Manuel Vicent en Denia. Fotografía de Jesús Císcar. Fuente de la imagen |
“Me siento cómodo con el artículo corto, y sobre todo, dentro del artículo corto, con la pequeña historia. Tengo la sensación de que todo lo que se puede decir en cien folios se puede también decir en cincuenta, en diez y en uno. A esto se añade que, al comprimir una historia en un folio, se entra en un terreno donde la palabra adquiere un especial valor; se entra casi en el terreno de la poesía. Hacer poesía y a la vez relato condensa todo desde el punto de vista de la necesidad de escribir”.
M.V.
Manuel Vicent (España, 1936)
En la terraza de
un bar de la playa están sentados un viejo y un niño. El mar acaba de purgarse
con un temporal y ha dejado la arena cubierta de algas rojas muy amargas, pero
las aguas ya se han calmado y el viejo le señala al niño un buque explorador
fondeado en un punto del horizonte que está sacando del abismo un galeón de
bucaneros que se hundió en tiempos muy remotos. Mira, le dice el viejo, aquel
buque tiene un brazo articulado que ha bajado a mil metros de profundidad y ha
introducido una cámara entre las cuadernas de la nave donde se ven cofres,
vajillas, arcabuces y una sirena color de rosa esculpida en el bauprés. En un
camarote aparece todavía la calavera del capitán coronada de lapas. El niño
comienza a soñar con los ojos muy abiertos.
Todos nuestros
juguetes se han roto, excepto los cuentos que nos contaron en la niñez y que de
una forma u otra nos llevan siempre a la isla del tesoro. Gracias al sistema de
detección por satélite existen no menos de 4000 barcos localizados en el fondo
del mar -trirremes, carabelas, goletas, galeones- que naufragaron a lo
largo de la historia. Lo que en el Mediterráneo eran dioses, en el Caribe y en
los mares el Sur fueron piratas. Cada abismo contiene sus propios héroes
sumergidos, como nuestra imaginación alberga los deseos más remotos. Existen
empresas especializadas en sacar a la superficie estos barcos cargados de oro o
de esculturas de mármol, lo mismo que la razón extrae las imágenes simbólicas
que elabora el cerebro en la oscuridad de los sueños y las convierte en
sensaciones a pleno sol.
El viejo le
cuenta al niño un cuento de corsarios y en la imaginación del niño se sumerge
la figura soñada de un barco fantasma gobernado por unos piratas berberiscos
que llegaron a esta playa para raptar a cuantas mujeres hermosas encontraban.
El viejo va aflorando desde el fondo de su memoria la historia de Simbad el
Marino, la del Capitán Nemo, la de Lord Jim y otros cuentos, juguetes que le
habían regalado en la infancia y nunca se le rompieron. Ahora los saca a la
superficie, los deposita en la imaginación del niño y estos relatos se hunden
en su cerebro hasta alcanzar el fondo de los sueños. Cuando el viejo muera y su
cuerpo descienda al abismo como una nave derrotada, un día, al recordar los
cuentos que le había contado, el niño lo salvará de las aguas como ese buque
explorador está rescatando ahora un galeón de bucaneros que lleva en su vientre
cofres repletos de monedas de oro, una sirena labrada en el bauprés y otros
tesoros.
El País, 11. I. 2006
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