Horacio Quiroga. Fuente de la imagen |
[Este cuento incluye comentarios, al final, de Miguel Díez R]“Luché porque el cuento tuviera una sola línea trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, adorno o digresión debía acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente al blanco”.H.Q.
EL HOMBRE MUERTO
Horacio Quiroga (1878-1937)
El hombre y su machete acababan de limpiar
la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas
abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era
muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los
arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas
al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un
trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba
de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no
ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado
sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en
toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado
estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras
el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el
puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano.
Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de
su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro
de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que
acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de
la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días
preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley
fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente
por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el
último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué
de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos
reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del
escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras
divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que
debemos vivir aún! ¿Aún...?
No han pasado dos segundos: el sol está
exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro.
Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a
largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda
postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué
cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda
el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente,
va a morir.
El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese
horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira:
¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo
conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas
al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se
mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los
bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su
casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver
más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y
que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el
Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de
fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de
postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...
¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno
de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la
mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a
cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el
alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas
al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el
muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media.
Y siempre silbando... Desde el poste descascarado que toca casi con las botas,
hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince
metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el
alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un
natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el
bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a
plomo... Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su
persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que
formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal,
obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente,
naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace
dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la
gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de
esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien
la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el
puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado...!
El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo)
estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras
diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está
solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de
costumbre. ¿La prueba...? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de
su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro!
¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas
del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del
alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien;
y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae
a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve.
Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.
...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben
de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá
arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su
mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las
demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre:
¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso...? ¡Claro, oye! Ya es la hora.
Oye efectivamente la voz de su hijo... ¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los
tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras
amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al
malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy cansado, mucho, pero nada más.
¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero,
que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía
entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda,
a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere
abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el
trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el
bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se
acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos.
Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las
piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo,
como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy
cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil
de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y
no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están
próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto:
y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido
que ya ha descansado.
Los desterrados,
1926.
Los desterrados y
otros textos. Antología, 1907-1937, ed. Jorge Lafforgue, Madrid, Castalia,
1990, págs. 239-243.
Comentario
“El hombre muerto” es uno de los cuentos
más importantes de Horacio Quiroga. Se trata de una narración en tercera
persona que presenta al protagonista contemplando el proceso de su propia
muerte. Al principio, predomina el enfoque externo, próximo a la técnica
objetivista; después, el cuento da paso a la pesadilla de la muerte absurda en
medio del paisaje familiar y cotidiano. Se puede analizar la digresión en
primera persona, del propio autor, intercalada en la historia, y el paso del
tiempo que está muy marcado, lento al principio y precipitado después.
Miguel Díez R.
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