Estoy leyendo Busco señor para amistad y lo que surja, de Empar Moliner, publicado en El Alcantilado en 2005. El libro reúne cuarenta crónicas publicadas en la prensa que tienen, según reza la contraportada, una "mirada irónica, distante pero tierna, de la espuma de los días". He elegido la crónica que dedica a los gorrones de periódicos, que puede ser representativa del estilo irónico de la autora.
Compruebo que el artículo en cueestión, "Elogio del gorrón de periódicos", fue publicado por El País el 14/04/204.
Compruebo que el artículo en cueestión, "Elogio del gorrón de periódicos", fue publicado por El País el 14/04/204.
Elogio del gorrón de periódicos
Acaban de publicarse los resultados del Estudio General de Medios, gracias al cual hemos sabido el número de lectores de este diario. Pero en el estudio no salen reflejados como merecerían esos seres humanos admirables que consagran su vida a leerlo gratis. Y son muchos. Al gorrón de periódico no es que le parezca caro el producto, al contrario. Tampoco es que ande justo de dinero. Es gorrón por principios: preferirá dejarse atropellar por el Trambaix a pagar un euro por esto que tienen ustedes entre las manos. Y no es por el euro, es por el hecho en sí. El gorrón daría ese euro a un pobre, lo echaría en una tragaperras, lo dejaría olvidado en un carrito de supermercado, pero jamás, jamás lo usaría para comprar el periódico. Antes que eso, tiraría el euro a la Fontana di Trevi y pediría como deseo que hubiese cerca un bar con periódicos libres. El gorrón actúa en diversos lugares para conseguir hacer gratis lo que los demás hacemos pagando. Sigámosle.
A las nueve de la mañana compro un billete de tren (1,75 euros) rumbo a Sabadell. Me bajo en Sabadell Centre. A pocos metros de la estación tengo la biblioteca Vapor Badia. Elijo ésta porque voy a tiro fijo, pero en cualquier otra conseguiría mi objetivo. El recinto abre sus puertas a las 10.30, pero desde mucho antes un usuario de mediana edad que ni siquiera se ha quitado el casco de la moto ya hace cola. Reconozco a un experimentado. Cuando se abren las puertas de la biblioteca, el espectáculo es parecido al de las rebajas. El experimentado aparta a quien se le pone delante a golpe de casco y se lanza en plancha hacia el botín, consistente en dos ejemplares de siete diarios distintos. Por desgracia, su práctica recolectora no es tan depurada como la de los cinco jubilados que le han adelantado, que actúan en grupo. "¡Agafeu-ne només un cadascú!", les advierte la bibliotecaria. Y no es que no le hagan caso. Es que hacen estraperlo. Entre todos controlan toda la prensa. Trabajan coordinados y cuando uno termina con el Diari de Sabadell se lo pasa a su compañero, que a su vez le pasa EL PAÍS. Ninguno de ellos suelta un periódico sin tener un recambio previsto. Cualquiera que no pertenezca a su banda estará haciendo cola durante horas sin llevarse un ejemplar a la boca. La bibliotecaria les va repitiendo que no arranquen los cupones de descuento de las últimas páginas, pero ellos no siempre lo entienden. "Es que mi nieto se hace la colección", se queja uno. "Ya, pero el diario es de todos", contesta ella. "Pues por eso", replica él.
Volviendo en tren, puedo observar al segundo tipo de gorrón. Éste es mucho más común. No es lector de prensa. Si entrara en un bar y viera un periódico libre sobre la mesa, no lo tocaría. Si se encontrase un periódico en el suelo, no lo recogería. A él sólo le llama la atención el periódico en caso de que lo sujete otro ser humano. Entonces, le despierta un interés irrefrenable. Se suele poner de pie justo detrás del lector o bien a su lado, estira el cuello y lee sin disimulo. Si el lector le dice: "¿Quiere que se lo deje?", replica que no, ofendido.
El tercer gorrón es el de bar. El que cuando entra en el establecimiento hace un escaneado rápido del espacio, detecta los ejemplares y procede a arramblar con ellos. Este gorrón aprecia, sobre todo, los bares que están justo al lado de un quiosco. Suele disfrutar mucho en el de la calle Casanova, 85, pegado a la librería Atlas, que también vende prensa, así que me sitúo allí. Si un ser humano se sienta en la terraza de ese establecimiento, puede tocar con la mano los periódicos del expositor de la librería, que está en la acera. La caja registradora de esa librería está el doble de cerca que la caja registradora del bar. Ir a comprar el periódico desde la terraza de ese bar cuesta exactamente dos pasos y cuarto. Doce segundos. Media caloría. (Pero también un euro.)
Me siento en esa terraza con mi café con leche y mi fajo de tres periódicos recién adquiridos. Todavía no los he abierto. Espero el momento. Antes, clavo el primer mordisco al bocadillo. Desgraciadamente, este breve lapso de tiempo ha servido para que el gorrón aviste mis ejemplares. Captura mi EL PAÍS sin decirme nada y se lo lleva a la mesa de al lado. Es el clásico gorrón que no concibe que un periódico tenga dueño particular (porque no concibe que un particular lo haya comprado) y, por tanto, no sólo no me pregunta si es mío, sino que me mira mal por acaparadora. Por suerte, el quiosco está al lado y puedo reponer el ejemplar robado. El segundo gorrón que se me acerca, en cambio, es de los amables. También se dejaría ejecutar antes que comprar el periódico, por supuesto, pero eso no le resta educación. Me localiza, se me acerca con avidez y se posa encima de los periódicos. Luego, hace la pregunta: "¿Son de la casa?". Le digo que no, pero eso no le desanima. Me pide que le preste alguno. "Cualquiera...", me dice condescendiente. "El que no estés leyendo". Le contesto que los estoy leyendo todos, y me mira con cara de que soy poco sostenible. Sé lo que hará a continuación: parará un taxi. "Al aeropuerto", ordenará. Porque el gorrón extremo, si no tiene más remedio, compra un billete de avión para Madrid con tal de capturar los periódicos que ofrecen gratis en el puente aéreo.
Empar Moliner
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