Bandoleros. Fuente de la imagen |
Miguel A. Zapata, autor de autor de los libros de cuentos Ternuras interrumpidas; fabulario casi naif (2003) y Esquina inferior del cuadro (Menoscuarto, 2011), y de los libros de microrrelatos Baúl de prodigios (2007) y Revelaciones y magias (2009), nos recomienda el cuento "Semos malos", de Salarrué, porque
"Ningún buen amante del género breve debe dejar de leer un cuento como Semos malos, incluido en “Cuentos de barro”, del escritor salvadoreño Salvador Salazar Arrué (“Salarrué”), una auténtica maravilla sobre la dignidad de los desposeídos, compuesto con una finura y un aliento poético insuperables".
SEMOS MALOS
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Salarrué
Loyo Cuestas y su «cipote» hicieron un
«arresto», y se «jueron» para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la
caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa
achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de «lata»
monstruosa que «perjumaba» con música.
-Dicen quen Honduras abunda la plata.
-Sí, tata, y por ái no conocen el
fonógrafo, dicen...
-Apurá el paso, vos; ende que salimos de
Metapán trés choya.
-¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo
el lomo.
-Apechálo, no siás bruto.
«Apiaban» para sestear bajo los pinos
chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de «zunzas»,
las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al
Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra
«carretía», angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras
masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres
días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba,
el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.
El cura de Santa Rosa había aconsejado a
Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban
siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se
internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y pasaban
allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos
«culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío
y de miedo.
-¡Tata: brán tamagases?...
-Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando
anochecía y no tiene cuevas.
-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si
miran la brasa, nos hallan.
-Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
-Es que currucado no me puedo dormir luego.
-Estírate, pué...
-No puedo, tata, mucho yelo...
-¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra
yo, pué...
Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había
hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un
«tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía
encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación, esperaba el día en
la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban allí,
medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas
abiertas y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como
una cebra.
Pero Honduras es honda en el Chamelecón.
Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es
honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos,
hombres... Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su
justicia. En la región se deja -como en los tiempos primitivos- tener buen o
mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos,
matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.
Los cuatro bandidos entraron por la
palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago
en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la
bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En
la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».
-Te dijo ques fológrafo.
-¿Vos bis visto cómo lo tocan?
-iAjú!... En los bananales los ei visto...
-¡Yastuvo!...
La trompa trabó. El bandolero le dio
cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de
la luna como otras tantas lunas negras.
Los bandidos rieron, como niños de un
planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados de algo que parecía lodo, y
era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían a pedazos en los
picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una
masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan
lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino...
Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la
brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas
y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un
hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.
Cantaba un hombre de fresca voz, una
canción triste, con guitarra.
Tenía dejos llorones, hipos de amor y de
grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada,
la «prima» lamentaba una injusticia.
Cuando paró el fonógrafo, los cuatro
asesinos se miraron. Suspiraron...
Uno de ellos se echó a llorar en la
«manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo «barrioso»,
donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:
-Semos malos.
Y lloraron los ladrones de cosas y de
vidas, como niños de un planeta extraño.
Cuentos
de barro, 1933
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“Salarrué” o "sarratué" Está de los dos modos.
ResponderEliminarGracias. Ya está corregido.
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