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Cuento de Francisco Rodríguez Criado: Una noche con Jack Kerouac
El sol se había ocultado ya. No importaba: nos
contentábamos con el brillo de las luces de neón de mil y un bares, la brisa
del mar y un tímido airecillo que nos despeinaba burlonamente. Atrás quedaba el
siniestro y oscuro tumulto del Black Mask, donde el tenso ambiente de
borrachos, chulos, viejos y busconas jugueteaba con el impetuoso humo que
asfixiaba el local.
–¿Lo viste? Es el mejor. No hay duda. ¿Viste cómo su
boca, sus pulmones, su corazón, no eran más que una prolongación de ese loco e
indómito saxo? ¿Lo viste o no, sucio borracho?
Sí, era el mejor. Nuestro amigo Bird nos había
deleitado una vez más con su talento. Lo vi, claro que lo vi. Sí que era un
borracho. No un sucio borracho, pero sí un borracho. Como Jack, otro borracho
como él.
–Ya puedo morir tranquilo. Después de ver, oír y
oler una vez más a mi gran Charlie Parker, el mundo no me debe nada –decía
pletórico de entusiasmo.
Y, entre frase y frase, canturreaba alguna de
aquellas melodías bop que tanto le gustaban, mientras se entretenía dando
patadas a una lata.
Íbamos calle abajo por Heavenly Lane.
La noche era cálida, muy cálida. Algunos niños
jugaban al balón; otros corrían por esas empinadas colinas, ya en forma de
calles, que configuraban la
Bahía de San Francisco. Y de cuando en cuando, las sirenas de
algún viejo barco ululaban tímidamente, no queriendo despertar a la noche de
ese clima veraniego que se podía aspirar bajo miles de estrellas.
Un día cualquiera a finales de agosto de 1953.
No es una historia, ni un relato, tan sólo un viejo
pero entrañable recuerdo de mi juventud que ahora revivo en voz alta.
Por aquella época coincidía mucho con Jack, un tipo
verdaderamente especial a quien conocía desde mi infancia. Yo nunca había
intimado excesivamente con él; era mi hermano Ben con quien había mantenido una
estrecha amistad durante años. Hasta que Ben murió. En verdad no murió, sino
que se casó, lo que, al fin y al cabo, resultó ser lo mismo. A partir de ese
momento mi hermano estimó más satisfactorio pasar los días y las noches en el
confortable ambiente del hogar, y yo, sin darme cuenta, tomé su relevo.
Películas de Marlene Dietrich en casa de Jimmy Lowell, borracheras sin sentido,
peleas sin sentido, mujeres sin sentido... Quizá lo único apreciable de mi
relación con Jack eran aquellos paseos nocturnos, iluminados por la generosidad
de las farolas y por el excelso contenido de las instructoras palabras de mi
amigo.
Jack había cortado con Margot, una jovencita medio
india, medio mulata, medio qué sé yo. Loca, irracional, salvaje... bonita, muy
bonita. Pero había tenido un asunto con un tipo tan loco como ella, algo que
había empujado a Jack otra vez a la libertad. ¿O no era libertad? (Supongo que
no se puede ser libre cuando algo o alguien te empuja...).
He de reconocer que yo había tomado a Jack como una
importante influencia en mi vida. Para mí era una especie de mito, de ídolo, de
dios viviente que me embrujaba con su rico vocabulario, digno del escritor que
era a pesar de sí mismo. Atrás quedó su época de guapo futbolista, de aspirante
a cantante de jazz, de hombre cuerdo. Y lo que perdió en sensatez lo ganó en
talento. Bohemio, golfo y ególatra, arrastraba sus enfermizas vanidades por el
abrasador asfalto de San Francisco, que sólo la complicidad de la noche
conseguía apaciguar. Y como siempre, sentados sobre el césped de algún parque,
hablábamos del mundo, de las estrellas, de música, de deporte, de fatalidades,
de mujeres, de oscuros deseos hechos realidad. Y yo, como otro elemento más de
ese paisaje veraniego, gris y adormecido, buscaba un sentido a mi existencia.
Después de un par de horas, cuando el efecto del alcohol hubiese ahogado
nuestras atropelladas palabras, caminaríamos en dirección a la calle Market,
donde “accidentalmente” divisaríamos un empinado goteo de hermosas mujeres,
jóvenes, niñas casi, insinuando sus cuerpos al mejor postor. Mejicanas de
nacimiento y americanas de ese sueño americano que no existe, arrimarían sus
cuerpos finos y transparentes hasta nuestras veleidades, en un poco disimulado
intento de hacernos rascar el bolsillo para ganarse un dinero que nunca
teníamos.
–Mira qué dos buenos mozos –decía una, representando
la conocida y obsoleta actuación de prostitutas callejeras.
–¿Qué? ¿Nos damos una vueltecita antes de que cierre
el tiovivo? –añadía su compañera de fatigas, igual de joven y picarona.
Eludiendo la invitación, continuábamos nuestra
charla, simulando pasar por allí de
casualidad, como dos perdidos turistas a la búsqueda de algún lugar abierto
donde poder comprar refrescos y palomitas antes de regresar a nuestro hotel –aunque
aquella calle era tan conocida para nosotros como el olor a cerveza barata. A
los dos nos gustaba aquella escena cotidiana. No en vano, rara era la noche en
que no arrastrábamos nuestros indelebles espíritus de vagos bohemios por esa
oscura acera. Pero ninguno hacía el menor comentario. Una especie de acuerdo
tácito: disfrutar del espectáculo de tan lindas mujeres sin hacer la menor
alusión.
(Jack, cómo me acuerdo de ti. Acababas de publicar
tu primera novela, que apenas te reportaba beneficios, y estabas enfrascado ya
en la segunda, en la que habías depositado todas tus esperanzas. Para ganar
dinero, para ser famoso, para beber más. Sí, Jack, para beber aún más).
Y esa noche habíamos escogido el Lincoln Park como
el lugar adecuado para no hacer nada. A menos de dos metros del banco en que
estábamos sentados yacía un mendigo, que seguramente dormitaba otra estúpida
borrachera. Mi amigo, ajeno a todo, se entretenía lanzando piedrecillas hacia
el interior del sombrero del mendigo. Tenía buena puntería: al menos dos de
cada tres conseguían su objetivo.
–Oye, Jack, tengo algo que decirte… He estado
pensando últimamente –sin prestarme la menor atención, continuaba disparando
contra el dichoso sombrero–. ¿Me oyes, Jack? Quiero ser como
tú.
Me miró y sacó su cajetilla de tabaco rubio.
Encendió el último cigarrillo y, mientras resoplaba el humo, hizo una pelota
con el paquete y lo lanzó al interior del sombrero. Volvió a mirarme, ahora con
una arrogancia muda; sus ojos parecían mascullar algo como “¿quién es este tipo
junto a mí, que me está tomando el pelo?”. Y al tiempo que olfateaba a nuestro
alrededor, como si fuese un sabueso de excelente pedigrí, me dijo, claro está,
sin mirarme:
–¿Como yo…? ¿Quieres ser otro borracho? No te
preocupes: ya lo eres. ¿O acaso pretendes decirme que aspiras a ser violento,
gorrón, vago, pusilánime, hostil, un desarraigado? ¿Es eso lo que quieres ser?
–No, Jack, no es eso. Yo… lo que quiero ser, es
escritor. Otro gran escritor como tú. Quiero contar cosas, escribir cómo veo el
mundo, cómo funciona el sistema americano, cómo funciona la vida...
–¡Valientes pretensiones! Cometes el error de
sobrevalorar la condición del artista. Porque eso es un escritor: un artista. Y
yo, al contrario que tú, no tengo tan buen concepto de ellos. Mira qué hora es:
más de la una. ¿Y qué hacemos aquí? Nada. Tirando piedras al sombrero de otro
que, como nosotros, no es nadie. Y tú, amparado en tu juventud, diciendo
tonterías.
–Pero eres escritor, y de los buenos –protesté–. Un
genio. Lo sé. Y no soy el único que lo dice. Algún día toda América se rendirá
ante tu talento.
–Algún día toda América se rendirá ante mi joven
cadáver –matizó–. ¿No ves que no soy más que otro borracho? Eso es lo que soy,
y no cambiará nunca, ni aunque escribiese cien exitosas novelas. Acuérdate de
la fiesta del jueves pasado en casa de Bromberg. Estábamos todos: Allen,
William, Henry, Julien... Todos borrachos, todos drogados, todos locos de
lujuria, de pereza, de divinidad. Somos lo peor de lo peor. Mientras el país
duerme preparándose para otra dura jornada laboral, nosotros, tirados en el
suelo, farfullamos palabras sin sentido. No te dejes engañar: estamos muertos.
No somos más que torpes especuladores tratando de crear un nuevo mundo: un
mundo que ya apesta a vino del malo. No es bueno ser escritor, y si conoces a
alguien que disfrute con ello, no es escritor. Porque, precisamente, nos
recreamos en nuestras historias para huir de una vida que nos abandonó hace
mucho. Mírate, Bill, aún eres joven. Tienes veintiuno, diez menos que yo. Es el
momento de hacer algo importante con tu vida. Pero si sigues aquí no llegarás a
nada. Como mucho, a esto, a meterte en la piel de los demás.
Dicho esto, volvió a hacer diana. El hombrecillo
seguía tumbado, protegido por la sonrisa de miles de estrellas que adornaban el
firmamento.
–Me alegra que tu hermano Ben haya conocido a
Jennifer –prosiguió–. De no ser por ella, a estas alturas seguiría tan loco
como yo.
–¿Y de qué le vale? Ya nunca será el pintor que soñó
ser. Ahora es un hombre vulgar que vive para el trabajo y para su mujer. Otro
esclavo más de esta sociedad materialista.
–¡No! Ahora es un ciudadano feliz: lo que deberíamos
ser todos si no nos tuviéramos tanto miedo a nosotros mismos.
–¿Y qué voy a ser yo, Jack?
–Mira, en los viejos almacenes de la calle Lombard
buscan gente joven para trabajar. Creo que no tendrías ningún problema para
conseguir ese trabajo –Ante esta proposición, respondí con un agrio silencio–.
¿Ves a esas jóvenes desvergonzadas mejicanas que antes nos ofrecían un polvo?
También ellas se iban a comer el mundo… pues ahí las tienes, ahora son carne de
cañón. Aún estás a tiempo de no ser como ellas. Ni como yo.
–No te entiendo, Jack. Eres diferente, lo sabes.
Privilegiado, con talento, puedes marcar la diferencia. Deberías de sentirte
orgulloso de que tu vida tenga un sentido. Es cuestión de tiempo que el mundo
reconozca tus méritos y te admire. Ya me gustaría a mí estar en tu piel…
–Creo que no lo entiendes, Bill. No comprendes el
problema de los artistas; y eso te pasa porque tú no lo eres. Si fuese así, te
darías cuenta de que estamos podridos, que apenas tenemos motivos para
sentirnos orgullosos. ¿Conoces a un artista que no tenga problemas con el
alcohol, la cocaína, la morfina, la heroína, o, en el mejor de los casos,
serias desviaciones sexuales? Somos despreciables. ¿Qué nos ocurre? ¿Por qué no
podemos comportarnos como personas civilizadas, ciudadanos respetables,
decentes, casados, con hijos? No podemos seguir así: nuestro irresponsable
concepto de la vida se volverá contra nosotros. ¿Por qué nos creemos con el
derecho de mermar nuestra salud… simplemente por ser creativos? Muchas veces me
hago este tipo de preguntas; siendo escritor y alcohólico debería de tener las
respuestas; pues créeme que no es así. Y es sintomático que personas
equilibradas, felices con un modelo de vida que a ti te parecerá mediocre, no
serán nunca capaces de escribir, pintar o componer música. El arte sabe a qué
tipo de individuos ha de escoger. Y eso, querido Bill, es preocupante –Ahora no
paraba de hablar, algo que yo agradecía. En el fondo, sabía que tenía razón–.
Creo que algún día el alcohol me matará, y ese día no querrás estar en mi piel.
Pero no voy a dejarlo. O mejor dicho: él no me va a dejar a mí. Necesita gente
como yo que le dé publicidad y cree un mito en torno a él. No seré el único. Y
quizá –dijo mirando hacia el cielo– preferiría ser un tipo corriente pero
dichoso de saber que podré seguir mirando estas estrellas durante muchos años.
En verdad, eran hermosas aquellas estrellas. Supongo
que como lo habrían sido y serían siempre; pero entonces reinaba en la
atmósfera una sensación mágica.
Tras un largo silencio, decidimos abandonar el
parque.
De regreso a casa, Jack, rompiendo ese halo de
seriedad con el que me había reconfortado durante aquella interesante charla,
volvía a sincopar sus temas preferidos. Los citaba a todos: Parker, Miles,
Gillespie, Monk, Russell…
Volvimos a pasar frente a las mexicanas. Él, cómo
no, seguía pateando objetos del suelo, dando muestras de esa sana locura que
tantas veces se manifestaba en su interior. Las mismas chicas intimaban ahora
con dos marines, quienes, al parecer por la estúpida sonrisa de sus rostros,
estaban a punto de montar en ese tiovivo que habíamos rechazado (por miedo a
marearnos, claro está, más que por otra cosa). Lo más gracioso de aquellos
marines era su talante vanidoso, como si estuvieran seduciendo a esas mujeres,
olvidando incluso el dinero que iban a desembolsar por el intercambio carnal.
Por otro lado, mi amigo, erigiéndose en subterráneo
dueño de la noche, se había girado hacia mí y, caminando de espaldas, me
silbaba sonriente My little suede shoes.
–¿Te vas a ligar a Lisa? Creo que te tiene ganas.
Lisa era la exuberante camarera del Black Mask, una
hembra increíble.
–No lo sé; Bill. ¿La viste hoy, con ese ceñido top?
¡Esa hembra tiene las mejores tetas de todo San Francisco! Te lo digo en serio.
Ya veremos, amigo, ya veremos...
La noche avanzaba reposadamente, sin prisa pero sin
pausa. Y lo que nunca me había parecido digno de elogio, se presentó ante mí
como algo excepcional. Me refiero a la suerte, privilegio más bien, de haber
nacido en una ciudad como San Francisco. Mis sentidos, acostumbrados al sabor
del Golden Gate Bridge, al olor de Broadway, al tacto del Belli Building,
parecían aletargados, quizá no reconociendo la importancia de lugares tan
admirables. Y a lo lejos, nuestra sombra, difusa y vana, parecía esfumarse de
aquella escena nocturna como si del final de una película se tratase.
–Oye, Jack, ¿de veras crees que conseguiré trabajo
en los almacenes de la calle Lombard?
–Sin duda. Conozco al tipo que trabaja allí como
encargado. Estuvo un tiempo cortejando a mi madre; aún mantienen buenas
relaciones. Seguro que si hablo con él, te dará trabajo.
–Gracias. Necesito algo de pasta, me estoy quedando
sin un centavo.
Todo seguía igual. Jack y yo no éramos más que dos
pequeñas piezas de la bahía. Como los barcos, como la brisa, como las
estrellas, aunque mucho más anónimos. Pero si no nos hubieran reunido a todos,
aquella noche veraniega en San Francisco no hubiera sido la misma.
Ahora, muchos años después, salgo algunas noches a
dar un paseo por ese mismo recorrido. Los niños juegan, las guapas mejicanas siguen
conquistando decrépitos clientes del placer, pobres mendigos duermen a la
intemperie, y esa brisa marina sigue soplando…Todo, todo sigue igual que
aquella noche salvo las estrellas…
...
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