Escritor estadounidense John Cheever |
Relato corto de John Cheever: La Navidad es triste para los pobres
La
Navidad es una época triste. La frase acudió a la mente de Charlie un instante
después de que el despertador hubo sonado, y le trajo otra vez la depresión
amorfa que lo había perseguido toda la tarde anterior. Al otro lado de la
ventana, el cielo estaba negro. Se sentó en la cama y tiró de la cadenilla de la
luz que colgaba delante de su nariz. «El día de Navidad es el día más triste
del año —pensó—. De todos los millones de personas que viven en Nueva York, yo
soy prácticamente el único que tiene que levantarse en la fría oscuridad de las
seis de la mañana el día de Navidad; prácticamente el único.»
Se
vistió, y al bajar la escalera desde el piso superior de la pensión donde
vivía, sólo oyó unos ronquidos, para él groseros; las únicas luces encendidas
eran las que habían olvidado apagar. Desayunó en un puesto ambulante que no
cerraba en toda la noche, y, en un tren elevado, marchó hacia la parte alta de
la ciudad. Recorrió la Tercera Avenida hasta desembocar en Sutton Place. El
vecindario estaba a oscuras. Los edificios levantaban, a ambos lados de las luces
callejeras, muros de ventanas negras. Millones y millones de personas dormían,
y aquella pérdida general de conciencia generaba una impresión de abandono,
como si la ciudad se hubiera desmoronado, como si aquel día fuese el fin del
tiempo. Charlie abrió las puertas de hierro y cristal del edificio de
apartamentos donde trabajaba como ascensorista desde hacía seis meses, cruzó el
elegante vestíbulo y entró en el vestidor de la parte trasera. Se puso el
chaleco de rayas con botones de latón, un falso fular, unos pantalones con una
franja azul cielo en lacostura, y una chaqueta. El ascensorista de noche
dormitaba en el banquillo dentro del ascensor. Charlie lo despertó. El hombre
le dijo con voz espesa que el portero de día se había puesto enfermo y que no vendría.
Enfermo el portero, Charlie no dispondría de tiempo para almorzar, y muchísima
gente le pediría que saliera a buscar un taxi.
Charlie
llevaba trabajando unos minutos cuando lo llamaron desde el piso catorce. Era
una tal señora Hewing, que —Charlie se había enterado por casualidad— tenía
fama de inmoral. La señora Hewing todavía no se había acostado, y entró en el
ascensor ataviada con un vestido largo bajo el abrigo de pieles. La acompañaban
dos perros de aspecto raro. Él la bajó y miró cómo salía a la oscuridad de la
calle y acercaba los perros al bordillo. No estuvo fuera más de unos minutos.
Volvió a entrar y él subió con ella otra vez a la planta catorce.
Al
salir del ascensor, ella dijo:
—Felices
pascuas, Charlie.
—Bueno,
para mí hoy no es precisamente un día festivo, señora Hewing —repuso él—. Creo
que las Navidades son las fechas más tristes del año. Y no es porque la gente
de esta casa no sea generosa, quiero decir, recibo muchas propinas, pero ¿sabe
usted?, vivo solo en un cuarto de alquiler y no tengo familia ni amistades, o
sea, que la Navidad no es para mí una fiesta precisamente.
—Lo
siento, Charlie —dijo la señora Hewing—. Yo tampoco tengo familia. Es bastante
triste estar solo, ¿verdad?
Llamó
a sus perros y entró tras ellos en su apartamento. Él volvió a bajar en el
ascensor.
Todo estaba tranquilo,
y Charlie encendió un cigarrillo. A aquella hora, la calefacción del sótano
acompasaba la respiración del edificio con su vibración regular y profunda, y
los tétricos ruidos de vapor caliente que despedía la caldera empezaron a
resonar primero en el vestíbulo y después en cada uno de los dieciséis pisos.
Aquel despertar puramente mecánico no alivió la soledad ni el malhumor del
ascensorista. La oscuridad al otro lado de las puertas de cristal se había
vuelto azul, pero aquella luz azulada parecía carecer de origen; como surgida
en medio del aire. Era una luz lacrimosa, y a medida que iba invadiendo la
calle vacía, Charlie tuvo ganas de llorar. Entonces llegó un taxi y los Walser
se apearon, borrachos y vestidos con trajes de noche, y él los subió al ático.
Los Walser le hicieron reflexionar sobre la diferencia entre su propia vida en
un cuarto de pensión y la vida de la gente que residía allí arriba. Era
terrible.
Después
empezaron a llamar los que madrugaban para ir a la iglesia, que aquella mañana
no fueron sino tres personas. Algunos más salieron hacia la iglesia a las ocho
en punto, pero la mayoría de los inquilinos siguieron durmiendo, aun cuando el
olor a beicon y café ya penetraba en la caja del ascensor.
Poco
después de las nueve, una niñera bajó con un niño. Tanto ella como él exhibían
un bronceado intenso: Charlie sabía que acababan de volver de las Bermudas. Él
nunca había estado en las Bermudas. Él, Charlie, era un prisionero confinado
ocho horas al día en una caja de dos metros por dos y medio, a su vez confinada
en un hueco de dieciséis pisos. En un inmueble u otro, llevaba diez años
ganándose la vida como ascensorista.
Según
sus cálculos, el trayecto medio venía a tener unos doscientos metros, y, cuando
pensaba en los miles de kilómetros que había recorrido sin moverse del sitio,
cuando se imaginaba a sí mismo conduciendo el ascensor a través de la bruma por
encima del mar Caribe y posándose en una playa de coral de las Bermudas, no
atribuía a la naturaleza misma del ascensor la estrechez de sus viajes: para
él, los pasajeros eran los culpables de su confinamiento, como si la presión
que aquellas vidas ejercían sobre la suya le hubiese cortado las alas.
En todo esto pensaba cuando llamaron los DePaul, que vivían en el piso nueve.
En todo esto pensaba cuando llamaron los DePaul, que vivían en el piso nueve.
Le
desearon también una feliz Navidad.
—Bueno,
son ustedes muy amables por pensar en mí —les dijo mientras bajaban—, pero para
mí no se trata de un día festivo. La Navidad es una fecha triste cuando uno es
pobre. Vivo solo en un cuarto de alquiler. No tengo familia.
—¿Con
quién va a comer hoy, Charlie? —preguntó la señora DePaul.
—No
voy a tener comida navideña —dijo Charlie—. Nada más que un bocadillo.
—¡Oh,
Charlie! —La señora DePaul era una mujer corpulenta, de corazón vehemente, y la
queja de Charlie cayó sobre su talante festivo como un súbito chubasco—. Ojalá
pudiéramos compartir con usted nuestra comida de Navidad —dijo—. Yo soy de
Vermont, ¿sabe?, y cuando era niña, ¿me entiende?, solíamos invitar a mucha
gente a nuestra mesa. El cartero, ¿sabe?, y el maestro, y cualquiera que no
tuviese familia propia, ¿no?, y ojalá pudiéramos compartir nuestra comida con
usted, digo, como entonces, y no veo por qué no podemos. No podremos sentarlo a
nuestra mesa porque no puede usted dejar el ascensor, ¿no es cierto?, pero en
cuanto mi marido trinche el pavo, le daré un timbrazo y prepararé una bandeja
para usted, ya verá, y quiero que usted suba y comparta, aunque sea así,
nuestra comida de Navidad.
Charlie
les dio las gracias, sorprendido por tanta generosidad, pero se preguntó si no
olvidarían su promesa al llegar los parientes y amigos del matrimonio.
Luego llamó la anciana señora Gadshill, y cuando ella le deseó felices fiestas, él bajó la cabeza.
Luego llamó la anciana señora Gadshill, y cuando ella le deseó felices fiestas, él bajó la cabeza.
—Para
mí no es precisamente fiesta —repitió—. La Navidad es un día triste para los
pobres. No tengo familia, ¿sabe? Vivo solo en una habitación de huéspedes.
—Yo
tampoco tengo familia, Charlie —dijo la señora Gadshill. Habló con deliberada
amabilidad, pero su buen humor era forzado—. Es decir, hoy no tendré conmigo a
ninguno de mis chicos. Tengo tres hijos y siete nietos, pero nadie encuentra
manera de venir al este a pasar las Navidades conmigo. Yo entiendo sus problemas,
desde luego. Ya sé que es difícil viajar con niños en vacaciones, aunque yo
siempre me las arreglaba cuando tenía su edad, pero la gente tiene distintas
formas de ver las cosas, y no podemos juzgarla por lo que no entendemos. Pero
sé cómo se siente, Charlie. Yo tampoco tengo familia. Estoy tan sola como
usted.
El
discurso de la anciana no conmovió a Charlie. Sí, quizá estuviese sola, pero
tenía un apartamento de diez habitaciones y tres criadas, y mucha, muchísima
pasta, y diamantes por todas partes, y había cantidad de niños pobres en los
suburbios que se darían sobradamente por satisfechos si tuvieran ocasión de
hacerse con la comida que su cocinera tiraba. Entonces pensó en los niños
pobres. Se sentó en una silla del vestíbulo y se puso a pensar en ellos.
Ellos
se llevaban la peor parte. A partir de otoño comenzaba toda aquella agitación a
propósito de las Navidades y de que eran fechas dedicadas a ellos. Después del
Día de Acción de Gracias, no podían escaparse; estaba establecido que no podían
escaparse. Guirnaldas y adornos por todas partes, campanas repicando, árboles
en el parque, Santa Claus en cada esquina y fotos en diarios y revistas, y en
todas las paredes y las ventanas de la ciudad les anunciaban que los niños
buenos tendrían cuanto quisieran. Aunque no supiesen leer, sabrían esto. Aunque
fuesen ciegos. Estaba en la atmósfera que los pobres críos respiraban. Cada vez
que salían de paseo, veían todos aquellos juguetes caros en los escaparates;
escribían cartas a Santa Claus, y sus padres y madres les prometían echarlas al
correo, y cuando los niños se habían ido a la cama, las quemaban en la estufa.
Y al llegar la mañana de Navidad, ¿cómo explicarles, cómo decirles que Santa
Claus sólo visitaba a los niños ricos, que nada sabía de los niños buenos?
¿Cómo mirarlos a la cara, cuando todo lo que uno podía regalarles era un globo
o una piruleta?
Al volver a casa unas cuantas noches atrás, Charlie había visto a una mujer y a una chiquilla que bajaban por la calle Cincuenta y Nueve. La niña lloraba. Adivinó que estaba llorando, y supo que lloraba porque había visto en los escaparates todos los juguetes de las tiendas y no alcanzaba a comprender por qué ninguno era para ella. Imaginó que la madre era sirvienta, o quizá camarera, y las vio camino de vuelta a una habitación como la suya, con paredes verdes y sin calefacción, para cenar una sopa de lata el día de Nochebuena. Y vio luego cómo la niña colgaba en alguna parte sus raídos calcetines y se quedaba dormida, y vio a la madre buscando en su bolso algo quemeter en los calcetines… El timbre del piso once interrumpió su ensoñación.
Subió; el señor y la señora Fuller estaban esperando. Cuando le desearon feliz Navidad, él dijo:
Al volver a casa unas cuantas noches atrás, Charlie había visto a una mujer y a una chiquilla que bajaban por la calle Cincuenta y Nueve. La niña lloraba. Adivinó que estaba llorando, y supo que lloraba porque había visto en los escaparates todos los juguetes de las tiendas y no alcanzaba a comprender por qué ninguno era para ella. Imaginó que la madre era sirvienta, o quizá camarera, y las vio camino de vuelta a una habitación como la suya, con paredes verdes y sin calefacción, para cenar una sopa de lata el día de Nochebuena. Y vio luego cómo la niña colgaba en alguna parte sus raídos calcetines y se quedaba dormida, y vio a la madre buscando en su bolso algo quemeter en los calcetines… El timbre del piso once interrumpió su ensoñación.
Subió; el señor y la señora Fuller estaban esperando. Cuando le desearon feliz Navidad, él dijo:
—Bueno,
para mí no es precisamente fiesta, señora Fuller. La Navidad es un día triste
cuando uno es pobre.
—¿Tiene
usted hijos, Charlie? —preguntó ella.
—Cuatro
vivos —dijo él—. Dos en la tumba. —Se sintió abrumado por la majestad de su
embuste—. Mi mujer está inválida —añadió.
—Qué
triste, Charlie —lamentó la señora Fuller. Salió del ascensor cuando llegaron a
la planta baja, y dio media vuelta—. Voy a darle algunos regalos para sus
hijos, Charlie. Mi marido y yo vamos a hacer una visita, pero cuando volvamos
le daremos algo para sus niños.
Él
le dio las gracias. Luego llamaron del cuarto piso, y subió a recoger a los
Weston.
—No
es que sea un día festivo para mí —les dijo cuando le desearon feliz Navidad—.
Es una fecha triste para los pobres. Ya ven, yo vivo solo en una pensión.
—Pobre
Charlie —dijo la señora Weston—. Sé exactamente cómo se siente. Durante la
guerra, cuando el señor Weston estaba lejos, yo pasé sola las Navidades. No
tuve comida navideña, ni árbol ni nada. Me preparé unos huevos revueltos, me
senté y me eché a llorar.
Su
marido, que ya estaba en el vestíbulo, la llamó impacientemente.
—Sé exactamente cómo se siente usted —declaró la señora Weston.
—Sé exactamente cómo se siente usted —declaró la señora Weston.
Al
mediodía, el olor de aves y caza había reemplazado al de beicon y café en el
recinto del ascensor, y la casa, como una gigantesca y compleja granja, estaba
ensimismada en la preparación de un festín doméstico. Todos los niños y las
niñeras habían vuelto del parque. Abuelas y tías llegaban en enormes
automóviles. La mayoría de la gente que atravesó el vestíbulo llevaba paquetes
envueltos en papel de colores y lucía sus mejores pieles y sus ropas nuevas.
Charlie siguió quejándose ante casi todos los inquilinos cuando éstos le
deseaban felices pascuas, ya en su papel de solterón solitario, ya
representando a un pobre padre, según su talante, pero aquella efusión de
melancolía y la compasión que suscitaba no lograron mejorarle el ánimo.
A la una y media llamaron del piso nueve, y al subir encontró al señor DePaul, que, de pie en la puerta de su piso, sostenía una coctelera y un vaso.
A la una y media llamaron del piso nueve, y al subir encontró al señor DePaul, que, de pie en la puerta de su piso, sostenía una coctelera y un vaso.
—Un
pequeño brindis navideño, Charlie —dijo, y le sirvió una copa. Después apareció
una sirvienta con una bandeja de platos cubiertos, y la señora DePaul salió del
cuarto de estar.
—Feliz
Navidad, Charlie —le deseó—. Le dije a mi marido que trinchara pronto el pavo
para que usted pudiera probarlo, ¿sabe? No puse el postre en la bandeja porque
tuve miedo de que se derritiera, así que cuando vayamos a tomarlo ya le
avisaremos.
—Y
¿qué es una Navidad sin regalos? —dijo el señor DePaul, y sacó del recibidor
una caja grande y plana que colocó encima de los platos cubiertos.
—Ustedes
hacen que este día me parezca un auténtico día de Navidad —dijo Charlie. Las
lágrimas le asomaban a los ojos—. Gracias, gracias.
—¡Feliz
Navidad! ¡Felices pascuas! —exclamaron los otros, y vieron cómo Charlie se
llevaba su comida y su regalo al ascensor.
Guardó
ambas cosas en el vestidor cuando llegó abajo. En la bandeja había un plato de
sopa, un pescado con salsa y una ración de pavo. Sonó otro timbre, pero antes
de contestar abrió la caja que le habían regalado y vio que contenía una bata.
La generosidad de los DePaul y la bebida que había ingerido empezaban a hacerle
efecto, y subió lleno de júbilo a la planta doce. La sirvienta de la señora
Gadshill lo esperaba en la puerta con una bandeja, y a su espalda estaba la
anciana.
—¡Felices
Navidades, Charlie! —le dijo. Él se lo agradeció y de nuevo le afluyeron las
lágrimas.
Al
bajar tomó un sorbo del vaso de jerez que había en la bandeja. La aportación de
la señora Gadshill era un plato combinado. Comiócon los dedos la chuleta de
cordero. Sonaba el timbre otra vez; se limpió la cara con una servilleta de
papel y subió a la planta once.
—Feliz
Navidad, Charlie —dijo la señora Fuller, que estaba en la puerta con los brazos
llenos de paquetes envueltos en papel de regalo, como en un anuncio comercial.
El señor Fuller, a su lado, rodeaba con el brazo a su mujer, y ambos parecían a
punto de echarse a llorar.
—Aquí
tiene algunas cosas para llevar a sus hijos —dijo el señor Fuller—. Y esto es
para su mujer, y esto otro para usted. Y si quiere llevarlo todo al ascensor,
dentro de un minuto le tendremos preparada su comida.
Charlie
llevó todos los obsequios al ascensor y regresó en busca de la bandeja.
—¡Felices
pascuas, Charlie! —exclamó el matrimonio cuando él cerró la puerta.
Guardó la comida y los regalos en el vestidor y abrió el paquete que iba a su nombre. Dentro había una cartera de piel de cocodrilo con las iniciales del señor Fuller en la esquina. La bandeja contenía también pavo; comió con los dedos un pedazo de carne y lo estaba regando con bebida cuando sonó el timbre. Subió de nuevo. Esta vez eran los Weston.
Guardó la comida y los regalos en el vestidor y abrió el paquete que iba a su nombre. Dentro había una cartera de piel de cocodrilo con las iniciales del señor Fuller en la esquina. La bandeja contenía también pavo; comió con los dedos un pedazo de carne y lo estaba regando con bebida cuando sonó el timbre. Subió de nuevo. Esta vez eran los Weston.
—¡Feliz
Navidad, Charlie! —le dijeron, y lo invitaron a un ponche de huevo, le
ofrecieron pavo y le entregaron un regalo. El presente era también una bata.
Luego llamaron del siete, y él subió y le dieron más comida y más obsequios. Sonó el timbre del catorce, y cuando llegó arriba vio en el recibidor a la señora Hewing, vestida con una especie de salto de cama, llevando un par de botas de montar en una mano y varias corbatas en la otra. Había estado llorando y bebiendo.
Luego llamaron del siete, y él subió y le dieron más comida y más obsequios. Sonó el timbre del catorce, y cuando llegó arriba vio en el recibidor a la señora Hewing, vestida con una especie de salto de cama, llevando un par de botas de montar en una mano y varias corbatas en la otra. Había estado llorando y bebiendo.
—Felices
fiestas, Charlie —le deseó tiernamente—. Quería regalarle algo, he pensado en
ello toda la mañana, he revuelto todo el apartamento y éstas son las únicas
cosas útiles para un hombre que he podido encontrar. Es lo único que dejó el
señor Brewer. Me figuro que las botas no le sirven para nada, pero ¿por qué no
se queda con las corbatas?
Charlie
las aceptó, le dio las gracias y volvió precipitadamente al ascensor, porque el
timbre había sonado ya tres veces.
Hacia
las tres de la tarde, Charlie tenía catorce bandejas de comida esparcidas por
la mesa y por el suelo del vestidor, y los timbres seguían sonando. Cuando
empezaba a probar un plato, tenía que subir y recoger otro, y en mitad del buey
asado de los Parson tuvo que dejarlo para ir a buscar el postre del matrimonio
DePaul. Dejó cerrada la puerta del vestidor, porque intuía que un acto de
caridad era exclusivo y que a cada uno de sus amigos le habría disgustado
descubrir que no eran ellos los únicos que trataban de aliviar su soledad.
Había pavo, ganso, pollo, faisán, pichón y urogallo. Había trucha y salmón,
escalopes a la crema, langosta, ostras, cangrejo, salmonete y almejas. Había
pudín de ciruela, bizcocho con frutas, crema batida, trozos de helado
derretido, tartas de varias capas, torten, éclairs y dos porciones de crema
bávara. Tenía batas, corbatas, gemelos, calcetines y pañuelos, y uno de los
inquilinos le había preguntado su talla y después le había regalado tres
camisas verdes. Había una tetera de cristal, llena —según rezaba la etiqueta—
de miel de jazmín, cuatro botellas de loción para después del afeitado, varios
sujetalibros de alabastro y una docena de cuchillos de carne. La avalancha de
caridad que Charlie había precipitado llenaba el vestidor y a ratos lo hacía sentirse
inseguro, como si hubiera abierto un manantial del corazón femenino que fuese a
enterrarlo vivo bajo una montaña de comida y batas. No había hecho notables
progresos en la ingestión de los platos, porque todas las raciones eran
anormalmente grandes, como si los donantes hubieran pensado que la soledad
genera un apetito descomunal. Tampoco había abierto ninguno de los regalos para
sus hijos imaginarios, pero se había bebido todo lo que le habían dado, y en
derredor yacían los posos de martinis, manhattans, old-fashioneds, cócteles de
champán con zumo de frambuesas, ponches, bronxes y sidecars.
Le
ardía la cara. Amaba al mundo y el mundo lo amaba a él. Al recordar su vida, la
veía bajo una luz rica y maravillosa, rebosante de asombrosas experiencias y
amigos excepcionales. Pensó que su trabajo de ascensorista —surcar de arriba
abajo cientos de metros de peligroso espacio— requería el nervio y el intelecto
de un hombre-pájaro. Todas las limitaciones de su vida, las paredes verdes de
su habitación, los meses de desempleo, se desvanecieron. Nadie pulsó el timbre,
pero entró en el ascensor y lo disparó a toda velocidad hasta el ático para
descender de nuevo y volver a subir otra vez, a fin de poner a prueba su
maravilloso dominio del espacio.
Sonó
el timbre del doce mientras él viajaba, y se detuvo en el piso el tiempo
necesario para recoger a la señora Gadshill. Cuando la caja inició el descenso,
él soltó los mandos, en un paroxismo de júbilo, y gritó:
—¡Ajústese
el cinturón de seguridad, señora! ¡Vamos a hacer una acrobacia aérea!
La
pasajera chilló. Después, por alguna razón, se sentó en el suelo del ascensor.
¿Por qué la mujer estaba tan pálida?, se preguntó Charlie. ¿Por qué se había
sentado en el suelo? Ella soltó otro chillido. Charlie hizo que la caja se posase
suavemente e incluso, a su juicio, hábilmente, y abrió la puerta.
—Siento
haberla asustado, señora Gadshill —dijo mansamente—. Estaba bromeando.
Ella
gritó de nuevo. A continuación, salió al vestíbulo llamando a gritos al
superintendente.
El
superintendente del inmueble despidió en el acto a Charlie, y ocupó el puesto
de éste en el ascensor. La noticia de que se había quedado sin empleo escoció a
Charlie durante un minuto. Era su primer contacto del día con la mezquindad
humana. Se sentó en el vestidor y empezó a roer un mondadientes. El efecto de
las bebidas empezaba a abandonarlo, y aun cuando no había cesado todavía,
preveía una sobriedad fatal. El exceso de comida y regalos comenzó a provocarle
una sensación de culpabilidad y desprecio por sí mismo. Lamentó largamente
haber mentido con respecto a sus imaginarios hijos. Era un solterón con
necesidades bastante elementales. Había abusado de la bondad de los inquilinos.
Era despreciable.
Entonces,
mientras desfilaba por su pensamiento una secuencia de ideas ebrias, evocó la
nítida silueta de su casera y de sus tres hijos flacuchos. Pudo imaginárselos
sentados en el sótano. La alegría de la Navidad no había existido para ellos.
La escena le llegó al alma. Darse cuenta de que él se hallaba en condiciones de
dar, de hacer dichoso al prójimo sin el menor esfuerzo, le devolvió la
sobriedad. Cogió un gran saco de arpillera que se usaba para la recogida de
basuras y empezó a llenarlo, primero con sus propios regalos y luego con los
obsequios para los niños que no tenía. Procedió con la prisa de un hombre cuyo
tren se acerca a la estación, porque apenas era capaz de esperar el momento en
que aquellas largas caras se iluminasen cuando él cruzara la puerta. Se cambió
de ropa y, espoleado por una desconocida y prodigiosa sensación de poderío, se
echó el saco al hombro como un Santa Claus cualquiera, salió por la puerta
trasera y se dirigió en taxi a la zona baja del East Side.
La patrona y sus hijos acababan de comerse el pavo que les había enviado el Club Demócrata local, y estaban ahítos e incómodos cuando Charlie empezó a aporrear la puerta y a gritar: «¡Feliz Navidad!» Arrastró el saco tras él y derramó por el suelo los regalos de los niños. Había muñecas y juguetes musicales, cubos, costureros, un traje de indio y un telar, y tuvo la impresión de que, en efecto, como había esperado, su llegada disipaba la melancolía reinante. Una vez abierta la mitad de los regalos, dio un albornoz a la patrona y subió a su cuarto a examinar las cosas con que le habían obsequiado.
La patrona y sus hijos acababan de comerse el pavo que les había enviado el Club Demócrata local, y estaban ahítos e incómodos cuando Charlie empezó a aporrear la puerta y a gritar: «¡Feliz Navidad!» Arrastró el saco tras él y derramó por el suelo los regalos de los niños. Había muñecas y juguetes musicales, cubos, costureros, un traje de indio y un telar, y tuvo la impresión de que, en efecto, como había esperado, su llegada disipaba la melancolía reinante. Una vez abierta la mitad de los regalos, dio un albornoz a la patrona y subió a su cuarto a examinar las cosas con que le habían obsequiado.
Ahora
bien, los hijos de la casera habían recibido tantos regalos antes de que
llegase Charlie que estaban confusos con aquella avalancha; la patrona, guiada
por una intuitiva comprensión de la naturaleza de la caridad, les permitió
abrir varios paquetes mientras Charlie estaba en la habitación, pero luego se
interpuso entre los niños y los obsequios que quedaban sin abrir.
—Eh,
chicos, ya tenéis bastante —dijo—. Ya habéis recibido vuestros regalos. Mirad
todas las cosas que os han dado. Fijaos, ni siquiera habéis tenido tiempo de
jugar con la mitad. Mary Anne, ni has mirado esa muñeca que te dio el Cuerpo de
Bomberos. Sería una hermosa acción coger todo esto que sobra y llevarlo a esa
pobre gente de Hudson Street: a los Deckkers. No habrán tenido regalos.
Un
aura beatífica iluminó la cara de la casera cuando advirtió que podía dar,
podía ser heraldo de alegría, mano salvadora en un caso de mayor necesidad que
el suyo, y, al igual que la señora DePaul y la señora Weston, al igual que el
propio Charlie y la señora Deckker, que a su vez habría de pensar
posteriormente en los pobres Shannon, se dejó invadir primero por el amor,
luego por la caridad y finalmente por una sensación de poder.
—Vamos,
niños, ayudadme a recoger todo esto. De prisa, vamos, de prisa —dijo, porque ya
había oscurecido y sabía que estamos obligados mutuamente a una benevolencia
dispendiosa un solo y único día, y que ese día concreto estaba casi a punto de
acabar. Estaba cansada, pero no podía quedarse tranquila, no podía descansar.
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