Juan Gracia Armendáriz. Fuente de la imagen |
"La literatura nos ofrece la posibilidad de ampliar nuestro horizonte de experiencias; quien haya leído a Primo Levi ha estado en un campo de concentración, quien haya leído a Melville ha luchado con la ballena blanca; quien haya leído a Kafka conoce la afrenta de la exclusión. Ya Platón se dio cuenta de la capacidad de persuasión de los mitos. A mí me gustan los libros que me han cambiado la mirada. Son los que siempre recomiendo. Algunos ejemplos: “Bajo el volcán”, de Malcolm Lowry; “La vida breve”, de Onetti; “La metamorfosis”, de Kafka; “La muerte de Iván Illich”, de Tolstoi; “El pabellón de oro”, de Jukio Mishima; “El factor humano”, de Graham Green, “Crimen y castigo”, de Dostoiveski… "
J.G.A
TESOROS
Juan Gracia Armendáriz, España (1965)
Algo no marchaba bien, y Ana lo sabía.
Hasta aquella tarde de agosto -Gabriel y Andrés estaban lejos, de vacaciones
inglesas- sus padres la habían mantenido al margen de los acontecimientos
familiares que al final del verano adquirieron el cariz de lo inapelable, igual
que se barrunta la tormenta en la humedad del viento levantado: las llamadas
telefónicas a medianoche, la venta urgente de la casa, las conversaciones de
sus padres en el comedor del abuelo, las visitas del abogado... fueron indicios
suficientes para que Ana, pequeña aún, relegada al espacio límbico de la
infancia, supiera que los hechos se precipitarían sobre todos ellos con la
contundencia de lo inevitable.
Hasta esa tarde, la habían entretenido con
largos paseos por la playa, por el espigón del puerto o tomando la barca de la
isla hacia la posibilidad de un día atrapando cangrejos entre las rocas y
bebiendo limonada en el embarcadero. Y Ana, silenciosa y amable, se había
dejado convencer por el decorado de la normalidad, anulando en sus padres un
nuevo frente de temor. Y así lo hizo, esbozando una sonrisa con los ojos,
cuando aquella tarde la auparon sobre la grupa de un caballito, en medio de la
feria. Hasta ese instante -sus padres seguían detrás, cogidos de la mano, los
pasos del caballo de Ana- su vida había transcurrido con cierta y engañosa
placidez en el pueblo. Sus hermanos, modelos a imitar entonces, se tornaban
poco a poco en sombras: Andrés, lejano en edad con un pie ya en la
adolescencia, y Gabriel, su cómplice en ocasiones, su enemigo en otras.
Ana tenía una mancha cárdena en medio de la
palidez de la frente, mácula de los rigores de un parto difícil, que se
encendía con el fulgor de la ira cuando sus hermanos la excluían de los juegos,
especialmente de los torneos medievales organizados en la cochera y que con el
paso de la tarde degeneraban en un combate paleolítico y sin reglas de
honor...o cuando le impedían ir a cazar jilgueros con cimbel, liga y cardo. En
la marginación había cultivado el silencio.
Acaso esta infancia transcurrida bajo el
influjo lúdico de la masculinidad, explique el hecho de que Ana expresara, ante
el horror materno, su deseo de hacer la primera comunión vestida de Sandokán,
con un sable malayo en el cinto y el tatuaje de la Perla de Labuán en el
virginal hombro, o que durante mucho tiempo, su ideal de hombre fuera un
trampero del Canadá o un leñador de los Pirineos con quien compartía una cabaña
construida con troncos recios de haya en lo más profundo del bosque y un perro
mastín que vigilara frente a la chimenea sus sueños de amazona en las noches de
invierno...
Cuando acabó el paseo, la bajaron del pony,
los tres tomaron una ración de churros y un fotógrafo los retrató de espaldas a
la bahía. Luego su padre desapareció en un taxi.
Muchos años después, en esa fotografía en
blanco y negro y de bordes dentados, Ana fecharía el día en que acabó su
infancia.
Noticias de la frontera, Madrid,
Libertarias / Prodhufi, 1994, pág. 74-75.
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