Jorge Luis Borges (1899-1986). Imagen: Flickr/Perecoba. Fuente
“De los diversos instrumentos del hombre el más asombroso es sin duda el libro. Lo demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de su voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación“.
EMMA ZUNZ
Jorge Luis Borges, Argentina, 1899-1986.
El catorce de enero de
1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló
en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su
padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego,
la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían
colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una
fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital
de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino
Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel.
Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de
ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día
siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la
muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría
sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo
guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores.
Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad,
Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los
antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca
de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de
Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó
el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el
desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la
última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde
1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor
amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el
secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella
sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y
cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto
su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los
otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre,
contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club
de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y
deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que
comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie
esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres
le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de
tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia
la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en
aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas
horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa
que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por
teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las
otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer.
Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho
memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con
Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de
almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que
la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin
duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó
y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills,
donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía
haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna
realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un
atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus
terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que
casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la
memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle
Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de
Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los
ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró,
inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la
rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan.
De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá
más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada.
El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una
escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con
losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después
a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque
en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no
parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del
tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó
Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para
mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito.
Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible
que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en
seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue
una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el
goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los
ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se
incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una
impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de
soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en
el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó
y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo
se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un
Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más
delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el
insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas.
Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y
se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a
ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la
aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja
(que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un
pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como
los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor
Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron
como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había
soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a
confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que
permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor,
sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.)
Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal.
Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más
que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje
padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra.
Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas
a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad,
pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera
el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste,
incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya
había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca
de la cara la injurió en español y en yídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma
tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a
ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la
barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi
padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor
Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le
recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco
del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero.
Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con
otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me
hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble,
en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero
era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero
también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias,
la hora y uno o dos nombres propios.
El Aleph (1949), en Obras
Completas, I, Navarra, RBA, 2005, págs. 564-568.
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