Labrador. Lev Nikoláyevich Tólstoi en el campo de labranza, de Illiá Yefimovich Repin. Óleo sobre cartón.
“Si una obra de arte es buena, el sentimiento moral o inmoral expresado por el artista, se transmite de él a los demás hombres. Si se transmite a ellos y ellos lo sienten, todas las explicaciones son superfluas. Si no se transmite, ninguna explicación será suficiente para remediarlo. La obra del artista nunca puede ser explicada. Si el artista hubiera podido explicar con palabras lo que desea transmitirnos, con palabras se habría expresado. Si se valió del conducto del arte para expresarse, es sin duda, porque las emociones no podían sernos transmitidas por medio de otro conducto. Cuando un hombre intenta interpretar con palabras, las obras de arte, prueba su incapacidad para sentir la emoción artística. Y, efectivamente, así sucede. Por extraño que ello pueda parecer, los críticos han sido siempre hombres menos accesibles que los demás al contagio del arte. Son, por lo general, hábiles escritores, instruidos e inteligentes, pero cuya capacidad para ser emocionados por el arte está por completo pervertida o atrofiada. Y de aquí proviene que sus escritos han contribuido siempre y contribuyen poderosamente a pervertir el gusto del público que los lee y que se fía de ellos”.
L.N.T.
LA MIMBRERA
Liev N. Tolstói, Rusia, 1828-1910
Durante la Semana Santa, un mujik fue a ver si la tierra ya se había deshelado.
Se dirigió al huerto y tanteó la tierra con un palo. La tierra ya se había ablandado. El mujik fue al bosque. Allí, las yemas de las mimbreras ya se habían hinchado. Y el mujik pensó: "Plantaré mimbreras alrededor del huerto y cuando crezcan lo protegerán del viento". Cogió un hacha, abatió diez arbustos, aguzó el extremo más grueso y los plantó en la tierra.
Todas las mimbreras echaron brotes con hojas por encima de la superficie; también bajo tierra salieron brotes, que hacían las veces de raíces; algunos prendieron; otros no se aferraron bien con sus raíces; perdieron vigor y cayeron.
Cuando llegó el otoño, el mujik contempló alborozado sus mimbreras: seis habían prendido. A la primavera siguiente las ovejas royeron la corteza de cuatro y sólo quedaron dos. A la primavera siguiente las ovejas royeron también esas dos. Una no salió adelante, pero la otra resistió, echó fuertes raíces y se convirtió en un árbol. En primavera las abejas zumbaban ruidosamente sobre la mimbrera. En las hendiduras solían formarse enjambres, de los que se aprovechaban los mujiks. Las campesinas y los mujiks comían y dormían a menudo bajo esa mimbrera; los niños, en cambio, se subían a su tronco y arrancaban las ramas.
El mujik que plantó la mimbrera llevaba ya mucho tiempo muerto, pero ésta seguía creciendo. El hijo mayor cortó dos veces sus ramas para quemarlas en la estufa. Pero la mimbrera seguía creciendo. Le cortaban todas las ramas para hacer bastones, pero cada primavera echaba nuevos brotes, más delgados que antes, pero dos veces más numerosos, semejantes a las crines de un potro.
El hijo mayor había dejado ya de trabajar y la aldea había cambiado de lugar, pero la mimbrera seguía creciendo en campo abierto. Unos mujiks forasteros pasaron por allí y cortaron muchas ramas, pero ella seguía creciendo. Un rayo la alcanzó, pero también esta vez salió adelante, gracias a las ramas laterales, y siguió creciendo y floreciendo. Un mujik quiso abatirla para hacer un abrevadero, pero al final cambió de idea pues por dentro estaba bastante podrida. La mimbrera se venció de un lado y sólo una parte se mantenía en pie, pero seguía creciendo y cada año las abejas venían a recoger el polen de sus flores.
Un día de principios de primavera, unos niños que estaban guardando los caballos se reunieron bajo su copa. De pronto les pareció que hacía frío y se pusieron a encender un fuego; recogieron rastrojos, ajenjo, ramas secas. Uno se subió a la mimbrera y cortó algunas ramas. Lo colocaron todo en el hueco del árbol y prendieron fuego. La madera de la mimbrera chisporroteaba, su linfa hervía; todo se cubrió de humo, y el fuego empezó a extenderse por el tronco; el interior de la mimbrera se volvió negro. Los brotes jóvenes se arrugaron, las flores se marchitaron. Los niños llevaron a casa los caballos. La mimbrera quemada de arriba abajo, se quedó sola en el campo. Un cuervo negro llegó volando, se posó en ella y graznó: "¡Bueno, viejo atizador, la has diñado! ¡Ya iba siendo hora!"
Relatos, trad. Víctor Gallego Ballestero, Barcelona, Alba, 2006, págs. 113-115.
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