Retrato de Julio Cortázar en 1976. Fuente de la imagen
"Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra "madre" era la palabra "madre" y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba. En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas."J.C.
LA ISLA A MEDIODÍA
Julio Cortázar,
Bruselas-Argentina, 1914-1984.
La primera vez que vio la isla, Marini
estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la
mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo
había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de
whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si
valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana
de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la
isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta
desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió
a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la
americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se
enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos.
Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la
cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la
isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que
exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo
sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las
playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña
entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha
plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas
primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró
de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable.
Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.
A Marini le gustó que lo hubieran destinado
a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas
del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer
Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la
cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el
borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó
sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma
inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró
hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un
grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados
que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la
stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un
francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen,
hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la
próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los
circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras
bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en
cualquier momento, Gengis Cook vela». Pero Marini siguió pensando en la isla,
mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre
encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces
por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por
semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión
inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj
pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora
franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores
alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve semanas después, cuando le
propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que
era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el
bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros
más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose
como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y
dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba
Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de
Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia
o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas
con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle.
A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el
recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco
para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de
viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá
se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo
sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras
la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las
vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White
en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de
sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona,
donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros
sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la
palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó
con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta
inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania,
había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la
línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la
ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la
cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la
stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción
de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana;
él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el
vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de
comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los
viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol
daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga
dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que
entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y
después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una
foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había
subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los
pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de
escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y
pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero
y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de
Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y
los sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo fue dándose cuenta de que
Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que
ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la
ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire
estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa
que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje
anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las
redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un
empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para
repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya
que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la
cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán,
casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil
y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del
vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora
de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como
un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso
azul.
Ese día las redes se dibujaban precisas en
la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde
del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó
absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el
dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros.
Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha
verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría
pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil
una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio,
la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la
noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el
amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo
presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano
izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y
Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su
inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante
pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió
dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol
sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un
jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para irse a cargar la
falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón
de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el
sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un
poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al
promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo
aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía
y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La
piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde
una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes
insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de
espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un
nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de
alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su
hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la
pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo
para nadar hacia la orilla.
El sol lo secó enseguida, bajó hacia las
casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse.
Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios
lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho
vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue
corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un
mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar
las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos.
Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas.
Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora
estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos
días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo
conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos.
Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina.
La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra
vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban
animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó
a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia
era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su
reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y
lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre
viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa
era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que
pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras
calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el
cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.
Cerrando los ojos se dijo que no miraría el
avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más
iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa
con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su
reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también
estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de
luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento
vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose
inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical
sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y
desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la
caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible
franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La
cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó
impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar;
pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón
oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya
no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante,
el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por
el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que
Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo
trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y
tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya
instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir
la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un
poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su
pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones
algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y
más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo
tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la
orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió
llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro
sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos
abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
Todos los fuegos el
fuego, 1966
Obras Completas III,
Barcelona, RBA, 2006, pàgs. 540-547
Comentario
Marini es un nostálgico. Observa la isla
suspendida en el azul casi negro del océano y lo que mira en realidad es una
tortuga petrificada en el momento de ir emergiendo del agua. Una manera
circular de ver la eternidad y el paraíso: el lugar anhelado por siempre. Su
oficio le permite disfrutarla de manera más o menos regular, por lo general al
mediodía, cuando el avión con ruta Roma-Teherán cruza por encima de las islas
Cícladas en el mar Egeo. Entonces, durante ese minuto que dura la contemplación,
todo pierde importancia, Marini aparta la sonrisa seductora, profesional, deja
de atender a los pasajeros del vuelo y se inclina sobre la ventanilla de la
cola, hasta “sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente
se movía la tortuga dorada en el espeso azul”. La isla entonces simbolizará un
sueño: el deseo de regresar a la esencia básica del hombre, vivir únicamente
con lo necesario (la pesca, el mar, el cielo), sin las ataduras del mundo
civilizado. Pero Cortázar no bosqueja el relato únicamente con los pinceles de
la filosofía, juega además con distintos niveles de realidad, con el azar, con
el Destino y sus ironías implacables.
Y esta es la razón que llevará a Marini a
experimentar con ese anhelo hasta sus últimas consecuencias: llegará a conocer
la isla de cerca, respirará sus olores, sentirá su sol, sus vientos, sus aguas;
y en el momento en el que esté más cerca de la felicidad, planeará incluso
permanecer allí hasta el fin de sus días. Sin embargo, todo es una trampa;
Cortázar sabe que el paraíso es una búsqueda y, por tanto, siempre resultará
inalcanzable. Y se lo hace saber brutalmente a su personaje, usando la
sustancia de su propio sueño: en un juego donde la realidad estará situada en
medio de un cuarto de espejos, Marini se encontrará con que detrás de su anhelo
de fuga hay algo que se dirige directamente hacia él: un reflejo, una caída, su
propia muerte. Nuevamente el paraíso se pierde. Seguirá manteniéndose sólo como
vislumbre. De cualquier forma, no será la primera vez.
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