martes, 12 de abril de 2011

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (41): "Mi hijo el asesino"



Jaime Díez Álvarez, filósofo, cinéfilo y gran lector, nos recomienda el cuento "Mi hijo el asesino", del gran escritor judío Bernard Malamud (1914-1986), una de las cumbres narrativas estadounidenses del pasado siglo XX. Díez Álvarez es autor, además, del comentario de esta ficción de Malamud, en su opinión "una muestra extrema de virtuosismo literario", algo en lo que estoy completamente de acuerdo. 

            MI HIJO EL ASESINO  

  Se despierta sintiendo que su padre está en el pasillo, escuchando. Le escucha cuando duerme y sueña. Le escucha cuando se levanta y busca a tientas los pantalones. Cuando no se pone los zapatos. Cuando no va a la cocina para comer algo. Cuando se mira al espejo con los ojos cerrados. Cuando está sentado una hora en el retrete. Cuando hojea las páginas de un libro que no puede leer. Escucha su angustia, su sole­dad. El padre se queda plantado en el pasillo. El hijo oye que está escuchando.
Mi hijo, el desconocido; no me dirá nada.
Abro la puerta y veo a mi padre en el pasillo. ¿Qué estás haciendo ahí? ¿Por qué no vas a trabajar?
Porque he tomado las vacaciones en invierno, en vez de en verano, como antes.
¿Por qué diablos lo has hecho, si te pasas todo el tiempo en este oscuro y maloliente pasillo, observando todos mis movimientos? Tra­tando de adivinar lo que no puedes ver. ¿Por qué estás siempre espián­dome?
Mi padre se va a su cuarto y, al cabo de un rato, vuelve sigilosamente al pasillo, a escuchar.
Yo le oigo a veces en su habitación, pero él no me habla y yo no sé lo que pasa. Es terrible para un padre. Tal vez un día me escriba una carta: Querido padre...
Querido hijo Harry, abre la puerta. Mi hijo, el prisionero.
Mi mujer se marcha por la mañana para pasar el día con mi hija casada, que está esperando el cuarto hijo. La madre cocina, hace la limpieza y cuida de los tres pequeños. Mi hija tiene un embarazo malo, tiene la tensión alta, y se pasa casi todo el tiempo en la cama. Es por consejo del médico. Mi mujer está ausente todo el día. Está preocupada porque cree que algo le pasa a Harry. Desde que se graduó, el invierno pasado, está siempre solo, nervioso, sumido en sus propios sentimientos. Si le hablas, la mayoría de las veces te responde gritando. Lee los perió­dicos, fuma, no se mueve de su habitación. Sólo de vez en cuando sale a la calle a dar un paseo.
¿Qué tal el paseo, Harry?
Un paseo.
Mi mujer le aconsejó que buscase trabajo y él salió un par de veces a buscarlo, pero cuando tuvo alguna oferta, no la aceptó.
No es que no quiera trabajar. Es que me siento mal.
¿Y por qué te sientes mal?
Yo siento lo que siento. Siento lo que es.
¿Es tu salud, hijito? Tal vez tendrías que ir al médico.
Te pedí que no volvieses a llamarme hijito. No es mi salud. Sea lo que fuere, no quiero hablar de ello. No es la clase de trabajo que me interesa.
Pero mientras tanto, acepta algún empleo temporal, le dijo mi esposa.
Él se puso a chillar. Todo es temporal. ¿Por qué tengo que sumar más cosas a lo que es temporal? Mi estómago siente de modo temporal. El maldito mundo es temporal. No quiero añadir a esto un trabajo temporal. Quiero todo lo contrario, pero, ¿en dónde está? ¿Dónde puedo encontrarlo?
Mi padre escucha en la cocina.
Mi hijo temporal.
Ella dice que me sentiría mejor si trabajase. Yo digo que no. Cumplí veintidós años en diciembre, me gradué en la Universidad y ya sabéis para qué sirve eso. Por la noche, veo los programas de noticias. Sigo la guerra día a día. Es una guerra ardiente y enorme en una pantalla pequeña. Llueven bombas y las llamas son cada vez más altas. A veces me inclino hacia delante y toco la guerra con la palma de la mano. Pienso que se me va a morir la mano.
Mi hijo, el de la mano muerta.
Espero que me llamen a filas el día menos pensado, pero esto ya no me preocupa tanto como antes. No pienso ir. Me marcharé al Canadá o a cualquier otro sitio adonde pueda llegar.
Su forma de ser espanta tanto a mi mujer, que ésta se alegra de ir a casa de mi hija temprano por la mañana para cuidar de los tres niños. Yo me quedo con él en casa, pero él no me habla.
Tendrías que llamar a Harry y hablar con él, dice mi esposa a mi hija. .
Lo haré algún día, pero no olvides que hay nueve años de diferencia entre los dos. Creo que él me considera como otra madre, y con una es bastante. Yo le quería cuando era pequeño, pero ahora es difícil tratar con una persona que no te corresponde.
Tiene la tensión alta. Creo que le da miedo llamar.
Me he tomado dos semanas de vacaciones. Trabajo en la ventanilla de venta de sellos de la oficina de Correos. Le dije al jefe de mi sección que no me encontraba muy bien, lo cual no es ninguna mentira, y él me dijo que debía pedir la baja por enfermedad. Le respondí que mi mal no era tan grave, que sólo necesitaba unas vacaciones cortas. Pero a mi amigo Moe Berkman le dije que dejaba de trabajar unos días porque Harry me tenía preocupado.
Comprendo lo que quieres decir, Leo. Yo también tuve preocupa­ciones y angustias a causa de mis hijos. Cuando tienes dos hijas en edad de crecer, estás en manos de la fortuna. Pero a pesar de todo, tenemos que vivir. ¿Por qué no vienes a jugar al póquer este viernes por la noche?
Tenemos una buena partida. Es una buena forma de entretenimiento.
Ya veré cómo marchan las cosas el viernes. No puedo prometértelo.
Procura venir. Estas cosas pasan con el tiempo. Si te parece que van mejor, ven. Si te parece que no, ven igualmente, porque te relajará y aliviará la preocupación que te abruma. A tu edad, demasiadas preocu­paciones son malas para el corazón.
Esta es la peor clase de preocupación que existe. Si me preocupo por mí mismo, sé de qué preocupación se trata. Quiero decir que no hay misterio. Puedo decirme: Leo, eres un estúpido; no debes preocuparte por nada. ¿Por qué, por unos cuantos pavos? ¿Por la salud, que siempre ha sido bastante buena, aunque tengo mis altibajos? ¿Porque pronto cumpliré sesenta años y la juventud no vuelve? Todos los que no se mueren a los cincuenta y nueve llegan a los sesenta. Se puede vencer al tiempo cuando éste corre contigo. Pero cuando la preocupación es por otra persona, no hay nada peor. Esta es la verdadera preocupación porque, si no nos la cuentan, no podemos metemos dentro de la otra persona y averiguar la causa. No sabemos en dónde está el interruptor que hay que pulsar. Lo único que hacemos es preocupamos más.
Por eso, yo espero en el pasillo.
Harry, no te preocupes demasiado por la guerra.
Por favor, no me digas de qué tengo que preocuparme o despreocuparme.
Harry, tu padre te quiere. Cuando eras un chiquillo, solías correr a mi encuentro cuando volvía a casa por la noche. Yo te cogía en brazos y te levantaba hasta el techo. Te gustaba tocarlo con tu manita.
No quiero que vuelvas a hablarme de eso. No quiero oírlo. No quiero oír nada de cuando era pequeño.
Harry, vivimos como extraños. Lo único que te digo es que recuerdo días mejores. Recuerdo los tiempos en que no nos daba miedo mostrar que nos queríamos.
Él no dice nada.
Deja que te cueza un huevo.
Un huevo es lo que menos deseo en el mundo.
Entonces, ¿qué quieres?
Él se puso el abrigo. Cogió su sombrero del perchero y bajó a la calle.
Harry caminó a lo largo de Ocean Parkway, con su abrigo largo y su raído sombrero marrón. Su padre le seguía y eso le enfurecía enor­memente.
Caminaba a paso ligero por la ancha avenida. En los viejos tiempos, había un camino de herradura a un lado del paseo, en donde está ahora la pista de cemento para las bicicletas. Y había menos árboles, con sus negras ramas cortando el cielo sin sol. En la esquina de Avenue X, en el punto desde donde se huele Coney Island, cruzó la calle y echó a andar de vuelta a casa. Aunque estaba furioso, fingió no ver a su padre que cruzaba también la calzada. El padre cruzó la calle y siguió a su hijo hasta casa. Cuando llegó a ésta, pensó que Harry ya estaba arriba. Se hallaba en su habitación, con la puerta cerrada. Fuera lo que fuese lo que hacía en su habitación, lo estaba haciendo ya.
Leo sacó la llave pequeña y abrió el buzón de la correspondencia. Había tres cartas. Las miró para ver si por casualidad alguna de ellas era de su hijo, dirigida a él. Querido padre, deja que te explique. La razón de que actúe como lo hago... No había tal carta. Una de ellas era de la Mutualidad de Empleados de Correos; se la metió en el bolsillo del abrigo. Las otras dos eran para Harry. Una era de la oficina de reclu­tamiento. La llevó a la habitación de su hijo, llamó a la puerta y esperó.
Esperó un rato.
Cuando oyó gruñir al muchacho, dijo: Hay una carta para ti de la oficina de reclutamiento. Giró el pomo de la puerta y entró en la habi­tación. Su hijo estaba tumbado en la cama, con los ojos cerrados.
Déjala encima de la mesa.
¿Quieres que la abra, Harry?
No, no quiero que la abras. Déjala en la mesa. Ya sé lo que dice.
¿Les escribiste otra carta?
Eso es cosa mía.
El padre dejó la carta en la mesa.
La otra carta para su hijo la llevó a la cocina; cerró la puerta y puso a hervir un poco de agua en una olla. Pensó leerla rápidamente, cerrar cuidadosamente el sobre con un poco de pasta y echarla de nuevo en el buzón. Su mujer la recogería cuando volviese de casa de su hija y se la subiría a Harry.
El padre leyó la carta. Era muy corta y la enviaba una chica. Decía que había prestado dos libros a Harry hacía más de seis meses y que, como los tenía en gran aprecio, le pedía que se los devolviera. Le rogaba que lo hiciera lo antes posible, para no tener que escribirle otra vez.
Cuando Leo leía la carta de la chica, Harry entró en la cocina y, al ver la expresión sorprendida y culpable de su padre, le arrancó la carta de las manos.
Debería asesinarte por espiarme de esta manera.
Leo se volvió y miró por la pequeña ventana de la cocina al oscuro patio de la casa de vecindad. Le ardía el rostro y se sintió mareado.
Harry leyó la carta de un vistazo y la rasgó. Después rasgó el sobre con la indicación de "Particular".
Si vuelves a hacer esto, no te sorprendas de que te mate. Estoy harto de que me espíes.
Harry, estás hablando con tu padre.
Harry salió de la casa.
Leo entró en la habitación del hijo y miró a su alrededor.
Registró los cajones del tocador y no encontró nada fuera de lo normal. Sobre la mesa, junto a la ventana, había un trozo de papel escrito por Harry. Decía: "Querida Edith, ¿por qué no te jodes? Si vuelves a escribirme otra carta estúpida, te mataré."
El padre se puso el sombrero y el abrigo y salió de casa. Corrió, no muy de prisa, durante un rato y después caminó al paso hasta que vio a Harry al otro lado de la calle. Le siguió, a una distancia de media manzana.
Siguió a Harry hasta Caney Island Avenue y llegó a tiempo de ver que tomaba un trolebús que iba a la isla. Leo tuvo que esperar al siguiente. Pensó en tomar un taxi y seguir al trolebús, pero no pasó ninguno. El siguiente trolebús llegó quince minutos más tarde, y Leo lo tomó. Era febrero y Caney Island estaba húmeda, fría y desierta. Había pocos coches en Surf Avenue y muy poca gente en la calle. Parecía que iba a nevar, Leo avanzó por el paseo de tablas, entre ráfagas de nieve, buscando a su hijo. Las playas grises, sin sol, estaban vacías. Los puestos de perritos calientes, de tiro al blanco y los establecimientos de baños estaban cerrados. El océano, de un gris metálico, oscilaba como plomo fundido y parecía que iba a congelarse. Soplaba viento del mar y se introducía por debajo de la ropa de Leo, haciéndole temblar mientras andaba. El viento coronaba de blanco las olas plomizas, que rompían lentamente, con un suave rugido, en las playas desiertas.
Caminó bajo las ráfagas casi hasta llegar a Sea Gate, buscando a su hijo, y entonces volvió atrás. Cuando se dirigía a Brighton Beach, vio a un hombre en la playa, de pie, ante la espumosa rompiente. Leo bajó corriendo la escalera de madera y avanzó por la arena. El hombre plan­tado en la playa rugiente era Harry; el agua le cubría los zapatos.
Leo corrió hacia su hijo. Perdóname, Harry; hice mal, siento haberte abierto la carta.
Harry no se movió. Siguió plantado en el agua, fija la mirada en las hinchadas olas de plomo.
Tengo miedo, Harry, dime qué te pasa. Hijo mío, compadécete de mí.  
Yo le tengo miedo al mundo, pensó Harry. Me espanta.
Pero no dijo nada.
Una ráfaga de viento levantó el sombrero del padre y lo llevó lejos, por la playa. Pareció que iba a volar hasta el agua, pero entonces el viento sopló hacia el paseo de tablas y lo hizo rodar sobre la arena mojada. Leo corrió en pos de su sombrero. Fue tras él en una dirección, después en otra y luego hacia el agua. El viento arrojó el sombrero contra sus piernas y él lo agarró. Ahora estaba llorando. Sin aliento, se enjugó los ojos con los dedos helados y volvió hacia su hijo, que seguía en la orilla del mar.
Es un hombre solitario. Él es así. Siempre estará solo.
Mi hijo se convirtió a sí mismo en un hombre solitario.
¿Qué puedo decirte, Harry? Lo único que puedo preguntarte es: ¿Quién dijo que la vida es fácil? ¿Desde cuándo? No lo fue para mí y no lo es para ti. La vida es así..., ¿qué más puedo decirte? Pero si una persona no quiere vivir, ¿qué va a hacer si está muerta? La nada es la nada; es mejor vivir.
Ven a casa, Harry, dijo. Aquí hace frío. Si sigues con los pies en el agua pillarás un resfriado.
Harry permaneció inmóvil en el agua y, al cabo de un rato, el padre se marchó. Cuando se alejaba, el viento le arrancó el sombrero de la cabeza y éste salió rodando por la arena. Leo se quedó quieto mirando cómo se alejaba.
Mi padre escucha en el pasillo. Me sigue por la calle. Nos encontramos a la orilla del mar.
Corre detrás de su sombrero.
Mi hijo se queda en la playa con los pies en el océano.

"My Son the Murderer", 1968, en Rembrandt´Hat, 1973.
Cuentos, trad. J. Ferrer Aleu, Barcelona, Plaza & Janés, 1987, págs.77-82.

        Bernard Malamud



Comentario de Jaime Díez Álvarez

Un padre lo desconoce todo sobre su hijo y eso le sume en una profunda e insuperable aflicción. Todo intento de acercamiento, de indagación, de seguimiento detectivesco redobla la lejanía del hijo, y también su malhumor. El hijo, aunque siempre reacciona de forma violenta ante su padre, tampoco hace nada por tenerlo en consideración, ni tan siquiera atisba qué pueda significar entenderlo, ni de qué le serviría. No hay tampoco un narrador ecuánime que nos aclare qué es lo que va mal entre estos dos seres. En una muestra extrema de virtuosismo literario por parte de Malamud, las voces narrativas van acumulándose, mezclándose y surgiendo cada una de la otra, pareciendo todas ellas cansadas, sin que se sepa muy bien por qué, como si su encomienda fuera dar distintas perspectivas de relato, de las tribulaciones del padre, de las agresiones del hijo, de la inconsciente presión del padre al hijo, de la vulnerabilidad sin cura ni cuidado de éste.
En pocos momentos de la historia de la literatura, las diversas voces en primera persona (la del padre, la del hijo), y una voz en tercera persona tan perdida como ellas, van sucediéndose con tanta naturalidad, de modo que en ningún caso son perspectivas tranquilizadoras que acierten a dar una visión caleidoscópica de los hechos; antes bien, cada una suscita una incomodidad respecto de la anterior, y todas ellas son, para el lector, insufribles en conjunto. No hay armonía. La naturalidad de la narración precisa y fragmentaria de Malamud contribuye a uno de los desasosiegos más terroríficos y cotidianos que haya logrado cualquier escritor.
En la pantalla del televisor, la mano del hijo palpando el horror de una guerra a la que ha sido llamado a filas… Las guerras tristes de los Estados Unidos (Vietnam, Corea), tan alejadas del gran triunfo de 1945, recogidas emotivamente en el filme The last picture show, de Peter Bogdadovich, son el símbolo y el llanto desesperado de este cuento magistral. Guerras que como realidad y como símbolo escapan de lo que un país como EE.UU. puede asumir como un país grandioso o, tan siquiera, como un país congruente. Ello explica los cambios de voz y de punto de vista por los que el relato transita con aparente naturalidad: el referente simbólico que articula cualquier comunidad se ha roto en mil pedazos. Al final, Malamud compone un puzzle, pero uno de esos a los que no pueden sino faltarles piezas. La imagen final del sombrero del padre perdiéndose en el viento desapacible de la playa, y del hijo detenido ante una nada disfrazada de nada con los pies en el agua, no nos dan ninguna clave. Tan sólo acaso la imagen de un padre que percibe que su hijo pertenece al tipo psicológico de los psicópatas, y que llegará a ser lo que es o en el campo de una guerra matando sin convicción o en el frío de una ciudad triste que no es otra cosa que la ciudad del alma. Las perspectivas de la narración se desarrollan con el desorden propio de la vida, y, habitualmente, en la vida nada se clarifica, y todo nos impregna de un miedo sordo, un eco de soledad, de aislamiento, de desolación.


(Listado de cuentos completo)



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