lunes, 9 de mayo de 2011

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (64): "El juego", de Patricia Esteban Erlés


Azul ruso, de Patricia Esteban Erlés

Rocío Romero, autora de microrrelatos como "Indemnes" y "Hombres", nos recomienda "El juego", de Patricia Esteban Erlés (Zaragoza, 1972), relato incluido en Azul ruso (Páginas de Espuma, 2010), libro finalista en el Premio Setenil (2010). 


EL JUEGO


Sigo castigada. Al asomarme a la puerta entornada de mi cuarto escucho el rumor de sus voces a través del hueco de la escalera. Mi madre solloza bajito, mi padre sube el tono cuando habla de ese sanatorio suizo en el que el doctor Ocampo le ha recomendado internarme. Escucho el sonido de sus pasos, ploploplop, y su voz acercándose y alejándose luego, porque no deja de moverse de un lado para otro como el tigre amarillo del zoológico. Seguramente camina con las manos a la espalda como cuando está muy enfadado, mientras mamá llora sentada en su sillón, con las piernas muy juntas y  un pañuelo blanco hecho una bola entre las manos. Hay que tomar una decisión, Mercedes, le dice mi padre, y después se hace el silencio.

 Van a llevarme allí, no sé si Laurita vendrá conmigo, pero a mí seguro que me llevan. Tú tienes la culpa, le digo muy enfadada, girándome desde la puerta. Mi hermana gemela Laurita sonríe, sentada sobre la cama y encoge los hombros. Está acostumbrada a librarse de todos los castigos; pese a que yo sólo hago lo que ella me ordena, siempre se libra.

Me cortarán el pelo al cero en ese asqueroso colegio para niñas malas, me pondrán un vestido de arpillera, me encerrarán en un cuarto lleno de ratones y cucarachas y sólo beberé el agua de lluvia que pueda recoger en la palma de la mano, a través de los barrotes de un ventanuco. Les he dicho la verdad y no me han creído.  Tengo miedo. Ahora lloro bajito, hihihi, como nuestro cocker Jasper, tumbado a la sombra de su sauce favorito cuando me acerqué a él con el trofeo de papá en la mano.  El año pasado mi padre se quedó tercero en el torneo del club y le dieron aquel ridículo señor de bronce,  con gorra   y un palo de golf levantado, que pesaba una burrada. De verdad que yo no tenía nada en contra del pobre Jasper, fue mi hermana Laurita, como siempre, la que me ordenó que tomara el trofeo de la vitrina y lo atara a un extremo de nuestra cuerda de saltar, quien me susurró que Jasper sufría mucho por culpa del reuma y era mejor para todos que anudara muy fuerte el otro extremo del saltador a su cuello. Me negué al principio, como de costumbre, pero Laurita me dijo que entonces jugaríamos a lo de la muerte, y eso sí que no.

  Jasper estaba ciego y apenas podía mover las patitas de atrás porque ya tenía doce años. Lloriqueó bajito cuando me arrodillé junto a él para acariciarle sus orejas, largas y rizadas como la peluca de un rey francés, y no dejó de hacerlo mientras lo llevaba en brazos hasta el borde de la piscina. Después lo vi patalear brevemente en la superficie, tratando de mantenerse a flote, pero enseguida le fallaron las fuerzas y se fue al fondo. Al mirarlo allí abajo, tan quieto,  pensé que ya no daba tanta pena, porque en realidad no parecía un perrito, sino más bien la sombra de una araña negra y muy gorda.  Al cabo de una hora Laurita y yo estábamos tumbadas tan tranquilas sobre mi cama,  leyendo a medias un libro de Los Cinco que nos gusta mucho, cuando escuchamos el alarido de mi madre en el jardín.

La verdad es que últimamente Laurita está muy pesada, pero mi padre no cree una palabra de lo que digo, y mamá se echa a llorar cuando acuso a Laurita  de obligarme a hacer cosas. Claro, ellos no tienen que aguantar el juego de la muertita, si no también harían todo lo que ella les pidiera. Detesto ese juego, mamita querida, le confesé a mi madre la penúltima vez, Laurita es mala y dice que se morirá delante de mí si no le obedezco. Pero mamá  me miró como si no entendiera, con sus ojos abiertos como platos y algunos fragmentos de su muñeco Otellito entre las manos,  sin dejar de susurrar una y otra vez, ¿Por qué lo has hecho, Victoria, por qué? Ella no se imagina la pena que me dio estampar contra el suelo el muñeco negro de porcelana que había pertenecido a mi abuela de Cuba. Hasta tuve que cerrar los ojos para hacerlo. Sabía que aquel bebé de color chocolate, que tenía las manitas gordezuelas levantadas como si estuviera muy contento y fuera a empezar a aplaudir de un momento a otro, era el último recuerdo que le quedaba a mi mamá de la suya. Era lindo de verdad, Otellito, tan lindo, sonreía con la boca abierta y tenía los dientes muy blancos, y hasta un poco de pelusilla negra muy rizada en lo alto de su cabecita. Mi abuela Silvia le había tejido el jersey y el pantalón de punto azul celeste que llevaba, también los diminutos patucos con botones de nácar, y mamá lavaba a mano aquellas prendas cada semana para evitar que cogieran polvo en lo alto del armario. Luego, mientras la ropa se secaba a la sombra, envuelta en una toalla blanca como si fuera un tesoro, frotaba con un paño húmedo los brazos y las piernas de Otellito, su cara de negrito feliz, y tarareaba una canción de cuna que la abuela Silvia le había enseñado cuando vivían en La Habana. Yo sabía cómo iba a dolerle encontrar a Otellito hecho trizas, que también a ella  se le iba a partir el corazón en un montón de pedazos pequeños que nadie iba a poder recomponer, pero Laurita se cruzó de brazos y agitó la cabeza de un lado para otro mientras yo le suplicaba y le ofrecía mis canicas de vidrio azul, la bañera con patas de latón de mi casa de muñecas, hasta el guardapelo de oro que me regaló nuestra madrina. Qué tonta eres, me dijo, ¿para qué quiero un guardapelo que tiene dentro un mechón mío, si puede saberse? Rompe el muñeco o jugamos, dijo, y lo siguiente que recuerdo es que me subí a una silla para alcanzar al inocente de Otellito, que estaba allí, como siempre, sentado en su esquina del armario de nogal de mis padres, tan feliz. Ni siquiera el terrible golpe contra los azulejos consiguió quitarle la sonrisa de los labios, tan sólo se la partió por la mitad.

Me alejo deprisa de la puerta porque escucho los pasos cansinos de mi madre al pie de la escalera. Corro hacia la cama y empujo bruscamente a Laurita, para que me haga un sitio. Disimula, viene mamá, le digo entre dientes, así es que nos sentamos a lo indio y nos ponemos a jugar a piedra, papel o tijera. Mamá se detiene junto a la puerta y da dos golpecitos muy suaves. Pregunta en un susurro, ¿Estás ahí, Victoria?, con una voz tan triste que  me tiembla la garganta al contestarle que sí, que estamos las dos, aquí, jugando tranquilamente. Mamá ahoga un sollozo al otro lado, lo sé, y espera un poco con la mano puesta en el tirador antes de entrar. Laurita y yo no decimos nada cuando la vemos aparecer, tan sólo sonreímos de oreja a oreja para que se calme y vea que todo está bien ahora. Pero mamá no sonríe.  Parece un fantasma triste, le están saliendo canas plateadas por toda la cabeza y ese horrible vestido negro dos tallas más grande le queda fatal. Se sienta en la cama de Laurita y arregla el cojín en forma de corazón. Después me mira.

-Victoria. ¿Por qué?

Ya estamos. Sólo me habla a mí, como siempre, y la sonrisa se borra de mi rostro. Me enfado, me enfado mucho. Quiero que me crea y empiezo a contarle otra vez, desde el principio lo de la muertita, para que vea que no miento. Me estoy poniendo roja de rabia. Cierro los ojos. Le digo que Laurita se empeñó en jugar a eso por primera vez un domingo por la mañana,  a la vuelta de misa, y que luego insistía siempre en volver a hacerlo. Le cuento cómo subíamos corriendo escaleras arriba, mientras papá se quedaba leyendo el diario en la sala de estar y ella marchaba a la cocina a supervisar la tarea de Matilde, nuestra cocinera. Yo caminaba unos pasos por detrás de Laura y la veía trotar hasta el dormitorio de ellos, que era su lugar favorito para morirse. Entonces se tumbaba en la cama de matrimonio y levantaba el brazo para indicarme con un gesto imperioso que entornase la puerta de la alcoba. Así lo hacía yo, que nunca supe llevarle la contraria, a pesar de que aquel juego  me aterraba.

Mi madre me pide por favor que me calle, pero no le hago caso. En lugar de eso le digo que no soportaba mirar a Laurita cuando se quedaba tan quieta, pero no podía hacer otra cosa. Me quedaba junto a la cama, viendo flotar sus rizos negros contra el almohadón de raso, como la cabellera fosilizada de aquella actriz famosa  que se tiró al río y salió en todos los periódicos. Cuando mi hermana cerraba sus ojos era como si se  apagaran de pronto todas las estrellitas blancas que le brillaban dentro. Laurita  parecía más que nunca una muñeca, y me daba miedo mirar sus fosas nasales de adorno, sus largas pestañas disecadas en torno a los párpados, las manitas cruzadas sobre el pecho igual que las de la abuela Silvia cuando aquel hombre flaco de la funeraria nos dijo que podíamos pasar a verla, porque ya estaba arreglada. El vestido de seda azul que mamá nos ponía a las dos los domingos dejaba de ser idéntico al mío y se convertía en la tulipa inmóvil de una lamparita. Las piernas de Laura parecían dos palillos enfundadas en sus medias blancas, y terminaban en un par de merceditas de charol negro, muy relucientes y con sus suelas nuevas.

Yo estaba viva y mi hermana Laurita se había muerto. Parada junto a la cama la realidad y el juego se mezclaban hasta convertirse en una sola cosa, yo estaba viva y mi hermana gemela se había muerto. Me sentía culpable de seguir de pie y de temblar como una hoja, con los ojos llenos de lágrimas que apenas podía contener, mientras mi hermana se quedaba quieta para siempre y con los zapatos puestos. Eso era lo peor, sus zapatos nuevos que nunca llegarían a gastarse. Entonces corría hacia el armario, abría la puerta y me escondía dentro. Me quedaba allí encogida  mucho rato, hasta que Laurita empezaba a reírse y a saltar sobre el colchón, gritándome que era una sonsa y una cobardica, y yo me picaba y salía hecha una furia cuando no podía más, con las mejillas rojísimas por la falta de aire.

Ya no estoy enfadada, ahora me río acordándome de mi cara roja como un tomate, de las ruidosas carcajadas de Laurita señalándome, muerta de la risa y dando patadas en la cama de mis padres. Cuando termino de contarle todo esto a mi madre me doy cuenta de que ni siquiera espero ya que me crea. Mamá saca del puño de jersey su pañuelo arrugado y se seca el rastro que las lágrimas han dejado en sus mejillas. Laurita me mira con ojos llenos de rencor. Yo miro a mamá, expectante y entonces ella dice,  y sé que me lo dice a mí:

-Cariño, tu hermana está muerta. ¿Entiendes eso?

Pero no le contesto ni que sí ni que no. Miro a Laurita, que ahora saca la lengua y se lleva el dedo a la altura de la sien, dándole vueltas. Me entra la risa. Sí, claro, muerta, qué sabrá ella.

Patricia Esteban Erlés


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