Juan Eduardo Zúñiga, en el salón de su casa. Fuente de la imagen: El País |
“A
mis cuentos, casi instintivamente, les dejo algunos aspectos para que el lector
opine. No le cierro la interpretación racional del relato, sino que queda un
poco abierto, para que el lector camine luego por el terreno del cuento, lo
lleve consigo... Esto hace que le dé un ligero tono simbólico, como si la
explicación racional no quedara explicada, sino que algo queda
flotando.”
J.E.Z.
LA ROSA
Juan Eduardo Zúñiga, España, 1929
Ante el estudiante, un coche pasó
rápidamente, pero él pudo entrever en su interior un bellísimo rostro femenino.
Al día siguiente, a la misma hora, volvió a cruzar ante él y también atisbó la
sombra clara del rostro entre los pliegues oscuros de un velo. El estudiante se
preguntó quién era. Esperó al otro día, atento en el borde de la acera, y vio
avanzar el coche con su caballo al trote y esta vez distinguió mejor a la mujer
de grandes ojos claros que posaron en él su mirada.
Cada día el
estudiante aguardaba el coche, intrigado y presa de la esperanza: cada vez la
mujer le parecía más bella. Y, desde el fondo del coche, le sonrió y él tembló
de pasión y todo ya perdió importancia, clases y profesores: sólo esperaría
aquella hora en la que el coche cruzaba ante su puerta.
Y al fin vio lo
que anhelaba: la mujer le saludó con un movimiento de la mano que apareció un
instante a la altura de la boca sonriente, y entonces él siguió al coche,
andando muy deprisa, yendo detrás por calles y plazas, sin perder de vista su
caja bamboleante que se ocultaba al doblar una esquina y reaparecía al cruzar
un puente.
Anduvo mucho
tiempo y a veces sentía un gran cansancio, o bien, muy animoso, planeaba la
conversación que sostendría con ella. Le pareció que pasaba por los mismos
sitios, las mismas avenidas con nieblas, con sol o lluvias, de día o de noche,
pero él seguía obstinado, seguro de alcanzarla, indiferente a inviernos o
veranos.
Tras un largo trayecto interminable, en un
lejano barrio, el coche finalmente se detuvo y él se aproximó con pasos
vacilantes y cansados, aunque iba apoyado en un bastón. Con esfuerzo abrió la
portezuela y dentro no había nadie.
Únicamente vio sobre el asiento de hule una
rosa encarnada, húmeda y fresca. La cogió con su mano sarmentosa y aspiró el
tenue aroma de la ilusión nunca conseguida.
Misterios de las noches y los días, Madrid,
Alfaguara, 1992, págs. 121-122
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