Christopher Hitchens (1949-2011). Fuente de la imagen |
El escritor
y periodista británico Christopher Hitchens, el más brillante de los
"apóstoles del ateísmo" (ignoro si hubiera aceptado este cuasi
oxímoron), ha perdido finalmente la batalla contra el cáncer de esófago,
enfermedad que acabó también con la vida de su padre. En el momento de su
muerte, hace apenas unas horas, estaba posicionado en el séptimo lugar en la
encuesta que la revista Time hizo para elegir a las cien personas
más influyentes del mundo. ¿Y a qué se debe tanto honor? Básicamente a que era
un autor descomunal. Dotado de una prosa fluida y elegante, de un ingenio
mordaz no exento de humor y de conocimientos enciclopédicos, Hitchens era un
adicto a los debates acalorados, donde se postulaba como garante de la razón y
detractor acérrimo de las religiones (todas, sin excepción). Fue un baluarte
del ateísmo terriblemente aguerrido, a veces visceral, más en la línea dura de
Michael Onfray (Tratado de ateología)
que de la moderada de André Comte-Sponville
(Por qué no soy cristiano).
André
Frossard, rememorando su pasado de espaldas a la religión en su texto
autobiográfico Dios existe, yo
me lo encontré, escribió que él y sus compañeros habían sido "ateos
perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo". Si nos
acogemos a la terminología empleada por Frossard, podemos afirmar que Hitchens fue un ateo imperfecto, pues
no hizo en su vida sino estudiar a fondo las pulsiones -en su opinión
negativas- que llevan al ser humano a abrazar la fe religiosa. Durante décadas
divulgó sus ideas ateas en numerosos libros y artículos que unos leían con
gozo, otros con ira y algunos –quizá sus lectores más apasionados– a
escondidas. Era, en fin, un autor al que había que leer siempre con un lápiz en
la mano para subrayar con admiración o con encono sus pasajes más incendiarios.
Leer a Hitchens era -es- estudiar a Hitchens.
Contrario al aborto pero
partidario del uso de la píldora anticonceptiva, ex marxista antes de optar
definitivamente por la libertad de pensamiento sin más ataduras que las
autoimpuestas (acabó no obstante apoyando decisiones de la derecha
estadounidense, como la invasión de Irak después de los atentados del 11 M), Hitchens perdió la
batalla contra el cáncer pero no cedió –como le pedían numerosas personas
religiosas de buena fe– en la firme defensa de su ateísmo.
Una lectora (católica) me ha alertado de la muerte de
este ateo imperfecto y me ha confesado que en el momento de leer la noticia no
ha podido evitar recordar el microrrelato “El cielo ganado”, de Gabriel Cristián Taboada. "Quiero pensar que fue escrito para
él". Y yo, para no quedarme atrás en el sano ejercicio de estimular la
imaginación, me he entretenido unos minutos pensando que, en caso de existir el
cielo-paraíso, Hitchens ya estará discutiendo la existencia de Dios con el
mismísimo Dios.
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