Imagen de la boda del príncipe Guillermo y Kate Middleton. Fuente: BCN Cool Hunter |
Dicen los comentaristas televisivos que la boda del príncipe Guillermo y Kate Middleton no fue de conveniencia. Qué tontería. Si damos por válido que son dos jóvenes sanos, atractivos –ella más que él–, enamorados el uno del otro, ¿cómo decir que no hay una gran conveniencia de por medio? ¡Se han casado precisamente porque a ambos les convenía! Lo que estos comentaristas querían decir es que no fue una boda de imposición externa. Cierto: se casaron porque les dio la gana.
Los novios de una boda real, desde el momento en que dicen sí, están obligados a decir no a muchas cosas, la primera de ellas la libertad. Están condenados a ser mirados con lupa por una pléyade de especialistas –básicamente del arte de chismorrear– dispuestos a criticar hasta el último detalle de sus ropajes reales.
El destino de un matrimonio real mixto, siempre en el ojo del huracán, digo, es la falta de libertad, que se compensa con un exceso de veleidades ensoñadoras. Los príncipes modernos (Felipe, Guillermo, Federico) se enamoran de la normalidad que transpiran las plebeyas (Leticia, Kate, Mary), mientras que estas, como en los cuentos de Andersen, se enamoran de ellos por su sangre azul. Ellos aspiran a despeinarse con el viento del pueblo y ellas a habitar suntuosos palacios. Mark Twain, que lo vio claro, escribió El príncipe y el mendigo, una novela sobre dos personajes opuestos que intercambian sus roles.
Si este planteamiento dio buen juego en la literatura, es factible que funcione también con estos matrimonios reales mixtos que han acabado unidos, vaya paradoja, por un exceso de realismo y de fantasía al mismo tiempo.
Francisco Rodríguez Criado
* Artículo publicado el miércoles, 4 de mayo de 2001, en la contraportada de El Periódico Extremadura.
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