Grafitti. Fuente de la imagen |
En el 150 aniversario del nacimiento de Chéjov, Babelia, el suplemento cultural de El País, le dedicó un especial al género del cuento en 2010 en el que algunos escritores compartían con los lectores cuál era su cuento preferido. Guadalupe Mettel seleccionó "Grafitti", de Julio Cortázar.
GRAFITTI
Julio Cortázar
A Antoni Tàpies
Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te
hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una
casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era
intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para
mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento
más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente
sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al
lado, yéndote en seguida.
Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una
protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la
prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente
te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término
grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta
con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los
insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba
que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si
algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo
hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía
demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te
divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para
hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo
que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos
algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde
lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie
se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una
rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras
enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me
duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer.
Después solamente seguiste haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el
peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de
la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos
mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más
rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor
como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo
por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella
volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte
ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.
Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la
vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de
sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un
solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la
mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar
un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de
no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer
dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garage,
aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos.
Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese
dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte.
Volviste al alba, después que las patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en
el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no
mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría
mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu
departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que
te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la
imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.
Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que
volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro
era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a
acercarte al garaje, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el
café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu
dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al
amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo
blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la
esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una
patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero
eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro,
comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya
era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los
ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda
sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y
frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un
pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la
visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el
carro y se la llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso
pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes
y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su
nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían
borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que
había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un
espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo
que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba
poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a
veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual
que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo
sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos,
a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste
a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las
paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo
claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que
roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste
resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del
garaje. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato
te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar,
allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito
verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con
un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la
esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones
vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y
cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con
el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía.
Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los
suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su
rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo
largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle
estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías
haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te
acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja
y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo
colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa
hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna
manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que
dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo,
solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad,
recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando
que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.
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Este es uno de los cuentos que más me gustan del maestro Cortázar, posiblemente por mi debilidad hacia los buenos cuentos con un narrador en segunda persona.
ResponderEliminarEste es un claro ejemplo del manejo de dicho narrador con maestría.
Un saludo.
Entonces te recomiendo -por si no la has leído- "Aura", de Carlos Fuentes. Es una novela corta narrada desde la segunda persona.
ResponderEliminarSaludos