ruido de la fiesta me estallaba en los oídos, el alcohol parecía agolparse en las sienes, reventándolas. Todo me daba vueltas. La madre de Pablo me tomó de la mano y me llevó al dormitorio.
Estaba en la cama envuelto en una sábana blanca. Cerré los ojos y una multitud de estrellitas veloces corrió de izquierda a derecha. Un dolor que parecía atravesarme el pecho me hizo llorar. Las lágrimas resbalaban quemándome el rostro, todo estaba borroso y lejano. Como pude, sin mirar, me saqué el pañuelo del bolsillo. Me sequé la humedad de las lágrimas y miré furtivamente a Pablo quien, con aquel gesto, había quedado cubierto de confeti, de minúsculos papelitos festivos que motearon su mortaja de miles de colores.

Comentario
El vaso de plata, de Antoni Marí, es una novela iniciática en la que el autor, desde la mirada y la voz de un niño, nos relata catorce cuadros en apariencia independientes tomando como hilo conductor las catorce Obras de Misericordia. El narrador, ese chico que se pregunta por todo y que vive en continua busca y reflexión, no cuenta de modo lineal una historia; el tiempo es afectivo, no cronológico, poético y no narrativo. El marco es en todo momento minimalista, como los personajes, apenas esbozos, leves pinceladas. Los hechos que se narran, sencillos, mínimos, y quizás por eso, tan profundos. El gran acierto de esta novela es sin duda la voz narrativa y el tono espiritual, como de bodegón, de todas sus páginas. El viaje iniciático, esas aventuras mínimas pero, subjetivamente trascendentales, de la adolescencia, puede compararse con tantos libros del género. Por su lirismo me recuerda a esa novelita de Ayesta, Helena o el mar de verano, pero también, por su forma, a esa obra maestra, Adioses, de Luis de Castresana. Al prologuista, Martínez de Pisón, le recuerda a El Guardián entre el centeno, e intenta establecer paralelismos y diferencias con la novela de Salinger”.
Juan Gómez Blanes
(Fuente: Desde la barra )

El vaso de plata y otras obras de misericordia, Prólogo de Ignacio Martínez de Pisón, Barcelona, Libros del Asteroide, 2008, págs. 43-49



        
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