Soldados prusianos. Fuente de la imagen |
Manuel García Verdecia (Holguín, Cuba, 1953) es profesor, escritor, traductor y editor. En su artículo "La escritura como arte y un cuento de Chesterton", publicado en Media Isla el 29 de noviembre de 2011, elogia el cuento de Chesterton "Tres jinetes del Apocalipsis". Para evitar interferencias en la lectura, reproduzco las reflexiones de García Verdecia no antes del cuento -como suelo hacer- sino al final. En cuanto a técnica se refiere, adelanto que se trata de uno de esos relatos "con marco". Su estructura es de caja china: una historia dentro de otra historia. Y eso es posible porque el narrador crea una escena en la que uno de los personajes hace a su vez el papel de narrador.
LOS TRES JINETES DEL APOCALIPSIS
Gilbert Keith Chesteron
La singular y a veces inquietante impresión
que Mr. Pond me causaba, a pesar de su cortesía trivial y de su corrección, se
vinculaba tal vez a alguno de mis primeros recuerdos y a la vaga sugestión
verbal de su nombre. Era un viejo amigo de mi padre, un funcionario; y sospecho
que mi imaginación infantil había mezclado de algún modo el nombre de Mr. Pond
con el estanque del jardín. Pensándolo bien, se parecía extrañamente al
estanque. Era, en general, tan sereno, tan regular y tan claro en sus
habituales reflejos de la tierra, del cielo y de la luz del día como aquél. Y
yo sabía, sin embargo, que había algunas cosas raras en el estanque del jardín.
Una o dos veces al año el estanque parecía un poco distinto: una sombra fugaz o
un destello interrumpía su lisa tranquilidad, y un pez o un sapo o alguna
criatura más grotesca se mostraba al cielo. Y yo sabía que también en Mr. Pond
había monstruos: monstruos mentales que emergían un instante a la superficie y
luego se perdían. Tomaban las formas de observaciones monstruosas en medio de
sus observaciones inofensivas y razonables. Algunos interlocutores pensaban que
en la mitad de un diálogo juicioso se volvía loco. Pero también reconocían que
regresaba a la cordura inmediatamente.
.
Una tarde, hablaba muy juiciosamente con Sir
Hubert Watton, el conocido diplomático; estaban sentados bajo enormes
quitasoles, mirando el estanque, en nuestro jardín. Hablaban de una parte del
mundo que ambos conocían y que en Europa Occidental se conoce muy poco: las
vastas llanuras anegadizas que se deshacen en pantanos y ciénegas en los
confines de Pomerania y de Polonia y de Rusia, y que se dilatan acaso hasta los
desiertos siberianos. Y Mr. Pond recordó que en una región de profundas ciénegas,
cortadas por lagunas y lentos ríos, hay un solo camino en un estrecho terraplén
empinado: una senda no peligrosa para el peatón, pero escasa para que dos
jinetes pasen a un tiempo. Este es el principio del cuento.
Se refiere a un tiempo no muy lejano, a un
tiempo en el que aún se usaban tropas de caballería, aunque más para correos
que para combates. Baste decir que esto ocurrió en una de las muchas guerras
que han arrasado a esa parte del mundo, si es posible arrasar un desierto. Esa
guerra entrañaba la presión del sistema prusiano sobre la nación polaca, pero
es innecesario formular la política del asunto o discutir el pro y el contra.
Digamos ligeramente que Mr. Pond divirtió a los presentes con un ugma.
—Espero que ustedes recordarán —dijo Pond— el
revuelo que produjo Pablo Petrovski, el poeta de Cracovia, que hizo dos cosas
bastante peligrosas en aquel tiempo: mudarse de Cracovia a Poz-nam y ser a la
vez poeta y patriota. La ciudad en que vivía estaba ocupada en ese momento por
los prusianos; estaba situada exactamente en el término oriental del largo
camino; pues, como es de imaginarse, el comando prusiano se había apresurado a
ocupar la cabeza de puente, de ese puente tan solitario, sobre ese mar de
ciénegas. Pero su base estaba en el término occidental del camino: el célebre
mariscal von Grock tenía el comando supremo; y su antiguo regimiento, que
seguía siendo su regimiento predilecto, los Húsares Blancos, estaba acampado
cerca del extremo occidental del alto camino. Por supuesto, todo era impecable,
hasta el menor detalle de los espléndidos uniformes blancos, atravesados por el
tahalí llameante —esto era anterior al empleo de los colores del barro y de la
arcilla para todos los uniformes del mundo—. No los repruebo. A veces pienso
que el tiempo de la heráldica era más hermoso que el tiempo del mimetismo que
trajo la historia natural y el culto de los camaleones y de los escarabajos.
Sea lo que fuere, este regimiento de caballería prusiana usaba su propio
uniforme; y, como verán ustedes, ése fue otro elemento del fiasco; pero no sólo
eran los uniformes; era la uniformidad. Todo fracasó, porque había demasiada
disciplina. Los soldados de Grock le obedecían demasiado; de modo que no podía
hacer lo que quería.
—Eso debe ser una paradoja —dijo Watton, con
un suspiro—. Será muy ingenioso y todo lo que quieran; pero realmente es un
desatino. Ya sé que la gente suele decir que hay demasiada disciplina en el
ejército alemán. Pero en un ejército no puede haber demasiada disciplina.
—Pero no lo digo de una manera general —dijo
Pond, quejumbrosamente—. Lo digo refiriéndome a este caso particular. Grock
fracasó porque sus soldados le obedecieron. Claro que si uno de los
soldados le hubiera obedecido, las cosas no hubieran ido tan mal. Pero como dos
de sus soldados le obedecieron, el hombre fracasó.
Watton se rió guturalmente.
—Me encanta su nueva teoría militar. Usted
permite la obediencia a un soldado en un regimiento; pero que dos soldados
obedezcan, ya es un exceso de la disciplina prusiana.
—No tengo ninguna teoría militar, hablo de un
hecho militar —contestó Mr. Pond plácidamente—. Es un hecho militar que Grock
fracasó porque dos de sus soldados le obedecieron. Es un hecho militar que
hubiera tenido éxito si uno de ellos hubiera desobedecido. Encárguese usted de
las teorías militares.
—No soy aficionado a las teorías —dijo Watton
con cierta sequedad, como alcanzado por un insulto trivial.
En ese momento se vio la vasta y fanfarrona
figura del capitán Gahagan, el incongruente amigo y admirador del apacible Mr.
Pond. Tenía una fogosa malva en el ojal y un sombrero de copa atesado sobre la
roja cabellera; y aunque era relativamente joven, había en su andar un contoneo
que sugería la época de los dandies y de los duelistas. Alto y de
espaldas al sol, parecía el emblema de la arrogancia. Sentado, cara al sol,
atenuaban la impresión anterior los ojos pardos, muy suaves, tristes y un poco
ansiosos.
Mr. Pond interrumpió su monólogo y se perdió
en un torrente de disculpas:
—Estoy hablando demasiado, como de costumbre;
la verdad es que hablo de ese poeta, Petrovski, que casi fue ejecutado en
Poz-nam, hace ya tiempo. Las autoridades militares vacilaban; iban a dejarlo en
libertad si no recibían órdenes directas del mariscal von Grock; pero el
mariscal había decidido que muriera el poeta; y mandó la sentencia de
ejecución, esa misma tarde. Después mandaron un indulto; pero como el portador
del indulto murió en el camino, el prisionero fue puesto en libertad.
—Pero cómo ... —repitió mecánicamente Watton.
—Naturalmente, el prisionero fue puesto en
libertad —observó Gahagan, con una voz fuerte y feliz—. Es claro como la luz
del día. Cuéntanos otro cuento.
—Es una historia estrictamente cierta
—protestó Mr. Pond—, y ocurrió exactamente como les digo. No es una paradoja.
Claro, si se ignoran los hechos, todo puede parecer complicado.
—Sí —convino Gahagan—, necesitaremos muchos
detalles para comprender que esa historia es simple.
—Cuéntela de una vez —dijo Watton.
—Pablo Petrovski era uno de esos hombres nada
prácticos, que son de prodigiosa importancia en la política práctica. Su poder
estaba en el hecho de que era un poeta nacional, pero también un cantor
internacional. Es decir, tenía una bella voz poderosa con la que cantaba sus
himnos en todas las salas de concierto del mundo. En su patria, naturalmente,
era una antorcha y un clarín de esperanzas revolucionarias, especialmente
entonces, en aquella crisis internacional en que el lugar de los políticos
prácticos había sido ocupado por hombres mucho más o menos prácticos. Porque el
verdadero idealista y el verdadero realista comparten el amor de la acción. Y
el político práctico vive de formular objeciones prácticas a cualquier acción.
La obra del idealista podrá ser impracticable; la del hombre de acción,
inescrupulosa; pero en ninguno de los dos casos puede un hombre ganar una
reputación por no hacer nada. Es raro que esos dos tipos extremos estuvieran en
los dos extremos de ese largo camino entre los pantanos: el poeta polaco,
prisionero, en la ciudad, a un extremo; el soldado prusiano, comandando el
campamento, al otro.
"Porque el mariscal von Grock era un
verdadero prusiano, no sólo enteramente práctico, sino enteramente prosaico.
Jamás había leído un verso, pero no era un imbécil. Poseía el sentido de la
realidad, propio de los soldados; este sentido le impedía incurrir en el error
asnal del político práctico. No se burlaba de las visiones; se limitaba a
detestarlas. Sabía que un poeta, o un profeta, podían ser peligrosos como un
ejército. Y había resuelto que el poeta muriera. Era su único tributo a la
poesía, y era sincero.
"Estaba sentado ante una mesa, en su
tienda; el yelmo con punta de acero, que siempre usaba en público, estaba a su
izquierda; y su cabeza maciza parecía calva, aunque sólo estaba rapada. También
la cara entera estaba rapada y nada la cubría, salvo unos anteojos muy fuertes,
que daban un aire enigmático al rostro pesado y caído. Se volvió a un teniente
que estaba firme a su lado, un alemán de los de cara indefinida y cabello
pálido, cuyos redondos ojos azules miraban como ausentes.
"—Teniente von Hocheimer —preguntó—,
¿dijo usted que su alteza llegaría esta noche al campamento?
"—A las siete y cuarenta y cinco, mi
general —respondió el teniente, que parecía poco dispuesto a hablar, como un
gran animal que apenas dominase esa habilidad.
"—Estamos justo a tiempo —dijo Grock—
para mandarlo a usted con la sentencia de muerte, antes que llegue. Debemos
servir a su alteza de todas formas, pero especialmente ahorrándole molestias
inútiles. Ya tendrá bastante con revistar a las tropas; cuide que todo esté a
disposición de su alteza. A las ocho y cuarenta y cinco su alteza partirá para
el próximo puesto avanzado.
"El teniente volvió parcialmente a la
vida e hizo un esbozo de saludo.
"—Es claro, mi general, todos debemos
obedecer a su alteza.
"—He dicho que todos debemos servir a su
alteza —dijo el mariscal.
"Con un movimiento más brusco que de
costumbre se quitó los anteojos y los arrojó sobre la mesa. Si los vagos ojos
azules del teniente hubieran sido perspicaces, se hubieran dilatado todavía más
ante la transformación operada por ese gesto. Fue como la remoción de una
máscara de hierro. Un segundo antes, el mariscal von Grock se parecía
extraordinariamente a un rinoceronte, con sus pesados pliegues de coriácea
mandíbula y mejilla. Ahora era una nueva clase de monstruo: un rinoceronte con
ojos de águila. El frío resplandor de sus ojos viejos hubiera dicho casi a
cualquiera que algo había en él que no era solamente pesado; que algo había en
él, hecho de acero y no sólo de hierro. Porque todos los hombres viven por un
espíritu, aunque sea un espíritu malvado, o uno tan extraño a la comunidad de
los hombres cristianos, que éstos apenas saben si es bueno o malo.
"—He dicho que todos debemos servir a su
alteza —repitió Grock—. Hablaré con más claridad y diré que todos debemos
salvar a su alteza. ¿No basta a nuestros reyes ser nuestros dioses? ¿No les
basta que los sirvan y que los salven? Nosotros somos quienes debemos servir y
salvar.
"El mariscal von Grock raramente hablaba o
pensaba (tal como entienden el pensamiento las personas intelectuales). Los
hombres como él, cuando se ponen a pensar en voz alta, prefieren dirigirse a su
perro. Les complace ostentar palabras difíciles y complicados argumentos ante
el perro. Sería injusto comparar al teniente Ho-cheimer con un perro. Sería
injusto para el perro, que es una criatura sensitiva y vigilante. Sería más
exacto decir que el mariscal von Grock, en ese raro momento de reflexión, tenía
la comodidad y la tranquilidad de sentir que estaba reflexionando en voz alta
en presencia de una vaca o de una legumbre.
"—Una y otra vez, en la historia de
nuestra casa real, el sirviente ha salvado al amo —continuó Grock— sin lograr
otro premio que sinsabores, a lo menos de parte de la opinión pública, que
siempre gime contra el afortunado y el fuerte. Pero hemos sido afortunados y
hemos sido fuertes. Maldijeron a Bismarck por haber engañado a su amo, con el
telegrama de Ems; pero convirtió a su amo en amo del mundo. París fue
capturada; destronada Austria; y nosotros quedamos a salvo. Esta noche Pablo
Petrovski habrá muerto, y otra vez estaremos a salvo. Por eso lo mando con esta
inmediata sentencia de muerte. ¿Entiende usted que lleva la orden para la
inmediata ejecución de Petrovski y que no debe regresar hasta que la cumplan?
"El inexpresivo Hocheimer saludó;
entendía muy bien esa orden. Al fin de cuentas tenía algunas de las virtudes
del perro: era valiente como un bull-dog y podía ser fiel hasta la muerte.
"—Debe usted montar a caballo y partir
sin tardanza —continuó Grock— y cuidar que nada lo demore, o impida su misión.
Me consta que ese imbécil de Arnheim libertará a Petrovski esta noche, si no
recibe mensaje alguno. Apresúrese.
"Y el teniente volvió a saludar y entró
en la noche; y después de montar uno de los soberbios corceles blancos que eran
parte del esplendor de ese regimiento espléndido, empezó a galopar por el alto
y estrecho terraplén, casi como el filo de una muralla, que dominaba el sombrío
horizonte, los difusos contornos y los apagados colores de aquellos pantanos
enormes.
"Cuando el último eco del caballo retumbó
en el camino, el mariscal se incorporó, se puso el casco y los lentes y salió a
la puerta de la tienda; pero por otra razón. El Estado Mayor, con uniforme de
gala, ya le esperaba; y, desde las profundas filas, se oían los saludos
rituales y las voces de mando. Había llegado el príncipe.
"El príncipe era algo así como un
contraste, al menos en lo externo, con los hombres que lo rodeaban; y aun en
otras cosas era una excepción en su mundo. También usaba yelmo con punta de
acero, pero de otro regimiento, negro con reflejos de acero azul; y había algo
semiincongruente y semiapropiado, por alguna anticuada razón, en la combinación
de ese yelmo con la larga y oscura barba fluida, entre aquellos prusianos bien
rasurados. Como para hacer juego con la larga y oscura barba, usaba un largo y
oscuro manto azul con una estrella resplandeciente, de la más alta orden real;
y bajo el manto azul vestía uniforme negro. Aunque tan alemán como los otros,
era un tipo distinto de alemán; y algo en su rostro absorto y orgulloso
confirmaba la leyenda de que la única pasión de su vida era la música.
"En verdad, el adusto Grock creyó poder
vincular con esa remota excentricidad el hecho fastidioso y exasperante de que
el príncipe no procediera inmediatamente a revisar las tropas, formadas ya en
todo el orden laberíntico de la etiqueta militar de su nación; y que
inmediatamente abordara el tema que el mariscal quería evitar: el tema de ese
polaco informal, su popularidad y su peligro; porque el príncipe había oído las
canciones de este hombre en los teatros de toda Europa.
"—Hablar de ejecutarlo es una locura
—dijo el príncipe, sombrío bajo su casco negro—. No es un polaco vulgar. Es una
institución europea. Sería lamentado y divinizado por nuestros aliados, por
nuestros amigos, hasta por nuestros compatriotas. ¿Quiere usted convertirse en
las mujeres locas que asesinaron a Orfeo?
"—Alteza —dijo el mariscal—, sería
lamentado; pero estaría muerto. Sería divinizado; pero estaría muerto. De los
actos que anhela ejecutar, no ejecutaría uno solo. Todo lo que hace ahora,
cesaría para siempre. La muerte es un hecho irrefutable, y me gustan los
hechos.
—¿No sabe usted nada del mundo? —preguntó el
príncipe.
"—Nada me importa del mundo —contestó
Grock— más allá de los jalones de la frontera.
"—¡Dios del cielo! —gritó el príncipe—.
Usted hubiera fusilado a Goethe por una indisciplina con Weimar.
"—Por la seguridad de su casa real
—contestó Grock— no hubiera vacilado un instante.
"Hubo un breve silencio, y el príncipe
dijo con una voz seca y distinta:
"—¿Qué quiere usted decir?
"—Quiero decir que no he vacilado un
instante —dijo el mariscal, con firmeza—. Ya he enviado órdenes para la
ejecución de Petrovski.
"El príncipe se irguió como una gran
águila oscura; su capa ondeó como en un vértigo de alas; y todos los hombres
supieron que una ira más allá del lenguaje había hecho de él un hombre de
acción. Ni siquiera se dirigió al mariscal; a través de él, con voz alta, habló
al jefe de Estado Mayor, general von Zenner, un hombre opaco, de cuadrada
cabeza, que había permanecido en segundo término, quieto como una piedra.
"—¿Quién tiene el mejor caballo de su
división? ¿Quién es el mejor jinete?
"—Arnold von Schacht tiene un caballo que
vencería a los de carrera —respondió en seguida el general—. Y es un admirable
jinete. Es de los Húsares Blancos.
"—Muy bien —dijo el príncipe, con la
misma decisión en su voz—. Que inmediatamente salga en persecución del hombre
con esa orden absurda, y que lo detenga. Yo le daré una autorización que el
eminente mariscal no discutirá. Traigan papel y tinta.
"Sentóse, desplegando la capa; le
trajeron lo pedido, escribió firmemente y rubricó la orden que anulaba todas
las otras y aseguraba el indulto y la libertad de Petrovski, el polaco.
"Después, en un silencio de muerte, que
von Grock aguantó sin pestañear, como un ídolo bárbaro, el príncipe salió de la
estancia, con su capa y su espada. Estaba tan disgustado, que nadie se atrevió
a recordarle la revista de las tropas. Arnold von Schacht, un muchacho ágil, de
aire de niño, pero con más de una medalla en su blanco uniforme de húsar, juntó
los talones, recibió la orden del príncipe y, afuera, saltó a caballo y se
perdió por el alto camino, como, una exhalación .o como una flecha de plata.
"Con lenta serenidad el viejo mariscal
volvió a la tienda; con lenta serenidad se quitó el casco y los anteojos y los
puso en la mesa. Luego llamó a un asistente y le ordenó buscar al sargento
Schwarz, de los Húsares Blancos.
"Un minuto después se presentó ante el
mariscal un hombre cadavérico y alto, con una cicatriz en la mandíbula, muy
moreno para alemán, como si el color de su tez hubiera sido oscurecido por años
de humo, de batallas y de tormentas. Hizo la venia y se cuadró mientras el
mariscal alzaba lentamente los ojos. Y aunque era muy vasto el abismo entre el
mariscal del imperio, con generales a sus órdenes, y aquel sufrido suboficial,
lo cierto es que de todos los hombres que han hablado en este cuento, sólo
estos dos se miraron y se comprendieron sin palabras.
"—Sargento —dijo secamente el mariscal—,
ya lo he visto dos veces. Una, creo, cuando ganó el primer premio del Ejército
en el certamen de tiro.
"El sargento hizo la venia, silencioso.
"—La otra —continuó el mariscal— cuando
lo acusaron de matar de un tiro a esa vieja que se negó a informar sobre la
emboscada. El incidente dio mucho que hablar, aun en nuestros círculos. Sin
embargo, se movió una influencia en su favor, sargento. Mi influencia.
"Otra vez el sargento hizo la venia. El
mariscal prosiguió hablando de un modo frío, pero extrañamente sincero.
"—Su alteza el príncipe ha sido engañado
en un punto esencial a su propia seguridad y a la de la Patria , y ahora acaba de
mandar una orden para que pongan en libertad a Petrovski, que debe ser
ejecutado esta noche. Repito: que debe ser ejecutado esta noche. Tiene usted
que salir inmediatamente en pos de von Schacht, que lleva la orden, y
detenerlo.
"—Me será muy difícil alcanzarlo, mi
general —dijo el sargento—. Tiene el caballo más veloz del regimiento y es el
mejor jinete.
"—Yo no dije que lo alcanzara. Dije que
lo detuviera —dijo Grock. Luego habló más despacio—. Un hombre puede ser
detenido de muchos modos: por gritos o disparos —se hizo más lenta y más pesada
su voz, pero sin una pausa—. La descarga de una carabina podría llamarle la
atención.
"El sombrío sargento hizo la venia por
tercera vez, y no despegó los labios.
"—El mundo cambia —dijo Grock—, no por lo
que se dice o por lo que se reprueba o alaba, sino por lo que se hace. El mundo
nunca se repone de un acto. El acto necesario en este momento es la muerte
—dirigió al otro sus brillantes ojos de acero y agregó—: Hablo, claro está, de
Petrovski.
"El sargento Schwarz sonrió ferozmente; y
también él, después de alzar la lona que cubría la entrada de la tienda, montó
a caballo y se fue.
"El último de los tres jinetes era aún
más invulnerable a la fantasía que el primero. Pero, como también era humano
(siquiera de un modo imperfecto), no dejó de sentir, en esa noche y con esa
misión, el peso de ese paisaje inhumano. Al cabalgar por ese terraplén abrupto,
infinitamente se dilataba en derredor algo más inhumano que el mar. Porque
nadie podía nadar ahí, ni navegar, ni hacer nada humano; sólo podía hundirse en
el lodo, y casi sin lucha. El sargento sintió con vaguedad la presencia de un
fango primordial, que no era sólido, ni líquido, ni capaz de una forma; y
sintió su presencia en el fondo de todas las formas.
"Era ateo, como tantos miles de hombres
sagaces, obtusos, del norte de Alemania; pero no era de esos paganos felices
que ven en el progreso humano un florecimiento natural de la tierra. El mundo
para él no era un campo en que las cosas verdes o vivientes surgían y se
desarrollaban y daban frutos; era un mero abismo donde todas las cosas
vivientes se hundirían para siempre; este pensamiento le daba fuerza para todos
los extraños deberes que le incumbían en un mundo tan detestable. Las manchas
grises de la vegetación aplastada, vistas desde arriba como en un mapa,
parecían el gráfico de una enfermedad; y las incomunicadas lagunas parecían de
veneno, no de agua. Recordó algún escrúpulo humanitario contra los
envenenadores de lagunas.
"Pero las reflexiones del sargento, como
casi todas las reflexiones de los hombres que no suelen reflexionar, tenían su
raíz en alguna tensión subconsciente sobre sus nervios y su inteligencia
práctica. El recto camino era no sólo desolado, sino infinitamente largo.
Imposible creer que había corrido tanto sin divisar al hombre que perseguía.
Sin duda, el caballo de von Schacht debía ser muy veloz para haberse alejado
tanto, porque sólo había salido un rato antes. Schwarz no esperaba alcanzarlo;
pero un justo sentido de la distancia le había indicado que muy pronto lo
divisaría. Al fin, cuando empezaba a desesperarse, lo divisó.
"Un punto blanco, que fue convirtiéndose
muy despacio en una forma blanca, surgió a lo lejos, en una furiosa carrera. Se
agrandó, porque Schwarz espoleó y fustigó a su caballo; llegó a un tamaño
suficiente la raya anaranjada sobre el uniforme blanco que distinguía al
uniforme de los húsares. El ganador del premio de tiro de todo el ejército
había dado en el centro de blancos más pequeños que aquél.
"Enfiló la carabina, y un disparo
violento espantó, por leguas a la redonda, las aves salvajes de los pantanos.
Pero el sargento Schwarz no pensó en ellas. Su atención estaba en la erecta y
remota figura blanca, que se arrugó de pronto como si el fugitivo se deformara.
Pendía sobre la montura como un jorobado; y Schwarz, con su exacta visión y con
su experiencia, estaba seguro de que su víctima había sido alcanzada en el
cuerpo; y, casi indudablemente, en el corazón. Entonces, con un segundo balazo,
derribó al caballo; y todo el grupo ecuestre resbaló y se derrumbó y se
desvaneció en un blanco relámpago dentro del oscuro pantano.
"El sargento estaba seguro de haber
cumplido su obra. Los hombres como él se aplican mucho en sus actos; por ese
motivo suelen ser tan erróneos sus actos. Había ultrajado la camaradería, que es
el alma de los ejércitos; había matado a un oficial que estaba cumpliendo con
su deber; había engañado y desafiado a su príncipe y había cometido un
asesinato vulgar sin la excusa de una pendencia, pero había acatado la orden de
un superior y había ayudado a matar a un polaco. Estas dos circunstancias
finales ocuparon su mente, y emprendió el regreso para dar su informe. No
dudaba de la perfección de la obra cumplida, indudablemente, el hombre que
llevaba el perdón estaba muerto; y, si por un milagro, sólo estuviera
agonizando, era inconcebible que llegara a la ciudad a tiempo de impedir la
ejecución. No; en suma, lo más práctico era volver a la sombra de su protector,
el autor del desesperado proyecto. Con todas sus fuerzas se apoyaba en la
fuerza del gran mariscal.
"Y, en verdad, el gran mariscal tenía
esta grandeza: después de la monstruosidad que había cometido, o que había
ordenado cometer, no temió afrontar los hechos o las comprometedoras
posibilidades de mostrarse con su instrumento. Una hora después, él y Schwarz,
cabalgaban por el largo camino; en un determinado sitio desmontó el mariscal,
pero le dijo al otro que prosiguiera. Quería que el sargento llegara a la
ciudad, y viera si todo estaba tranquilo después de la ejecución, o si
persistía algún peligro de agitación popular.
"—¿Aquí es, mi general? —interrogó el
sargento en voz baja—. Hubiera jurado que era más adelante; pero la verdad es
que este camino infernal se estiraba como una pesadilla.
"—Aquí es —dijo Grock, y con lentitud se
apeó del caballo. Se acercó al borde del parapeto y miró hacia abajo.
"Se había levantado la luna sobre los
pantanos y su esplendor magnificaba las aguas oscuras y la escoria verdosa; y
en un cañaveral, al pie del terraplén, yacía, en una especie de luminosa y
radiante ruina, todo lo que quedaba de uno de los soberbios caballos blancos y
jinetes blancos de su antiguo regimiento. La identidad no era dudosa; la luna
destacaba el cabello rubio del joven Arnold, el segundo jinete, y el mensajero
del indulto; brillaban también el tahalí y las medallas que eran su historia, y
los galones y los símbolos de su grado. Grock se había sacado el yelmo; y
aunque ese gesto era tal vez la vaga sombra de un sentimiento funeral de
respeto, su efecto visible fue que el enorme cráneo rapado y el pescuezo de
paquidermo resplandecieron pétreamente bajo la luna como los de un monstruo
antediluviano. Rops, o algún grabador de las negras escuelas alemanas, podría
haber dibujado ese cuadro: una enorme bestia, inhumana corno un escarabajo,
mirando las alas rotas y la armadura blanca y de oro de algún derrotado campeón
de los querubines.
"Grock no expresó piedad y no dijo
ninguna plegaria; pero de un modo oscuro se conmovió como en algún instante se
conmueve la vasta ciénega; y, casi defendiéndose, trató de formular su única fe
y confrontarla con el universo desnudo y con la luna insistente.
"—Antes y después del hecho, la voluntad
alemana es la misma. No la destruyen las vicisitudes y el tiempo, como, la de
quienes se arrepienten. Está fuera del tiempo, como una cosa de piedra que mira
hacia atrás y hacia adelante con una sola cara.
"El silencio duró lo bastante para
halagar su fría vanidad con una sensación de prodigio; como si una figura de
piedra hubiera hablado en un valle de silencio. Pero la soledad volvió a
estremecerse con un remoto susurro que era el redoble de un galope; poco
después llegó el sargento y su cara oscura y marcada no sólo era severa, sino
fantasmal en la luz de la luna.
"—Mi general —dijo, haciendo la venia con
una singular rigidez—, he visto a Petrovski, el polaco.
"—¿No lo enterraron todavía? —preguntó el
mariscal sin levantar los ojos.
"—Si lo enterraron —dijo Schwarz—, ha
removido la lápida y ha resucitado de entre los muertos.
"Schwarz seguía mirando la luna y la
ciénega; pero, aunque no era un visionario, no veía lo que miraba, sino más
bien las cosas que había visto. Había visto a Pablo Petrovski, recorriendo la
iluminada avenida de esa ciudad polaca; imposible confundir la esbelta figura,
la melena romántica y la barba francesa que figuraban en tantos álbumes y
revistas. Y detrás había visto la ciudad encendida en banderas y en antorchas y
al pueblo entero adorando al héroe, festejando su libertad.
"—¿Quiere decir —exclamó Grock con
estridencia repentina en la voz— que han desafiado mi orden?
"Schwarz hizo la venia y dijo:
"—Ya lo habían puesto en libertad y no
habían recibido ninguna orden.
"—¿Pretende usted hacerme creer —dijo
Grock— que del campamento no llegó ningún mensajero?
"—Ningún mensajero —dijo el sargento.
"Hubo un silencio mucho más largo, y por
fin dijo Grock, roncamente:
"—¿Qué ha ocurrido, en nombre del
infierno? ¿Puede usted explicarlo?
"—He visto algo —dijo el sargento— que me
parece que lo explica.
Cuando Mr. Pond llegó a este punto, se detuvo
con una placidez irritante.
—¿Y usted puede explicarlo? —dijo Gahagan.
—Me parece que sí —dijo Mr. Pond,
tímidamente—. Como usted sabe, yo tuve que aclarar el asunto cuando el
ministerio intervino. Todo fue motivado por un exceso de obediencia prusiana.
También fue motivado por un exceso de otra debilidad prusiana: el desdén. Y de
todas las pasiones que ciegan y enloquecen y desvían a los hombres, la peor es
la más fría: el desdén. Grock había hablado con demasiada libertad ante el
perro y ante la legumbre. Desdeñaba a los imbéciles, aun en su regimiento:
había tratado a von Hochei-mer, el primer mensajero, como si fuera un mueble,
sólo porque parecía un imbécil. Pero Hocheimer no era tan imbécil como parecía:
había entendido, tanto como el sargento, lo que el gran mariscal quería decir;
había comprendido la ética del mariscal, la que afirma que un acto es
irrefutable, aunque sea indefendible. Sabía que lo que su jefe deseaba era el
cadáver de Petrovski; que lo deseaba de todos modos, a costa de cualquier
engaño de príncipes o muertes de soldados. Y cuando oyó que lo perseguía un
veloz jinete, comprendió inmediatamente que éste traía un indulto del príncipe.
Von Schacht, muy joven pero muy valiente oficial, que era como un símbolo de
esa más noble tradición de Alemania, que este relato ha descuidado, merecía la
circunstancia que lo convirtió en heraldo de una política más noble. Llegó con
la rapidez de esa equitación que ha legado a Europa el nombre mismo de
caballerosidad, y ordenó al otro, con un tono como la trompeta de un heraldo,
que se detuviera y se volviera. Von Hocheimer obedeció. Se detuvo, sujetó el
caballo y se volvió en la silla; pero la carabina estaba en su mano, y una bala
atravesó la frente de von Schacht. Luego se volvió y prosiguió, con la
sentencia de muerte del polaco. A su espalda el caballo y el jinete se
desmoronaron por el terraplén, y quedó despejado todo el camino; por ese camino
despejado y abierto avanzó el tercer mensajero, maravillándose de la longitud
de su viaje; hasta que divisó el uniforme inconfundible de un húsar que
desaparecía como una estrella blanca en la distancia; pero no mató al segundo
jinete: mató al primero. Por eso no llegó ningún mensaje a la ciudad polaca.
Por eso el prisionero fue libertado. ¿Me equivocaba yo al decir que el mariscal
von Grock fracasó porque dos hombres lo sirvieron fielmente?
Comentario de Manuel García Verdecia:
"Hay un cuento que quiero comentar por su alto valor en cuanto expresión artística y como prototipo de la peculiar manera de escribir del autor. Se titula “Los tres jinetes del Apocalipsis” y fue incluido por Borges y Bioy Casares en su compilación de Los mejores cuentos policiales. La anécdota es simple: un regimiento de húsares prusianos dirigidos por el mariscal von Grock ocupa Polonia, a éste le molesta la actividad patriótica del poeta polaco Pavel Petrovsky, así que decide eliminarlo. El príncipe sabe que tal acto desembocaría en un caos total, por lo que envía un indulto. Sin embargo, el mariscal, convencido de lo conveniente de su decisión por el bien del reino, manda a otro húsar a evitar que llegue el indulto. Por un acomodo del azar ninguna orden llegará y el poeta patriota salvará su vida.
La eficacia del cuento radica en primer lugar en el contexto donde se declara el incidente y las condiciones para su desenlace. Los acontecimientos tienen lugar en un campamento de soldados altamente disciplinados. La disciplina es aquí un importante desencadenante de la acción. Así lo expone el narrador, “Todo fracasó porque había demasiada disciplina”. Si hay sitio donde la disciplina nunca es suficiente es en el ejército, sin embargo, la ironía concebida por el autor hace que ésta se torne en impedimento.
A esto se añade una cualidad peculiar de los soldados involucrados en la anécdota. Se trata de un regimiento de húsares blancos, cuyos uniformes son de albura impecable. Esto conspira con el entorno geográfico de la acción para propiciar mejor las condiciones del desenlace. Como el narrador ha apuntado, la acción tiene lugar en medio de las vastas llanuras pantanosas de los confines nororientales de Polonia, donde sólo queda un estrecho terraplén para el paso de uno o dos viajeros. En esta inmensidad desolada, la deslumbrante blancura de los uniformes permitía una localización precisa y anticipada.
Otro elemento es el excesivo sentido de compromiso en lo que se hace. Como lo expone el narrador, refiriéndose al sargento que ha sido ordenado a detener el indulto, “Los hombres como él se aplican mucho en sus actos; por ese motivo suelen ser tan erróneos sus actos”. Situación muy común en instituciones donde la jerarquía prevalece y que en la historia es también aplicable al mariscal. Hay seres que no oyen otra voz que la que les dicta lo que debe ser, sin detenimientos para evaluar condiciones ni consecuencias. Esto, a pesar de que en el texto se refiere al entorno castrense, claramente lo asume el autor para todo ser humano: siempre es necesario considerar cada acción particular".
[Extracto tomado del artículo "La escritura como arte y un cuento de Chesterton"].
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