Los Reyes Magos. Fuente de la imagen en Internet |
Qué mejor regalo literario para un 6 de enero que este cuento del estadounidense O. Henry (1862-1010), seudónimo de William Sydney Porter, un maestro de la narrativa breve no lo suficientemente conocido en nuestro país. El cuento en cuestión es "El regalo de los Reyes Magos".
Espero que os guste este regalo narrativo.
EL REGALO DE LOS REYES
MAGOS
O. Henry (1862-1910)
Un dólar y ochenta y siete
centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en peniques. Peniques
ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el
carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la
silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia
los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente
era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de
echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la
reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas,
con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando
de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos
departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para
alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no
llegaba carta alguna, y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un
dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de
“Mr. James Dillingham Young”.
La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí
volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando
ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a
veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si
estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero
cuando Mr. James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento,
le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham
Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy
bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas
con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera,
apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris.
Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete
centavos para comprar un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada penique, mes
a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy
lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo
eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim.
Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo
fino y especial y de calidad —algo que tuviera justamente ese mínimo de
condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la
habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto
ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una
persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y
en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto
dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo.
Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte
segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les
provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre
de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de
Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría
dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su
desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera
sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera
sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para
verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus
hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus
rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo,
nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie
mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su
viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en sus ojos,
abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme.
Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató
de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la
"Sofronie" indicada en la puerta.
—¿Quiere comprar mi pelo? —preguntó Delia.
—Compro pelo —dijo Madame—. Sáquese el sombrero y
déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
—Veinte dólares —dijo Madame sopesando la masa
con manos expertas.
—Démelos inmediatamente —dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron
volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a
mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para
nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había
registrado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y
puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna
ornamentación inútil y de mal gusto —tal como ocurre siempre con las cosas de
verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era
exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos.
La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veinte dólares y regresó
rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj,
Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque,
aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a
hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el
paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo,
encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad
sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea
mastodóntica.
A los veinte minutos su cabeza estaba cubierta
por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador
estudiante cimarrero. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
“Si Jim no me mata”, se dijo, “antes de que me
mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué
otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y
ochenta y siete centavos?”
A las siete de la tarde el café estaba ya
preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena
en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por
donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de
la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir
pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios
mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le
veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una
familia que mantener!
Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no
tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil
como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en
Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró.
No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún
otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la miraba
simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
—Jim, querido —le gritó— no me mires así. Me
corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un
regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi
pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas
qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
—¿Te cortaste el pelo? —preguntó Jim, con gran
trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque
hiciera un enorme esfuerzo mental.
—Me lo corté y lo vendí —dijo Delia—. De todos
modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo,
¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con
curiosidad.
—¿Dices que tu pelo ha desaparecido? —dijo con
aire casi idiota.
—Se está viendo —dijo Delia—. Lo vendí, ya te lo
dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti,
perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno —continuó
con una súbita y seria dulzura—, pero nadie podría haber contado mi amor por
ti. ¿Pongo la carne al fuego? —preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar
rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en
otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o
un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio
podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño
regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo
será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y
lo puso sobre la mesa.
—No te equivoques conmigo, Delia —dijo—. Ningún
corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos
a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal
desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el
papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y
después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de
lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los
poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas —el juego
completo de peinetas, una al lado de otra— que Delia había estado admirando
durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy
hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente
del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas
muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y
las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran
suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos
habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y,
finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y
dijo:
—¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito
chamuscado y gritó:
—¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia
lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco
metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
—¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la
ciudad entera para encontrarla.
Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si
se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá,
cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
—Delia —le dijo—, olvidémonos de nuestros regalos
de Navidad. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj
para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
narrativabreve.com agradece tus comentarios.
Nota: el administrador de este blog revisará cada comentario antes de publicarlo para confirmar que no se trata de spam o de publicidad encubierta. Cualquier lector tiene derecho a opinar en libertad, pero narrativabreve.com no publicará comentarios que incluyan insultos.