Gabriel García Márquez. Fuente de la imagen |
“El ahogado más hermoso del mundo irrumpirá en la cotidianeidad del pueblo, romperá el orden fáctico establecido, producirá el asombro y la recuperación de la conciencia individual y colectiva, y después de destapar el auténtico problema de un pueblo enfermo de soledad, desaparecerá. Y es cuando el ahogado desaparece cuando realmente se produce el desvelamiento del verdadero eje de la acción. El final nos desvelará que no es la historia de Esteban, el ahogado más hermoso del mundo lo que don Gabriel escribió, sino que bajo esta aparente historia sencilla subyace la narración principal, es decir, el redescubrimiento de sí mismo del pueblo y su revitalización y unión posterior”.
Gemma María Santiago Alonso
EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO
Gabriel
García Márquez (Colombia, 1927)
Los
primeros niños que
vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron
la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas
ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la
playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los
restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces
descubrieron que era un ahogado.
Habían
jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando
alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres
que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los
muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había
estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los
huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande
que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal
vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la
naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía
suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de
una coraza de rémora y de lodo.
No
tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo
tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores,
desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que
las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los
niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en
los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en
siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los
unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella
noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no
faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al
ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del
cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de
desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de
océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas,
como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que
sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los
otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los
ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron
conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento.
No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que
habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en
la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene
cara de llamarse Esteban.
Era
verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía
tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron
con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos
zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El
lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron
estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la
camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el
mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas:
era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las
que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un
estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por
los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de
infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba.
Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a
descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber
qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de
casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese
aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no
se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las
espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se
preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la
silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas
Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que
después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto
hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del
amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le
molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan
parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en
el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras,
asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más
sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo
cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más
desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así
que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era
tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las
lágrimas.
—¡Bendito
sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los
hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de
mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que
querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera
el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con
restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para
que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle
a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en
los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de
nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la
orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se
apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo.
Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas
estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen
viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al
cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me
haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las
suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar
mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara
encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus
reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en
suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por
despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un
ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por
tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también
los hombres se quedaron sin aliento.
Era
Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho
Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento
de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales,
pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un
sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas
que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la
cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de
ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello
iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me
hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera
trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar
ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no
molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver
conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más
suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que
sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta
ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de
Esteban.
Fue
así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para
un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los
pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas
se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta
que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última
hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una
madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que
a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes
entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la
certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor,
recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de
llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y
mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la
aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la
hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y
cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos
que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse
los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni
volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde
entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más
altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por
todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a
susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto
hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para
eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando
manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los
amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran
sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de
su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su
ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el
horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es
ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol
brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el
pueblo de Esteban.
La increíble y triste historia de la
Cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1968), Barcelona, Barral
Editores, 1972, págs. 47-56.
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