viernes, 3 de junio de 2011

Anatomía de la Historia opina sobre el Diccionario Biográfico Español

Mato dos pájaros de un tiro. Por un lado celebro el nacimiento de la revista Anatomía de la Historia, un proyecto de divulgación histórica gestionado por historiadores, periodistas, editores, profesores, etcétera; por otro, reproduzco las reflexiones de su director, José Luis Ibáñez Salas, sobre un tema de máxima actualidad: la polémica surgida por el tratamento benévolo que el Diccionario Biográfico Español, de la Real Academia de la Historia, le ha dado al general Francisco Franco, citado en sus páginas no como un dictador sino como el creador de un "régimen autoritario". 



La Real Academia de la Historia y su Diccionario Biográfico Español

3 jun, 2011 por José Luis Ibáñez

Una tertulia literaria madrileña de 1735 que derivó en reunión enfocada al estudio del pasado está en el origen de la Real Academia de la Historia. Tres años después era ya eso, una academia regia, tan del gusto de la época, al conseguir la protección y la autorización consiguiente del primer rey Borbón español, Felipe V. Eran aquellos momentos los de una de las etapas culturales más reconocibles: la Ilustración.

Como real academia que es, y tal como explicita su propia Web, “la Real Academia de la Historia cuenta con subvenciones de los ministerios de Educación y Cultura, para favorecer la investigación y demás tareas”. No solo, que también lo dice el sitio, pero las tiene. Resulta lógico.


Desde sus primeros días, ya lucía como esencia fundacional la formación de un Diccionario Histórico-Crítico Universal de España: así rezaba la Real Cédula de Felipe V, del 18 de abril de 1738. Eso y “el estudio de la Historia”. Vamos, que el diccionario enciclopédico que ha desatado recientemente una vigorosa polémica tiene de alguna manera ya unos añitos.
Si seguimos en la Web de la RAH (vayamos a las siglas, por comodidad mía y tuya, lector), “el objetivo final de esta Institución sería el de aclarar ‘la importante verdad de los sucesos, desterrando las fábulas introducidas por la ignorancia o por la malicia, conduciendo al conocimiento de muchas cosas que oscureció la antigüedad o tiene sepultado el descuido’”. Ahí es nada. Y sus primeros Estatutos de aquel 1738 tan lejano hablaban de que su objetivo esencial era el “cultivo de la Historia, para ‘purificar y limpiar la de España de las fábulas que la deslucen e ilustrarla de las noticias que parezcan más provechosas’”.
Pues bien, los académicos se pusieron ya desde primera hora a ello, al Diccionario Histórico-Crítico Universal de España. Y se afanaron en su boceto y en pergeñar cómo habría de ser. A pleno rendimiento. Pero, entre unas cosas y otras ―una explicación poco convincente, lo sé―, no fue hasta el 21 de julio de 1999 que la RAH firmó un convenio con el Ministerio de Educación para “formar el Diccionario, en un plazo de ocho años”, palabras textuales de la propia Academia. Echaba a andar el Diccionario Biográfico Español, que tal sería su nombre pues la RAH se decidió a afrontar el análisis de las vidas de los principales protagonistas del país, de los “varones ilustres”.
Se crearon comisiones de académicos bajo la coordinación de uno de ellos, Quintín Aldea, que seleccionaron y clasificaron a los personajes incluidos, así como a los respectivos autores. Y es ahora que ve la luz, en los finales días del mes de mayo de 2011. Su director científico ha sido en todo momento el propio director de la RAH, Gonzalo Anes, y su director técnico, el filólogo Jaime Olmedo. La edición del Diccionario ha corrido a cargo de la propia RAH.
El número de entradas ronda las 43.000 (3.800 dedicadas a mujeres), los autores de las entradas superan los 5.000 e Istolacio, un caudillo del siglo III a. C., es su personaje más remoto. Pero eso sí, no incluye a nadie que haya nacido después de 1950 (salvo si se forma parte de la Familia Real o se es o se ha sido miembro del Gobierno). No será hasta 2012 que los 50 tomos planeados estén publicados, pero ya han aparecido los 25 primeros, los que llegan hasta la letra “hache”. Está previsto que todos los textos puedan ser consultados en Internet, y es ahí donde la RAH se ha comprometido a modificar los “errores” que ahora están saliendo a la luz y que ella misma determine hayan de ser enmendados.
Y por seguir con las cifras, la cantidad de dinero aportada por los sucesivos gobiernos que en estos últimos doce años han administrado España ha ascendido a la cifra de 6,4 millones de euros.
Si uno echa un vistazo a la nómina de autores especializados notará ausencias aparentemente inexplicables o difícilmente justificables, en especial si de especialistas en el siglo XX español se trata. Es una opinión discutible pero que ha sido manifestada ya por muchos historiadores.
Y llama la atención, y aquí empezamos a ahondar en el meollo de la polémica desatada desde que se ha publicitado la publicación del Diccionario, que la biografía del general Francisco Franco la haya redactado quien presida la fundación del dictador, un adepto, vaya, que además es un medievalista, y sin embargo la de Manuel Azaña haya sido escrita por un historiador que si bien es de reconocidísimo prestigio y ecuanimidad es asimismo un experto en la figura del monarca Alfonso XIII, monárquico él mismo (hablamos de Carlos Seco Serrano). Si solo fuera eso, la verdad es que no tendría mucha importancia el asunto… Hasta que uno lee lo que Luis Suárez Fernández, el citado biógrafo del vencedor de la Guerra Civil española, ha escrito de Franco y aprecia la más absoluta renuncia por su parte a usar los términos que ya forman parte indudable del análisis historiográfico del siglo XX español: dictaduradictador, etcétera.
Cuando “saltó la alarma” del trato inadecuado dado a la biografía de Franco, comenzaron a ser estudiadas por distintos periodistas algunas biografías dedicadas a personajes coetáneos del general. Y a partir de ahí es cuando se empezó a echar en falta no ya la imposible objetividad sino la más mínima corrección en el uso de los conceptos historiográficos y en el trato moral dado a los personajes según pertenecieran a una u otra adscripción ideológica en la cruel coyuntura española de la primera mitad del siglo XX. Parecía demasiado evidente que no había habido rigor en el acercamiento a las vicisitudes de algunos de los biografiados, en especial a la hora de emplear calificativos.
Baste un ejemplo, si de Franco su biógrafo no osa decir que fue un dictador (si acaso le tacha de crear un “régimen autoritario pero no totalitario”), algo indubitable para cualquier historiador que pertenezca a la comunidad historiográfica sin adscripciones ideológicas, el último presidente del ejecutivo de la República española durante la Guerra Civil, el socialista canario Juan Negrín, encabezó un Gobierno “prácticamente dictatorial”. Toma ya.
Y ahora viene a cuento lo del dinero público y el hecho del amparo de la jefatura del Estado a una institución que ha descuidado los valores más elementales de la edición historiográfica. Si no fuera por ambas cosas, aquí no nos habríamos molestado en tratar de mostrar lo inadecuado de dilapidar no solo el dinero de todos sino de tirar por un precipicio la credibilidad de la mayor experiencia dedicada a la publicación de un corpus de consulta ineludible para cuantos quieran saber y escribir sobre la Historia de España.
Conviene puntualizar, no obstante, que en modo alguno se puede responsabilizar a los autores, a ninguno de ellos, de verter su peculiar o su aceptada manera, según los casos, de entender el devenir histórico e interpretar la biografía de “sus” personajes en clave histórica. La responsabilidad última es de quienes han editado el Diccionario. Y ya ha quedado dicho más arriba quién lo ha hecho.
Una lástima, máxime si se tiene en cuenta que muy probablemente todo esto no sea sino una pequeña mancha de café en un inmenso cubo lleno de leche, como ya ha apuntado alguno de los autores de tan magna obra. Pero una mancha fea. Muy fea. ¿Tiene arreglo el desaguisado? Lo veremos.
José Luis Ibáñez, Anatomía de la Historia
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