C.S. Lewis. Fuente de la imagen |
Cada cierto tiempo, siguiendo la estela de Alberto Manguel, publico en el blog aquellos microrrelatos escondidos que encuentro aquí y allá. Me refiero a minificciones dentro de obras de entidad mayor que podrían ser considerados microrrelatos en sí mismos, de manera independiente, aunque no fuera ese el objetivo de su autor cuando lo escribió.
Un amigo ha detectado uno de esos microrrelatos escondidos en Los cuatro amores, de C.S. Lewis, que quiero compartir con vosotros.
[LA SEÑORA ATAREADA]
C.S. Lewis
Pienso en la señora Atareada, que falleció hace unos meses. Es realmente
asombroso ver cómo su familia se ha recuperado del golpe. Ha desaparecido la
expresión adusta del rostro de su marido, y ya empieza a reír. El hijo menor, a
quien siempre consideré como una criaturita amargada e irritable, se ha vuelto
casi humano. El mayor, que apenas paraba en casa, salvo cuando estaba en cama,
ahora se pasa el día sin salir y hasta ha comenzado a reorganizar el jardín. La
hija, a quien siempre se la consideró «delicada de salud» (aunque nunca supe
exactamente cuál era su mal), está ahora recibiendo clases de equitación, que
antes le estaban prohibidas, y baila toda la noche, y juega largos partidos de
tenis. Hasta el perro, al que nunca dejaban salir sin correa, es actualmente un
conocido miembro del club de las farolas de su barrio.
La señora Atareada decía siempre que ella vivía para su familia, y no
era falso. Todos en el vecindario lo sabían. «Ella vive para su familia»
—decían— «¡Qué esposa, qué madre!» Ella hacía todo el lavado; lo hacía mal, eso
es cierto, y estaban en situación de poder mandar toda la ropa a la lavandería,
y con frecuencia le decían que lo hiciera; pero ella se mantenía en sus trece.
Siempre había algo caliente a la hora de comer para quien estuviera en casa; y
por la noche siempre, incluso en pleno verano. Le suplicaban que no les
preparara nada, protestaban y hasta casi lloraban porque, sinceramente, en
verano preferían la cena fría. Daba igual: ella vivía para su familia. Siempre
se quedaba levantada para «esperar» al que llegara tarde por la noche, a las
dos o a las tres de la mañana, eso no importaba; el rezagado encontraría
siempre el frágil, pálido y preocupado rostro esperándole, como una silenciosa
acusación. Lo cual llevaba consigo que, teniendo un mínimo de decencia, no se
podía salir muy seguido.
Además siempre estaba haciendo algo; era, según ella (yo no soy juez),
una excelente modista aficionada, y una gran experta en hacer punto. Y, por
supuesto, a menos de ser un desalmado, había que ponerse las cosas que te
hacía. (El Párroco me ha contado que, desde su muerte, las aportaciones de sólo
esta familia en «cosas para vender» sobrepasan las de todos los demás
feligreses juntos.) ¡Y qué decir de sus desvelos por la salud de los demás!
Ella sola sobrellevaba la carga de la «delicada» salud de esa hija. Al Doctor
—un viejo amigo, no lo hacía a través de la Seguridad Social —
nunca se le permitió discutir esta cuestión con su paciente: después de un
brevísimo examen, era llevado por la madre a otra habitación, porque la niña no
debía preocuparse ni responsabilizarse de su propia salud. Sólo debía recibir
atenciones, cariño, mimos, cuidados especiales, horribles jarabes
reconstituyentes y desayuno en la cama.
La señora Atareada, como ella misma decía a menudo, «se consumía toda
entera por su familia». No podían detenerla. Y ellos tampoco podían —siendo
personas decentes como eran—sentarse tranquilos a contemplar lo que hacía;
tenían que ayudar: realmente, siempre tenían que estar ayudando, es decir,
tenían que ayudarla a hacer cosas para ellos, cosas que ellos no querían.
En cuanto al querido perro, era para ella, según decía, «como uno de los
niños». En realidad, como ella lo entendía, era igual que ellos; pero como el
perro no tenía escrúpulos, se las arreglaba mejor que ellos, y a pesar de que
era controlado por el veterinario, sometido a dieta, y estrechamente vigilado,
se las ingeniaba para acercarse hasta el cubo de la basura o bien donde el
perro del vecino.
Dice el Párroco que la señora Atareada está ahora descansando. Esperemos
que así sea. Lo que es seguro es que su familia sí lo está.
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