Luciano G. Egido. Foto de Luis Sinde. Fuente de la imagen |
“A partir de los temas característicos de las películas y narraciones del Far West —la violencia, el honor, la muerte, la huida, el sexo o la soledad—, Luciano G. Egido teje en Cuentos del lejano oeste un entramado literario que experimenta con distintas técnicas narrativas. Mediante un progresivo desarrollo de las ficciones clásicas, integra los cuentos tradicionales a las nuevas formas de los micro-relatos, en un crescendo de complejidad que va desde un cuento de dos palabras hasta una narración de quince páginas”.
ADIÓS
Luciano
G. Egido (España,
1928)
La única verdad es la literatura.
Fernando
Pessoa
Estaba
condenado a muerte y los médicos le echaban de seis meses a un año de vida.
Como es sabido el cáncer no perdona y ya era tarde para todo. Él ya se había
hecho a la idea y había empezado a despedirse del mundo con una extraña
resignación suicida. Hacía mucho tiempo que se había separado de su mujer y los
hijos se habían desentendido de lo que le ocurriera. Sus amigos estaban muertos
o vivían lejos y no quería darles el espectáculo de su agonía ni el golpe bajo
de la crecida de sus remordimientos. Le hubiera gustado visitar por última vez
algunos paisajes, que le habían congraciado con la naturaleza, y algunas
ciudades donde había sido particularmente feliz, con toda la vida por delante
para recordarlas.
También
hubiera querido encontrarse con algún viejo amor inolvidable, con alguna
continuada manera de contemplar el mar, como la primera vez, y con algunos
lugares, unidos a lecturas y a situaciones especialmente gratas. Pero todo le
parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo que no se sentía con ganas de
iniciar y menos de concluir.
Le quedaban los libros, más dóciles que su familia
y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más fuerte y más
duradera y los que habían ocupado la mayor parte de su pasado feliz. Muchas de
las horas de su existencia, tan baqueteada y tan onerosa, las había pasado
leyendo y en este ejercicio había aprendido todo lo que le había hecho falta
saber. Arrastraba una deuda impagable con sus libros preferidos, inagotables,
sorprendentes, luminosos, siempre cercanos. Podía señalar sin error la fecha
en que cada uno de ellos había entrado en su biografía y el milagro que había
esperado encontrar en el arcano interior de sus páginas cerradas. Recordaba la
librería en que los había comprado y por supuesto el sitio exacto que ocupaban
en su biblioteca. Le encantaba recorrerlos con la mirada, reconocer su título
sin equivocarse y hasta acordarse de los avatares crueles de su encuadernación
deteriorada. Coger alguno, hojearlo y comprobar los motivos de su adquisición,
le producía un placer renovado, aunque a veces la memoria, después de tantos
años, se resistía a completarlo.
Por eso quería despedirse de ellos, por gratitud,
por obligación moral, por lo que si fueran hombres se llamaría honestidad.
Aquel deseo era probablemente el trago más doloroso de su enfrentamiento con la
muerte. Iba a romper una vieja lealtad de la que no quería deshacerse. Eran
muchos años de convivencia y no podía llevárselos con él, allí donde fuera,
para perpetuar sus débitos. Calculó el tiempo que le quedaba y no había ninguna
posibilidad de leerlos todos otra vez, de resucitar las antiguas alegrías, sus
descubrimientos definitivos, los oasis de su fertilidad. Un libro al día,
incluyendo los domingos, le daría para muchos años. Se le escapó una lágrima de
protesta infantil ante la confirmación matemática de la locura de su proyecto.
No eran tantos; pero eran demasiados para el plazo disponible. Por lo menos
tardaría de diez a quince años en terminar aquella vuelta de despedida que
sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su caducidad y toda la pena
de su valor inabarcable. En resumidas cuentas, no había derecho a aquella
injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos derechos de un hombre.
Escoger un libro, para iniciar la ronda, le costaba
un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar de leer
otros y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de
recuperarlo formaba parte de la felicidad prometida. ¿Cómo no despedirse de
Proust, que le había desvelado el don de la mirada de la memoria? ¿Cómo
olvidarse de Borges, que le había conmovido como un diamante tallado de una
inteligencia artificial? ¿Cómo no releer a Faulkner, que le había enseñado a
descubrir al prójimo, al negro que llevamos dentro? ¿Cómo irse sin haber vuelto
por última vez a la luz mañanera de los sonetos de Petrarca? ¿Cómo no decirle
adiós al pobre don Quijote, perdido en las alucinaciones de su cerebro y de su
tierra, de su marginación perpetua, de su obcecación suicida? ¿Cómo no recorrer
el mundo a pie con Baroja, entre asperezas sentimentales? ¿Cómo abandonar al
pobre Hamlet y dejarlo vagar a su albedrío sin una mirada de reconocimiento y
de solidaridad? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski,
que tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo renegar
de Rilke y de su dolorosa lucidez? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con
Kafka, tan hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido?
Los
días pasaban y no se decidía por ninguno, hasta que cortó por lo sano y optó
por el orden alfabético de una selección de sus clásicos amores y que fuera lo
que Dios quisiera. Empezaría por san Agustín y hasta donde llegara. Se temía
que no alcanzaría ni siquiera la Alejandría de Durrell y mucho menos el Japón
de Kawabata y menos todavía el París de Zola. Fue una carrera contrarreloj.
Notaba que la enfermedad le iba invadiendo, como el nivel del agua en los
cántaros de la fuente. Pero seguía leyendo contra viento y marea, con el gozo
renovado de siempre, con el ánimo de un heroísmo cotidiano. Su organismo
luchaba no contra la supervivencia, sino contra el tiempo. Notaba que las
fuerzas le abandonaban, sobre todo al acercarse el plazo fatal de los seis
meses anunciados y descubrir que estaba todavía en Camus. Apuraba las horas de
sueño y la luz de los ojos, con el solo paréntesis de la noche para ganar la
paz de la lectura mañanera, que a veces se le hurtaba por un cansancio
excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente para leer y los
libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino duplicándole el gozo
de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un libro y esperanzador
iniciar otro, que se encendía con la luminosidad de una mañana de verano.
El
plazo definitivo del año se cumplió y esperó serenamente el desenlace con
Garcilaso entre las manos y se dijo: “Que venga la muerte cuando quiera; pero
me encontrará leyendo”. Y no se murió, porque a veces los médicos no aciertan
en la difícil previsión de las reacciones del insondable organismo humano. Y
poco a poco empezó a creer en el milagro y leyó como si se drogara con una
fruición renovada el Ulises de Joyce y hasta tuvo tiempo de coronarlo y
cotejar la versión de Salas Subirat con la de José María Valverde. La furia
irónica de Larra le vino como anillo al dedo para entretener la espera. A los dos
años se enfrentó con La montaña mágica de Thomas Mann y consiguió llegar
hasta el final, aunque le parecía imposible. El tiempo se dilataba para su
satisfacción y los libros seguían acompañándolo en aquella carrera de fondo que
le dejaba sin aliento. A veces se desvanecía, se le iban las letras y se
conformaba con acariciar el lomo de los libros, como si tuvieran piel humana.
Aquellas interrupciones le parecían faltas a su deber, desfallecimientos de su
moral. Cuando cerraba los ojos creía continuar leyendo de memoria. Los médicos
estaban asombrados de aquella recuperación inexplicable.
Pasó
por Melville, Novalis, O'Neill, Pessoa, Quevedo, Rulfo, Sade, Tolstói y, cuando
estaba entrando en Unamuno y creía que había vencido a la muerte, se murió.
Cuentos del lejano
oeste, Barcelona, Tusquets, 2003, pág. 125-128.
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