Hombre observa un cuadro en un museo. Fuente de la imagen |
"Él permaneció contemplando la pintura, inmutable ante las palabras del encargado. Finalmente, después de un momento se levantó del asiento forrado de cuero y se dirigió a la salida. Antes de abandonar el recinto dio un último vistazo al cuadro, como tratando de grabar la imagen en su mente. No hacía falta, a pesar de estar prácticamente ciego conocía de memoria aquella escena".
LA OBRA MAESTRA
Ismael Iriarte
Ismael Iriarte
–Lo siento señor, ya no puede estar aquí,
es hora de cerrar –le dijo el guardia del museo, señalando su reloj.
Él permaneció contemplando la pintura,
inmutable ante las palabras del encargado. Finalmente, después de un momento se
levantó del asiento forrado de cuero y se dirigió a la salida. Antes de
abandonar el recinto dio un último vistazo al cuadro, como tratando de grabar
la imagen en su mente. No hacía falta, a pesar de estar prácticamente ciego
conocía de memoria aquella escena; había degustado los suaves sabores de los
tonos azules y verdes; había aspirado el dulce aroma del reflejo de la luz
grisácea sobre los tejados y las ventanas de la apacible calle; había escuchado
una y otra vez la armoniosa melodía de los carros que disminuían la velocidad
para tratar de esquivar a los transeúntes que abandonaban despreocupadamente el
teatro después de la función vespertina; había tomado una copa en la cafetería
de Bertha, mientras jugaba una partida de ajedrez con un viejo amigo; había
visto a los chicos salir de la escuela; había deseado cada día la llegada del
anochecer.
–Pudo haber sido una obra maestra, es una
pena que esté inconclusa –dijo sombríamente al marcharse.
El guardia, desconcertado, no pudo evitar
reparar en su extraño sombrero. Luego lo vio alejarse con paso seguro, sin
sacar las manos de los bolsillos del impermeable marrón.
A la mañana siguiente todo era caos en la
sala. Empleados del museo, expertos en arte, turistas y un puñado de miembros
de la policía local se agrupaban frente al lugar donde se exhibía Atardecer en
la Calle de la Plazuela. Había sucedido algo inexplicable: la famosa escena de
la pintura ahora transcurría de noche y la pálida luz de la tarde de otoño
había sido remplazada por el mortecino resplandor de la luna. Todo lo demás
parecía estar igual e incluso los más avezados conocedores pasaron por alto un
detalle casi imperceptible: en un extremo del cuadro, en una terraza al final
del bulevar, un hombre con sombrero de safari contemplaba la noche con los
brazos cruzados y sonreía de satisfacción.
(Ismael Iriarte nos ha recomendado el relato "Las pruebas", de Jacques Sternberg).
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