viernes, 23 de septiembre de 2011

Los viejos cuentos populares




Le Réve. Henri Rousseau. Museun of Modern Art New York. Fuente de la imagen

Cuándo y por qué nacieron los primeros cuentos, la confrontación entre la palabra hablada y la letra impresa, la impronta del narrador de cuentos, la composición interna o los cuentos de hadas son algunos de los temas que Miguel Díez R., profesor y coordinador de la sección Cuentos breves recomendados, incorpora en este magnífico estudio sobre el cuento tradicional: "Los viejos -y siempre nuevos- cuentos populares". Un análisis imprescindible para docentes, alumnos y amantes de la literatura breve. 




LOS VIEJOS –Y SIEMPRE NUEVOS- CUENTOS POPULARES
Miguel Díez R.
                                          


Dios inventó al hombre para oírle contar cuentos”.
Dicho popular

Voy a referiros, hijos míos, lo que me enseñó mi padre, que, a su vez, lo oyó de labios de mi abuelo, el cual conocía esta historia desde mucho, muchísimo tiempo atrás, ocurriéndole lo mismo a sus antepasados, de modo que puedo asegurar que la historia fue conocida desde el principio…”.
Comienzo de un cuento africano


“Una tonada es más perdurable que el canto de los pájaros y un cuento es más perdurable que toda la riqueza del mundo”.

Proverbio irlandés


“El relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades. El relato comienza con la historia misma de la humanidad. No hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos: todas las clases, todos los grupos humanos tienen sus relatos y muy a menudo estos relatos son saboreados en común por hombres de cultura diversa e incluso opuesta”.

Roland Barthes



Contar historias, sin más, por el puro placer de narrar, es una pasión tan antigua y universal como el goce de oírlas. Y al ser el hombre por naturaleza contador y receptor de historias, podemos imaginar que los primeros cuentos nacieron en las largas noches de los tiempos primigenios en que, alrededor del fuego de una caverna, los primitivos cazadores contaban oral y gestualmente algún suceso real o fantástico: el riesgo de una peligrosa aventura de caza, el espanto sobrecogedor ante la luz del relámpago y el estruendo del trueno o la fascinación por la inmensidad insondable y desconocida del mar. Los relatos eran dirigidos a los miembros de la tribu, encandilados oyentes de aquellas historias que, en las cavernas y alrededor del fuego, amenizaban sus precarias vidas y las medrosas horas de las noches interminables. Porque, como decía una vieja narradora quechua: «los cuentos se contaban  -sobre todo- para dormir el miedo».

La imaginación, la fantasía, la necesidad de explicar el misterio de la vida y el universo y, en fin,  la curiosidad, la atracción y el temor por lo maravilloso y misterioso son capacidades propias del hombre en todo tiempo y lugar, como también lo son la necesidad de distracción, de evasión y de expresar las emociones. Pues bien, los relatos orales, los viejos cuentos, han servido para dar salida y colmar en parte dichas capacidades y necesidades, de las que surge imperiosamente la facultad de narrar y también de escuchar. No se puede olvidar, como dice José Mª Merino, que “La ficción es la primera forma de sabiduría creada por la especie humana. Apareció previamente a la ciencia, la metafísica o la escritura y durante muchos siglos se transmitió oralmente. Esa ficción intentaba filtrar y describir de alguna manera el misterio de la vida y del universo”.

Todavía hoy, en un mundo tan tecnificado, mediático y unificado, convertido en «aldea global» por las autopistas de la información y prosternado, como ferviente adorador, ante cualquier clase de imagen, podemos contemplar a los narradores de cuentos sentados en los  zocos de los mercados orientales o en el espacio tan anchuroso, vivo y colorista, de la plaza “Jemaa El Fna” de Marrakech[1] en Marruecos; delante de la choza de un poblado africano; bajo «el árbol de la memoria» de la selva amazónica o convertidos en modernos «cuentacuentos» de nuestras ciudades, ante personas muy distintas que, con la misma avidez que aquel público de las cuevas prehistóricas, miran fijamente, y escuchan atentamente antiguas historias sin fecha o renovadas ficciones.


Djemma el-Fna, la plaza de Marrakech. Fuente de la imagen

El cuento popular pertenece al folclore, es decir, al «saber tradicional del pueblo», y en esto es semejante a los usos y costumbres, ceremonias,  fiestas, juegos, bailes, etc.; y en la literatura denominada popular y tradicional, se sitúa al lado de los mitos, las leyendas, los romances y baladas.  Aparte de la  brevedad y  sencillez, las principales características de la literatura popular y tradicional son la transmisión oral, la anonimia y las variantes.
En nuestros días se ha perdido gran parte del prestigio y la fuerza de la palabra hablada. Hemos vivido lo que se ha llamado “el fetichismo de la letra impresa”, que, a su vez, está cada vez más desplazado por la avalancha y la preeminencia de la imagen. Y, sin embargo, durante milenios, la palabra desnuda fue el único procedimiento de conservación y transmisión de la cultura literaria. El pueblo, que ha considerado estas formas literarias como algo suyo, las ha transmitido oralmente, de generación en generación, reelaborándolas.
Como todas las demás manifestaciones de literatura popular, el cuento popular es anónimo. Por supuesto que tuvo que haber, y hay, un autor inicial detrás de cada cuento, pero, a diferencia del autor de la literatura culta que en palabras de Sánchez Romeralo  quiere ser «realmente él y cuanto más sea él y menos los otros, mejor», el autor del cuento popular pierde su personalidad, y su nombre se disuelve en  la comunidad cuando esta se reconoce en el relato y lo hace suyo,  y desde ese momento el cuento se convierte en un bien mostrenco, patrimonio colectivo de todo un pueblo.
Precisamente por dicha anonimia, los cuentos están abiertos en su proceso de creación y recreación, y se actualizan y acomodan continuamente a la diversidad del público y de las circunstancias, incluso en el mismo acto narrativo, como enseguida indicaremos. Las variantes y modificaciones pueden deberse a la adaptación, a la modernización o a la eliminación de elementos arcaicos, a la alteración en el orden de los episodios, a la adición de algún pasaje, a la fusión y contaminación con otros cuentos y, por supuesto, al olvido de ciertos rasgos y detalles.
Además, según pueblos y tradiciones, cada cuento tiene su sello propio, y el narrador mismo le imprime su gracia, talante y estilo que pueden dotar  a la narración de matices insospechados. Porque el acierto y el éxito de estos relatos de carácter oral y popular no radica sólo en la fábula o historia -en el argumento-, sino, especialmente en el arte de narrar, tanto más refinado y difícil que el de escribir. El contador de cuentos se dirige directamente al grupo de oyentes y cuenta con su complicidad. Las pausas, la entonación, los cambios de voz, los silencios, el ritmo de la declamación, las expresiones del rostro y de movimientos corporales los énfasis, los gestos y los ademanes desempeñan un papel principal y enriquecen y refuerzan el cuento. Y esta es la razón de que el cuento popular cambia cada vez que es contado, incluso aunque sea el mismo narrador el que lo cuenta.
Pero lo más importante son las palabras. El escritor mexicano Alfonso Reyes evocaba a un narrador popular de su niñez que, cuando se le pedía que contara un cuento, se concentraba y decía: “voy a recordar las palabras”. El cuento, añadía Reyes, era para él un poema en prosa. Era ese hombre el legítimo narrador de historias o «Tusitala», como llamaban a Robert L. Stevenson los isleños de Samoa[2].
Sin entrar a fondo en la compleja cuestión del origen del cuento popular y simplificando mucho, podríamos hablar de la hipótesis de un origen común y un posterior proceso de difusión y préstamo, según la llamada teoría monogenética. Pero otra teoría llamativa, la poligenética, defiende un origen múltiple, es decir, diferentes nacimientos independientes en diversos lugares y tiempos, basándose en el principio de la esencial unidad del pensamiento y sentimiento humanos.
Como muy bien dice Anderson Imbert, ambas hipótesis -mono y poligenéticas- pueden ser sugerentes y aun útiles, pero ninguna de ellas vale como explicación verdadera y única aplicable a todos los cuentos. Tal cuento que aparece en  El conde Lucanor, sí deriva de uno que se difundió desde la India por varias culturas hasta llegar a España; pero, en cambio, tal otro cuento del mismo libro coincide con uno de la India, no porque allí tuviera su remota fuente, sino porque hindúes y españoles, por ser hombres, sintieron y pensaron lo mismo[3].
Cuanto más se conocen los cuentos y leyendas populares de los países del mundo, más evidente resulta la profunda unidad del espíritu humano.
"El amor, la alegría y el dolor son sentimientos humanos, que florecen por doquier, sentimientos que originan en todas partes manifestaciones y efectos parecidos; y, como aquellos, también la ambición, la envidia, el odio la bondad y la maldad son cualidades que germinan en todas las almas y producen así mismo reacciones semejantes.  ¿Qué de extraño tiene que se registren coincidencias, que parecen plagios ¿Qué de extraño tiene que se registren coincidencias, que parecen plagios en las ideas en los pensamientos y en las producciones literarias?".[4]                                
De una u otra forma, lo que sí es evidente  en la vida del cuento es su difusión en el espacio, su extraordinaria movilidad; pues muchas veces y de manera imprevista, un cuento nacido en una determinada comunidad, que frecuentemente nos es desconocida, pasa a otra y luego a otra hasta llegar con distintas formas a lugares muy apartados de su origen. Múltiples versiones recogidas en diversas partes del mundo ofrecen curiosas variante que enmascaran y confunden la forma original, pero que mantienen el fondo esencial del relato. En palabras de Stith Thompson, “una evidencia más tangible aún de la ubicuidad y la antigüedad del cuento folklórico es la gran similitud en el contenido de los relatos entre los más distintos pueblos. Los mismos tipos y motivos de la narración se encuentran extendidos en todo el mundo en las más confusas formas”.
Un ejemplo es una historia tan conocida y extendida universalmente como la de «Cenicienta». ¿Cuándo surgió por vez primera? Es imposible responder, pero, como ha informado Bettelheim, sabemos que existe una versión china de este cuento escrita hace la friolera de más de mil años por un tal Tuan Ch’eng-shih, un precoz recopilador de cuentos populares, y él mismo decía que se trataba de una historia ya muy vieja en su tiempo y que no había dejado de transmitirse de generación en generación.
                              
Cenicienta. ilustración de Carl Offterdinge. Fuente de la imagen

Viajeros del tiempo y de las culturas, cambiantes pero fieles en el fondo a su sustancia íntima, los cuentos acompañan al hombre y lo flanquean con una solicitud de viejo perro que comparte sus faenas, sus horas de descanso, sus luchas y sus largas migraciones a través de ríos, cordilleras y desiertos[5].
Se puede afirmar que el cuento es la sustancia primera o nutricia de la literatura narrativa, la  narración por excelencia; y, dada su variedad, en el cuento cabe todo: lo real y lo maravilloso, la enseñanza y la diversión, lo trágico y lo cómico, el mundo cotidiano y el sueño misterioso, el mundo infantil y el del adulto, el amor y el odio, la crueldad y la bondad, la venganza y la generosidad. “Todo es cuento en esta vida”, escribió Rafael Conte, y lo mejor del hombre y en donde mejor se expresa y se comprende es en su capacidad de contar y de oír cuentos.
Por su denominación, parece que los llamados «cuentos de hadas» tuvieran que presentar siempre estos fantásticos personajes femeninos; sin embargo, no es así en la mayoría de los casos. A partir de los estudios del ruso Vladímir Propp (1895-1970), el concepto de «cuento de hadas» se trasforma y se convierte en el de «cuento maravilloso», propio de todas las culturas y de todos los pueblos. Entre los variados tipos de relatos breves populares, ellos son los verdaderos cuentos; o, como dice Propp, “cuentos en el sentido propio de esta palabra”. Vamos a centrarnos de ahora en adelante en este tipo de cuentos, definidos muy escuetamente por Van Gennep: “Una maravillosa y novelesca narración, sin localizar el lugar de la acción ni individualizar sus personajes, que responde a  una concepción infantil del universo y que es de una indiferencia moral absoluta” [6].
Hablamos, pues, de relatos imaginativos y fantásticos por la abundancia de elementos maravillosos  -seres sobrenaturales como hadas, brujas, gigantes, sucesos extraordinarios...-, de origen popular y transmisión oral, generalmente en prosa, sin ninguna pretensión moral, de pura diversión o entretenimiento para el oyente que, además, se creerá las historias por más maravillosas que sean, porque existe un “pacto de credibilidad” tácito entre él y los narradores.  Los personajes no poseen un carácter definido, sino que son tipos esquemáticos, totalmente buenos o totalmente malos, no tienen vida interior y actúan mecánicamente en virtud de la causalidad mágica. En definitiva, arquetipos que simbolizan vicios o virtudes carentes de profundidad y desarrollo psicológico, que actúan y se agotan en función de la trama. La acción se desarrolla en un tiempo ucrónico y en un lugar utópico, y un clima de gracia primitiva, de ingenua frescura envuelve este mundo atemporal y de ensueño.
El héroe -el protagonista-, encarna todo tipo de virtudes: valor, bondad, generosidad  y, sobre todo, astucia. Es esencialmente viajero y errante, se encuentra con  sucesivos obstáculos y enemigos a los que al final siempre vence con el apoyo de ayudantes, ya sean animales o seres sobrenaturales, que utilizan sus cualidades no humanas para socorrerlo, aunque se comportan como humanos en todo lo demás. Por el contrario, los antagonistas son malvados, crueles, envidiosos y  egoístas. El final es siempre  -o casi siempre- feliz: la boda como recompensa, el generoso perdón de los enemigos, etc; y, por supuesto, los malvados  -los antagonistas- son cruelmente castigados, particularmente las brujas.
Un aspecto sobresaliente de casi todos los cuentos de tradición oral, transmitidos de esta forma o fijados por escrito, es la presencia de muchas fórmulas para comenzar o terminar los cuentos y que se pueden considerar como un rasgo estilístico de los mismos.
Los comienzos de los cuentos maravillosos con sus fórmulas iniciales sugieren que lo que se va a contar no pertenece al aquí ni al ahora que conocemos y pretenden provocar un alejamiento temporal, de manera que el oyente se dé cuenta de que está lejos de la realidad y del presente: “Érase una vez..., Había una vez..., En otro tiempo…En un lejano país..., Érase una vez un viejo castillo en medio de un enorme y frondoso bosque…”. Stith Thompson cita esta curiosa fórmula introductoria de un cuento ruso, mucho más elaborada: “En los tiempos pasados, cuando el mundo de Dios estaba todavía lleno de espíritus, brujas y ninfas, cuando todavía corrían ríos de leche, cuando las orillas de los arroyos estaban hechas de gachas y perdices asadas volando sobre los campos...”
Según Bettelheim, la deliberada vaguedad de los comienzos de estos cuentos simboliza el abandono del mundo concreto, de la realidad cotidiana. Mientras que el “hace mucho tiempo” supone que vamos a aprender cosas de tiempos remotos; son las oscuras cuevas, los viejos castillos, los bosques impenetrables o las habitaciones cerradas en las que está prohibida la entrada, los que nos sugieren que algo oculto va a sernos revelado[7].
 De acuerdo con este carácter irrealista, el cuento maravilloso carece de descripciones detalladas de ambientes y paisajes, pues, como afirma Tolkien, este tipo de relatos se refieren a “las aventuras de los hombres en un reino peligroso de límites sombríos”.
Estas fórmulas iniciales, pues, son las fórmulas mágicas que nos permiten entrar en el cuento  -ese otro mundo-, situándonos en «una vez», que es única, pues hace   referencia a la época en que los animales hablaban, los árboles dialogaban y las hadas y las brujas existían.
              
El final de la historia se marca mediante algunas  fórmulas finales que cierran y sellan el cauce narrativo y hacen volver al oyente al mundo real del que el cuento lo había arrancado. El narrador suele modificar en este momento su entonación y adopta un tono de juego o broma muy distinto al anterior: “Y vivieron felices y comieron perdices y a mí me dieron con los huesos en las narices”, “Y colorín colorado este cuento se ha acabado”. [A propósito de la deliberada vaguedad de los comienzos de estos cuentos y de esta última fórmula final, el escritor venezolano José Antonio Martín recordaba el cuento que le había contado cierto día su hija Adriana, cansada de que siempre le estuviese pidiendo un cuento: “Había una vez un colorín colorado”. Se trata del cuento más breve y el más largo y caudaloso que se pueda imaginar, pues esas tres primeras palabras y las tres últimas encierran todos los cuentos del mundo]
Pero lo que realmente distingue a gran parte de los cuentos maravillosos de otras narraciones, es su organización, o sea, su composición interna, pues la sucesión de episodios y motivos “presenta una estructura y otras características bastante estables a lo largo de los siglos y muy semejantes en todas las culturas en las que se pueden recoger, lo que no ha impedido su aclimatación a cada una de ellas en aspectos, por lo general, no estructurales, y aún con intenso sabor local”[8].
Sobre un corpus de cien cuentos populares maravillosos del rico folclores ruso, recogidos por Afanásiev, el ya citado estudioso ruso Vladimir Propp (1895-1970), en su conocido trabajo Morfología del cuento (1928),  -uno de los libros de mayor influjo en los estudios sobre el cuento popular- fue el primero que descubrió, en la aparente diversidad de estos cuentos tradicionales, una estructura formal muy definida, demostrando que la elaboración de este tipo de narraciones era mucho menos espontánea o casual de lo que en principio se podría pensar. Los estudios de Propp han traspasado los límites del folclore de la Madre Rusia y han servido de fecundo modelo de análisis para otros muchos cuentos maravillosos de todo el mundo.
En síntesis, y según el citado autor, lo más importante del cuento maravilloso son las funciones o acciones diversas de cada tipo de personajes, definidas desde el punto de vista de su significación en el desarrollo de la trama y que, por tanto, son las  partes constitutivas y fundamentales de la historia, que culminan con el desenlace final.  
Pues bien, el estudioso ruso redujo a treinta y una las funciones de los cuentos maravillosos estudiados por él. Aunque, naturalmente, no en todos los cuentos aparecen todas las funciones, lo verdaderamente sorprendente es que el orden de sucesión en que aparecen sí es siempre el mismo. Si las funciones son limitadas, los personajes -aunque es verdad que son siete fundamentales-, y los ambientes son muy numerosos. Esto explica, sigue diciendo Propp, el doble aspecto del cuento maravilloso: por una parte, su extraordinaria diversidad y su abigarrado pintoresquismo, pero, por otra, su uniformidad no menos extraordinaria, que llega incluso a la monotonía[9].
Esta estructura de los cuentos maravillosos, tan detenida y exhaustivamente analizada por Propp, se puede reducir, de una manera elemental y para un número importante de tales cuentos, a la siguiente sucesión de acontecimientos:
“El héroe padece una carencia o, alternativamente, sufre una agresión; se aleja del hogar familiar; en el camino encontrará a un donante que le hará entrega de un objeto maravilloso, o a un ayudante mágico que le auxiliará, o a un informante que le instruirá en el comportamiento correcto que deberá observar  para poder triunfar y, gracias a alguna de estas ayudas, logrará superar las pruebas prematrimoniales y casarse con la princesa, con lo que la carencia inicial quedará solucionada; o también, alternativamente, vencer a un dragón, gigante o similar, y reparar la fechoría”[10].
En fin, dejando aparte las sugestivas teorías de Vladimir Propp, y ya para terminar, podemos completar lo anteriormente dicho, analizando someramente, la lengua empleada en los cuentos tradicionales. Lo que más destaca es su sencillez: una lengua directa, fluida y sin ningún tipo de artificios, aunque con frecuencia muy expresiva. Además, el uso de palabras y giros arcaizantes, el gusto por las onomatopeyas y jitanjáforas[11] como en el lenguaje infantil, los refranes y proverbios, las  comparaciones y el estilo directo, son características estilísticas propias de las narraciones populares de transmisión oral, que los recopiladores de cuentos han conservado e, incluso, intensificado en sus retoques literarios; sin olvidar los diversos tipos de recurrencia fácilmente observables, como las fórmulas narrativas iniciales y finales a las que ya hemos aludido, las repeticiones, las mismas fórmulas para indicar situaciones semejantes o paralelas, una  cancioncilla repetida a lo largo del relato, ciertos números mágicos  -tres, siete, doce-, etc.
Las cosas se nombran sin describirlas y el relato progresa linealmente, a veces aparecen pluralidad de episodios, pero cada uno preparando el siguiente. Todo se subordina a la acción y esto explica la falta de descripciones y la esquematización de caracteres ya aludida.
Aunque los llamados cuentos maravillosos hunden sus raíces en la misma mitología clásica y en otras narraciones orientales de la antigüedad más lejana o en colecciones tan importante como Las mil y una noches, fue, superado el Renacimiento cuando cobraron particular fama en Francia con Mme. D’ Aulnoy (1650-1705), Charles Perrault (1688-1703) y Mme. Le Prince de Beaumont (1711-1780); y, ya en el Romanticismo, en Alemania, donde reciben el nombre de Marchen, con los hermanos Grimm -Jacob Ludwign (1785-1863) y Wilhelm Karl (1786-1859)-; En Dinamarca, con Hans Cristian Andersen (1805-1875) y en Rusia, con el famoso recopilador Alexander Afanásiev (1826-1871). Algunos de los cuentos populares más famosos y perennes, patrimonio colectivo de toda la humanidad, son los que estos autores recogieron de la tradición popular y difundieron y perennizaron en acertadas versiones. Estos son los casos de «La Cenicienta», «La Bella Durmiente», «Caperucita Roja», «Blancanieves y los siete Enanitos», «El Gato con botas», «La Bella y la Bestia», «Hänsel Gretel», «El Patito feo», «Vasilisa la Bella», «La Princesa Durmiente y los siete Gigantes», etc.

Caperucita Roja. Fuente de la imagen
   
Pero no podemos reducirnos a estos ejemplos tan conocidos de la vieja Europa porque se puede afirmar que todos los continentes, todas las regiones y todos los países poseen cuentos repetidos y enraizados en su tradición y, en ocasiones, conocidos allende sus fronteras. Téngase presente, por poner un ejemplo, el caso de Japón, con estos tres títulos tan significativos: «Momotaro», «Urashima» y «El espejo de Matsuyama».
  
Princesa en el bote. Fuente de la imagen

También las clásicas colecciones de relatos han proporcionado cuentos que, difundidos aisladamente,  a veces modificados o abreviados,  se han extendido por todas partes y se han convertido en parte de ese patrimonio universal y colectivo al que nos hemos referido. Recordemos la historia de «El Cíclope Polifemo» de la  Odisea (siglo VIII a. C.) o la de «Nala y Damayanti» de la epopeya nacional de la India, Mahabharata (compuesta en el siglo IV d. C., pero que recoge una tradición antiquísima). Sin olvidar algunos de los cuentos de  Las mil y una noches como «Alí Babá y los cuarenta ladrones» o «Aladino y la lámpara maravillosa» -considerado uno de los cuentos maravillosos más célebre del mundo- o, en fin algunos de los relatos incluidos en  El conde Lucanor (1335) de nuestro Don Juan Manuel, el  Decamerón (1350-1365) del italiano  Boccaccio o  Los cuentos de Canterbury (h.1386) del  inglés Chaucer.
Los cuentos se remontan hasta las primeras edades de la humanidad, hasta los tiempos fabulosos en que los hombres inventaban espontáneamente las ficciones y los símbolos, su única forma de expresión. A menudo si se intenta trazar la ruta que pudo seguir una narración popular que parece nueva se descubrirá su antigüedad. Ya se contaba en el siglo XVIII o en el XVII, y más atrás, en el Renacimiento, en aquellas recopilaciones que pretendían recoger toda la materia del saber humano. El Renacimiento debía esa vieja historia a la Edad media puesto que aparece en algún fabliaux. Pero la Edad Media no la había inventado, sino que la recogió de la Antigüedad clásica, la cual, a su vez, la había tomado de Oriente.Además, esa historia pulula por todos los países, bajo formas ligeramente distintas, y al oírla el hombre se hace afín con lo más remoto de la raza. “Érase una vez…” Sí: una vez, en otros tiempos, en una época tan distante que ni se puede imaginar, hubo la misma historia[12].
Los viejos cuentos son pues hitos dispersos del imaginario universal, de la memoria colectiva. Florecen en todas las lenguas, se revisten de distintas formas, se relacionan y engarzan misteriosamente e impregnan  -sin que nos demos cuenta- el aire que respiramos, los sonidos que oímos, las imágenes que vemos y las vidas que  vivimos.                                 
Mantener viva la memoria de esos viejos cuentos, conocerlos, leyéndolos o escuchándolos, son modos de integrarnos en la comunidad humana, de zambullirnos en las aguas profundas del mar del mundo y, sobre todo, un medio de vencer el tiempo, porque como dijo Ramón del Valle-Inclán, “sólo la memoria alcanza a encender un cirio en las tinieblas del tiempo”, especialmente cuando esa memoria es la de las fantasías más hermosas y maravillosas que la mente humana ha creado.
Como coda final, terminamos con el siguiente texto del escritor francés Jean Claude Carriére:
Una anécdota persa muy antigua muestra al narrador como un hombre aislado, de pie en una roca cara al océano. Cuenta sin descanso una historia tras otra, deteniéndose apenas un momento para beber, de vez en cuando, un vaso de agua.El océano, fascinado, lo escucha en calma.Y el autor anónimo añade:-Si un día el narrador callase, o si alguien lo hiciese callar, nadie puede decir lo que haría el océano[13].



[1] Una de las plazas más famosas del mundo, el corazón de la medina de la ciudad, Patrimonio Oral de la Humanidad  y, según Juan Goytisolo,  el único lugar del planeta en el que todos los días del año, músicos, cuentistas, bailarines, juglares y bardos actúan ante un gentío numeroso y que sin cesar se renueva. 
[2] Alfonso Reyes, La experiencia literaria. Losada, Buenos Aires 1961, págs. 55-56
[3] Enrique Anderson Imbert, Teoría y técnica del cuento. Ariel, Barcelona, Págs. 21-22
[4] Leandro Carré Alvarellos, Las leyendas tradicionales gallegas. Espasa Calpe (Austral, 471) , Madrid    1978, pág. 19.
[5] Jorge Rivera, El cuento popular, Buenos Aires,  Centro Editor de América Latina, 1985, pág. 7.
[6] La formación de las leyendas (1910), Barcelona, Alta Fulla, 1982, págs. 20-21.
[7]  Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona, Crítica, 1994, pág. 69.
[8] Antonio Rodríguez Almodóvar, Cuentos al amor de la lumbre, I, Madrid, Anaya, 1984, pág. 21.
[9] Vladimir Propp,  Morfología del cuento, Madrid, Fundamentos, 1981, págs. 31-36. Propp empleó la palabra morfología para este estudio analítico del cuento, porque consiste en describirlo según las partes, elementos y formas constitutivas, y las relaciones de estos entre sí. Además, y entre otros trabajos, publicó  Las raíces históricas del cuento (1946), que con Morfología...constituyen el núcleo de la teoría del cuento formulada por el autor ruso.
[10] Julio Camarena y Máxime Chevalier, prefacio a  Catálogo tipológico del cuento folclórico español. Cuentos maravillosos. Madrid, Gredos, 1995, pág. 69.
[11] Palabras  o expresiones inventadas que carecen de significado en sí mismas y cuya función poética radica en sus valores fónicos, melódicos y rítmicos.
[12] Paul Hazard,  Los libros, los niños y los hombres, Barcelona, Juventud, 1976, págs. 256-258
[13] El círculo de los mentirosos, Barcelona, Lumen, 2000, pág. 220.

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