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El Dr. Harry Koontz era hipnólogo: practicaba regresiones a sus pacientes. Con este método, conseguía que la herida inherente que los martirizaba emergiera del abismo donde estaba recluida. Un montón de enfermos desfilaban por su consultorio, desde el amanecer hasta la medianoche; todos salían curados.
Pero lo que ningún
cliente sabía era que él también sufría una pesadilla que lo acuciaba, desde
que era un crío. Aquel sueño lo atormentaba cada noche, con puntualidad.
Después de tantos años, ya se había acostumbrado a malvivir aquella escena a
diario. No renunciaba, con un golpe de suerte, a entender su significado.
La primera visita de
aquella tarde fue una mujer de unos treinta años con una cara de asustada que
tiraba para atrás. El doctor le pidió que se acomodara, que se estirara en el
diván. Entonces, empezó su ritual: bajó la persiana hasta conseguir la penumbra
deseada, encendió el equipo de música y pinchó una recopilación de melodías
celtas, y encendió una barra de incienso.
—Si ya está preparada,
podemos empezar.
—De acuerdo. Cuando
quiera... —contestó la paciente.
—Cierre los ojos.
Respire hondo. Relájese. Muy bien, así. A partir de este momento, solo
escuchará mi voz. Mis palabras la guiarán...
Cuando el doctor
constató que la mujer estaba a punto para el viaje, le trazó el camino.
—Cuénteme ese sueño,
ese que tanto la inquieta...
—...
—Tranquila... No debe
tener miedo a nada... Confíe en mí...
—... Estoy en una
casa... En el comedor... —dijo la mujer, inmersa en el trance.
—¿La casa de quién?
—De un hombre...
—¿Y de alguien más?
—De su compañera...
—¿Compañera? —preguntó
el doctor, que no había acabado de entender el comentario.
—Sí... No están
casados... Nadie lo hace ya...
—Siga, por favor.
—Es extraño... —prosiguió
la chica.
—¿Qué?
—Todo lo que hay en la
casa...
—¿Qué quiere decir?
Pruebe a concretarlo más.
—Es de plástico...
Todo es de plástico...
—¿Qué más ve?
—Llevan una máscara...
—informó la hipnotizada.
—¿Por qué?
—Para respirar... Si
no, morirían en el acto...
Aquella revelación
golpeó el alma del doctor. No podía ser verdad. De ninguna de las maneras. No.
Imposible. ¿El mismo sueño?
—¿Qué año es? —preguntó
el hipnólogo, cada vez más asombrado.
—2513...
—Siga, siga... No se
detenga ahora...
—El chico me mira, de
reojo...
En la pesadilla del
doctor, era al revés: la chica del sueño lo buscaba, él, con la mirada.
—¿Por qué lo hace? —le
planteó Koontz.
—No lo sé...
—¿Qué pasa ahora?
—Están discutiendo... —confirmó
la paciente.
—¿Por qué motivo?
—Ella le ha sido
infiel...
—¿Con quién?
—Con su cuñada, la
hermana de su hombre...
—¿Es lesbiana? —quiso
aclarar el hipnotizador.
—No...: bisexual...
Todo el mundo lo es...
—Siga, por favor... Por
lo que más quiera...
—...
—¿Qué sucede?
—Él...
—¡¿Qué?!
—Me vuelve a mirar...
—¿Qué le dice?
—Me parece que...
—¿Qué?
—... Soy yo...
—¿Cómo dice? —intervino,
intrigado, Harry.
—El hombre...
—¿Sí?
—Seré yo... de aquí
500 años —anunció la viajera onírica.
El Dr. Koontz empezaba
a atar cabos y sacar el intríngulis. Ahora ya podía confirmarse que estaba del
todo seguro: era su pesadilla, la misma. Y aquella chica era la pieza que
faltaba en el rompecabezas.
—Siga...
—Se gritan..., se insultan...
Ella le araña la cara...
—¿Quién es ella?
—Usted...
Saltó del sillón. Cada
vez era todo más evidente.
—Y ahora, ¿qué ocurre?
De pronto, la mujer se
revolvió. Sudaba mucho. Empezó a llorar.
—¡Dígame qué está
pasando! —le exigió el doctor, a punto de perder los estribos.
—La ha matado...
—¿Quién?
—Él... El chico la ha
matado... Yo lo he matado..., a usted...
—Le ha arrancado el
tubo, ¿verdad?
—Sí... —afirmó la
chica, al tiempo que hacía una mueca de extrañeza ante aquella apreciación. En
ese momento, se dio cuenta de que el doctor conocía aquella historia tan bien
como ella misma.
—Y él, ¿qué hace
ahora? —insistió Harry, desconcertado.
—Lo mismo que ella...:
se ha desconectado el tubo...
—¿Por qué? —preguntó,
entre llantos, el médico.
—No puede vivir sin
ella...
A continuación el Dr.
Koontz, con los brazos temblorosos, se levantó del sillón, se dirigió hacia el
diván y estranguló a su paciente, con sus propias manos. Al cabo de medio milenio
ya pasarían cuentas, se dijo el doctor. Era la única manera que veía para
justificarse del crimen que acababa de cometer. Poseso, salió corriendo del
consultorio. Se adentró en la primera boca de metro con la que tropezó y, a
continuación, se tiró a la vía.
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