lunes, 7 de noviembre de 2011

Cuento breve recomendado (112): "Tesoros", de Juan Gracia Armendáriz



Juan Gracia Armendáriz. Fuente de la imagen
 "La literatura nos ofrece la posibilidad de ampliar nuestro horizonte de experiencias; quien haya leído a Primo Levi ha estado en un campo de concentración, quien haya leído a Melville ha luchado con la ballena blanca; quien haya leído a Kafka conoce la afrenta de la exclusión. Ya Platón se dio cuenta de la capacidad de persuasión de los mitos. A mí me gustan los libros que me han cambiado la mirada. Son los que siempre recomiendo. Algunos ejemplos: “Bajo el volcán”, de Malcolm Lowry; “La vida breve”, de Onetti; “La metamorfosis”, de Kafka; “La muerte de Iván Illich”, de Tolstoi; “El pabellón de oro”, de Jukio Mishima; “El factor humano”, de Graham Green, “Crimen y castigo”, de Dostoiveski… "
J.G.A


TESOROS
Juan Gracia Armendáriz, España (1965)
Algo no marchaba bien, y Ana lo sabía. Hasta aquella tarde de agosto -Gabriel y Andrés estaban lejos, de vacaciones inglesas- sus padres la habían mantenido al margen de los acontecimientos familiares que al final del verano adquirieron el cariz de lo inapelable, igual que se barrunta la tormenta en la humedad del viento levantado: las llamadas telefónicas a medianoche, la venta urgente de la casa, las conversaciones de sus padres en el comedor del abuelo, las visitas del abogado... fueron indicios suficientes para que Ana, pequeña aún, relegada al espacio límbico de la infancia, supiera que los hechos se precipitarían sobre todos ellos con la contundencia de lo inevitable.
Hasta esa tarde, la habían entretenido con largos paseos por la playa, por el espigón del puerto o tomando la barca de la isla hacia la posibilidad de un día atrapando cangrejos entre las rocas y bebiendo limonada en el embarcadero. Y Ana, silenciosa y amable, se había dejado convencer por el decorado de la normalidad, anulando en sus padres un nuevo frente de temor. Y así lo hizo, esbozando una sonrisa con los ojos, cuando aquella tarde la auparon sobre la grupa de un caballito, en medio de la feria. Hasta ese instante -sus padres seguían detrás, cogidos de la mano, los pasos del caballo de Ana- su vida había transcurrido con cierta y engañosa placidez en el pueblo. Sus hermanos, modelos a imitar entonces, se tornaban poco a poco en sombras: Andrés, lejano en edad con un pie ya en la adolescencia, y Gabriel, su cómplice en ocasiones, su enemigo en otras.
Ana tenía una mancha cárdena en medio de la palidez de la frente, mácula de los rigores de un parto difícil, que se encendía con el fulgor de la ira cuando sus hermanos la excluían de los juegos, especialmente de los torneos medievales organizados en la cochera y que con el paso de la tarde degeneraban en un combate paleolítico y sin reglas de honor...o cuando le impedían ir a cazar jilgueros con cimbel, liga y cardo. En la marginación había cultivado el silencio.
Acaso esta infancia transcurrida bajo el influjo lúdico de la masculinidad, explique el hecho de que Ana expresara, ante el horror materno, su deseo de hacer la primera comunión vestida de Sandokán, con un sable malayo en el cinto y el tatuaje de la Perla de Labuán en el virginal hombro, o que durante mucho tiempo, su ideal de hombre fuera un trampero del Canadá o un leñador de los Pirineos con quien compartía una cabaña construida con troncos recios de haya en lo más profundo del bosque y un perro mastín que vigilara frente a la chimenea sus sueños de amazona en las noches de invierno...
Cuando acabó el paseo, la bajaron del pony, los tres tomaron una ración de churros y un fotógrafo los retrató de espaldas a la bahía. Luego su padre desapareció en un taxi.
Muchos años después, en esa fotografía en blanco y negro y de bordes dentados, Ana fecharía el día en que acabó su infancia.
Noticias de la frontera, Madrid, Libertarias / Prodhufi, 1994, pág. 74-75.

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