Rafael Sánchez Ferlosio (1927). Fuente de la imagen |
Es muy conocida la querencia de Sánchez Ferlosio por el lobo, pues, según sus palabras, “no está justificada la milenaria propaganda infamatoria promovida, sin duda, primordialmente por el gremio de los pastores contra el lobo, cuya figura ha llegado a constituirse en paradigma universal de lo malo”. Si en el cuento “Dientes, pólvora, febrero”, describe una batida de caza en la dura tierra extremeña y la derrota de la loba brutalmente rematada, en “El reicidente” es otro lobo, viejo y agotado, el que anhela inútilmente alcanzar el paraíso.
EL REINCIDENTE
Rafael Sánchez Ferlosio
(España, 1927)
El lobo, viejo,
desdentado, cano, despeluchado, desmedrado, enfermo, cansado un día de vivir y
de hambrear, sintió llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en
el regazo del Creador. Noche y día caminó por cada vez más extraviados
andurriales, cada vez más arriscadas serranías, más empinadas y vertiginosas
cuestas, hasta donde el pavoroso rugir del huracán en las talladas cresterías
de hielo se trocaba de pronto, como voz sofocada entre algodones, al entrar en
la espesa cúpula de niebla, en el blanco silencio de la Cumbre Eterna. Allí, no
bien alzó los ojos -nublada la visión, ya por su propia vejez, ya por el recién
sufrido rigor de la ventisca, ya en fin por lágrimas mezcladas de
autoconmiseración y gratitud- y entrevió las doradas puertas de la
Bienaventuranza, oyó la cristalina y penetrante voz del oficial de guardia, que
así lo interpelaba:
-¿Cómo te atreves siquiera
a aproximarte a estas puertas sacrosantas, con las fauces aún ensangrentadas
por tus últimas cruentas refecciones, asesino?
Anonadado ante tal
recibimiento y abrumado de insoportable pesadumbre, volvió el lobo la grupa y,
desandando el camino que con tan largo esfuerzo había traído, se reintegró a la
tierra y a sus querencias y frecuentaderos, salvo que en adelante se guardó muy
bien, no ya de degollar ovejas ni corderos, que eso la pérdida de los colmillos
hacía ya tiempo se lo tenía impedido, sino incluso de repasar carroñas o mondar
osamentas que otros más jóvenes y con mejores fauces hubiesen dado por
suficientemente aprovechadas. Ahora, resuelto a abstenerse de tocar cosa alguna
que de lejos tuviese algo que ver con carnes, hubo de hacerse merodeador de
aldeas y caseríos, descuidero de hatos y meriendas. Las muelas, que, aunque
remeciéndosele ya las más en los alveolos, con todo, conservaba, le permitían
roer el pan; pan de panes recientes cuando la suerte daba en sonreír, pan duro
de mendrugos casi siempre. Viviendo y hambreando bajo esta nueva ley
permaneció, pues, en la tierra y en la vasta espesura de su monte natal por
otro turno entero de inviernos y veranos, hasta que, doblemente extenuado y
deseoso de descanso tras esta a modo de segunda vuelta de una antes ya larga
existencia, de nuevo le pareció llegado el día de merecer reclinar finalmente
la cabeza en el regazo del Creador. Si la ascensión hasta la Cumbre Eterna
había sido ya acerba la primera vez, cuánto más no se le habría vuelto ahora,
de no ser por el hecho de que la disminución de vigor físico causada por aquel
recargo de vejez sobreañadido sería sin duda compensada en mayor o menor parte
por el correspondiente aumento del ansia de descanso y bienaventuranza. El caso
es que de nuevo llegó a alcanzar la Cumbre Eterna, aunque tan insegura se le
había vuelto la mirada que casi no había llegado siquiera a vislumbrar las
puertas de la Bienaventuranza cuando sonó la esperada voz del querubín de
guardia:
-¿Así es que aquí estás tú
otra vez, tratando de ofender, con tu sola presencia ante estas puertas, la
dignidad de quienes por sus merecimientos se han hecho acreedores a
franquearlas y gozar de la Eterna Bienaventuranza, pretendiéndote igualmente
merecedor de postulada? ¿A tanto vuelves a atreverte tú? ¡Tú, ladrón de
tahonas, merodeador de despensas, salteador de alacenas! ¡Vete! ¡Escúrrete ya
de aquí, tal como siempre, por lo demás, has demostrado que sabes escurrirte,
sin que te arredren cepos ni barreras ni perros ni escopetas!
¡Quién podrá encarecer la
desolación, la amargura, el abandono, la miseria, el hambre, la flaqueza, la
enfermedad, la roña, que por otros más largos y más desventurados años se
siguieron! Aun así, apenas osaba ya despuntar con las encías sin dientes el
rizado festón de las lechugas, o limpiar con la punta de la lengua la
almibarada gota que pendía del culo de los higos en la rama, o relamer, en fin,
una por una, las manchas circulares dejadas por los quesos en las tablas de los
anaqueles del almacén vacío. Pisaba sin pisar, como pisa una sombra, pues tan
liviano lo había vuelto la flaqueza, que ya nada podía morir bajo su planta por
la sola presión de la pisada. Y al cabo volvió a cumplirse un nuevo y
prolongado turno de años y, como era tal vez inevitable, amaneció por tercera
vez el día en que el lobo consideró llegada para él la hora de reclinar finalmente
la cabeza en el regazo del Creador.
Partió invisible e
ingrávido como una sombra, y era, en efecto, de color de sombra, salvo en las
pocas partes en las que la roña no le había hecho caer el pelo; donde lo
conservaba, le relucía enteramente cano, como si todo el resto de su cuerpo se
hubiese ido convirtiendo en roña, en sombra, en nada, para dejar campear más
vivamente, en aquel pelo cano, tan sólo la llamada de las nieves, el in extinto
anhelo de la Cumbre Eterna. Pero, si ya en los dos primeros viajes tal
ascensión había sido excesiva para un lobo anciano, bien se echará de ver cuán
denodado no sería el empeño que por tercera vez lo puso en el camino, teniendo
en cuenta cómo, sobre aquella primera y, por así decido, natural vejez del
primer viaje, había echado encima una segunda y aun una tercera ancianidad, y
cuán sobrehumano no sería el esfuerzo con que esta vez también logró llegar.
Pisando mansa, dulce, humildemente, ya sólo a tientas reconoció las puertas de
la Bienaventuranza; apoyó el esternón en el umbral, dobló y bajó las ancas,
adelantó las manos, dejándolas iguales y paralelas ante el pecho, y reposó
finalmente sobre ellas la cabeza. Al punto, tal como sospechaba, oyó la
metálica voz del querubín de guardia y las palabras exactas que había temido
oír:
-Bien, tú has querido, con
tu propia obstinación, que hayamos acabado por llegar a una situación que bien
podría y debería haberse evitado y que es para ambos igualmente indeseable.
Bien lo sabías o lo adivinabas la primera vez; mejor lo supiste y hasta
corroboraste la segunda; ¡y a despecho de todo te has empeñado en volver una
tercera! ¡Sea, pues! ¡Tú lo has querido! Ahora te irás como las otras veces,
pero esta vez no volverás jamás. Ya no es por asesino. Tampoco es por ladrón.
Ahora es por lobo.
(1987)
El geco. Cuentos y fragmentos,
Barcelona, Destino, 2005, págs. 167-171.
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