Un caballero en la encrucijada, por Víktor Vasnetsov. Fuente de la imagen
"Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera como se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía abandonar Cornualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el Emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar".
VEINTISIETE
Giorgio Manganelli (Italia,
1922-1990)
Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una
mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la
manera como se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que
debía abandonar Cornualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma,
en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el Emperador. No era un
mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar. No empleó más
de tres días en los preparativos, escribió una vaga carta a su hermana, otra
todavía más vaga a una mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por
esposa, ofreció un sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y
despejada. Atravesó el canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en
encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún camino; el cielo estaba
agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su caballo, en grutas que no
mostraban rastros de presencia humana. El día decimosegundo encontró en un vado
un esqueleto de hombre, con una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se
pulverizó, y la flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al
cabo de un mes encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya lengua
no entendía. Le pareció que le prevenían de alguna cosa. Tres días después
encontró un gigante, de rostro obtuso y tres ojos. Le salvó el velocísimo
caballo y permaneció oculto durante una semana en una selva en la que no
penetraría jamás ningún gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados
elegantes, ciudades llenas de gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su
misma tierra, supo que una secreta tristeza arruinaba aquella región, corroída
por una lenta pestilencia. Cruzó los Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino
espumoso. A mediados del tercer mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin
saber cuánto había decaído los últimos diez años. Se hablaba de peste, de
envenenamientos, de emperadores viles o feroces, cuando no ambas cosas a un
tiempo. Puesto que había llegado a Roma, intentó vivir allí al menos un año;
enseñaba el córnico, practicaba esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los
picapedreros imperiales. En la arena mató un toro y fue observado por un oficial
de la corte. Un día encontró al Emperador que, confundiéndolo con otro, lo miró
con odio. Tres días después el Emperador fue despedazado y el gentilhombre de
Cornualles aclamado emperador. Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué
habían querido decirle aquellos cirros. ¿Los había entendido mal? Estaba
meditabundo y atormentado; se tranquilizó el día en que el oficial de la corte
apuntó la espada contra su garganta.
Centuria.
Cien breves novelas-río (Centuria. Cento
piccoli romanzi fiume, 1979),
trad. Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama,
1990, págs. 57-58.
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Muy buen cuento !
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