miércoles, 22 de diciembre de 2010

Relato de Agustín Cerezales: "Mini"

 

Mini se desayuna despacio. Es sábado, y le esperan sus padres para comer. Pero Mini se levanta todos los sábados, sin excepción, a la una de la tarde. Se prepara un zumo de naranja. Un café bien cargado. Una tostada. Y una manzana rayada con yogurt. En ese orden se lo prepara, y en ese orden se lo come. Luego entra en la ducha y no cierra el grifo hasta que dan las dos. Cuando dan las dos suena el reloj del horno, el único que funciona en toda la casa, y Mini sale desnuda, mirándose en el espejo y contoneándose con gracia. Luego, de pronto, se queda inmóvil, para sorprenderse a sí misma como en una fotografía, y esboza lentamente una sonrisa:
-Mini...
-Mini...
-Mini...
Emplea varios tonos de voz, uno tras otro, para llamarse a sí misma mentalmente. Y a veces el nombre, que de niña no le gustaba pero ahora ya acepta (pese a que siga sonándole a gato, y ella prefiera los perros) acaba convirtiéndose en una secuencia fónica sin sentido y se va alejando por el aire, dejándola doblemente desnuda, desnuda de cuerpo y desnuda de identidad, frágil hasta el límite, deliciosamente frágil, según se confiesa con malicia al recuperar los espíritus y lanzarse corriendo al armario, en el que, con una asombrosa falta de coquetería, elige al azar el primer vestido que le cae en gracia.
Ha pasado ya el tiempo suficiente como para llegar tarde a comer. Tras esperarla el cuarto de hora de rigor, habrán empezado, resignados a su retraso habitual. Ella siempre llega a tiempo para picotear del segundo plato y relamerse con los postres, y nada más tomar el café se marcha: todos saben que odia las sobremesas.
No obstante le gusta cumplir con el ritual de los sábados, le produce una gran satisfacción íntima la práctica de ese dudoso acto de devoción filial.
Baja a la calle, a buscar el coche. El coche tiene siempre que buscarlo, puesto que siempre olvida dónde lo aparcó. En realidad es cosa fácil: es un viejo mini amarillo limón («Arre, mini», masculla entre dientes al arrancarlo, positivamente regocijada por la coincidencia de nombres), un coche pequeñito que se las arregla siempre para esconderse entre los coches grandes, pero cuyo color llamativo asoma siempre por algún lado.
Siempre, siempre: las cosas suceden así siempre, y a ella eso le gusta. Es paradójico, pero es así: antes, la repetición de las cosas la exasperaba. Pero desde que entró a trabajar de secretaria, y compró el coche, y alquiló el apartamento, y se tiñó de rubia, es tan evidentemente feliz que le horroriza la sola idea de cambiar un ápice. «Una momia -se dice a veces- yo, de vieja, seré una momia delicada, rubiales y frescales, y mi mini será otro tanto.»
      Y por eso, no piensa casarse nunca. Ni siquiera sueña con mantener un amante. Se sabe erótica, apetecible, ligera, perfumada, y le gusta cruzar así las calles, como siempre, muy mini, muy ella, haciendo palidecer a las farolas en una brisa de evocaciones. Pero no pretende más.
De modo que la cosa la ha chocado, la ha desconcertado. La cosa, esto es, lo del cristal trasero del coche.
-¿Qué te pasa, Mini, es que hoy no tienes hambre? -le dice su madre, ofreciéndole en vano la fuente de buñuelos.
Y Mini sigue distraída: «¿Cómo voy a decirte, mamá, que hoy tengo un enigma?» «¿Un enigma?» «Sí, hija, sí, un enigma.» «¿Y en dónde?» «Pues ya ves, ¡en el cristal del coche!»
No, decididamente es mejor no decir nada, porque a mamá siempre le gusta llegar al fondo de las cosas, incluso aunque no lo tengan.
El enigma sin fondo es el siguiente: «Mini, te quiero. Llámame. » Y la firma, un número de teléfono: 545 67 56. Todo ello escrito con trazo decidido, a dedo, sobre la gruesa capa de polvo de la luna trasera del coche.
¿Quién la quiere a ella? ¿Quién puede quererla? Es fácil averiguarlo, llamando al 545 67 56. Lo borró con un pañuelito de papel, pero se le ha quedado impreso en la mente. Y no logrará sacárselo de ahí en toda la tarde, ni con la cháchara telefónica de Lú, ni con la película de la tele, ni con nada. «Mini, te quiero.» «Buena la has hecho, hijo. Si serás tonto.»
Y esa noche, cuando, como todas las noches de sábado, acude al Roger's a beber un gintonic y escuchar las mismas palabras en boca de los mismos amigos de siempre, no puede dejar de escudriñar atentamente a cada uno de los contertulios, a Paco, a Juan, al Lobos, a Rodrigato y a Paz-Paz, que alguna vez le tiró los tejos. Y por primera vez, tiene la desagradable evidencia de que ninguno la quiere. Es decir, quererla sí («Mini no hay más que una», juraría cualquiera de ellos), pero de la misma forma que los quiere ella: si desaparecieran todos a un tiempo, se sentiría muy sola, pero así, de uno en uno, tampoco puede decirse que sean imprescindibles. Y esa noche regresa un poco antes a casa. «Es que me duele la cabeza», explica, cuando alguien protesta cordialmente por su deserción. Y le hacen prometer que mañana, como siempre, se verán en la cancha de baloncesto. Hay que animar al equipo.
Porque Mini es una de esas mujeres altamente improbables, pero no menos reales y abundantes, que tienen pasión por el baloncesto. Nunca había entendido tal clase de aficiones, hasta que la llevaron un día. Y desde entonces, un poco por pereza (¿para qué demonios sirven las tardes de domingo?), se hizo forofa y grita como la que más.
¿Por qué hoy, aunque ha dicho que sí, no está nada segura de acudir al día siguiente al pabellón, y se le antojan indigestas las gambas que tomarán luego, para celebrar la victoria? Por lo de «Mini, te quiero», seguro.
«Odio los bromistas», dice en voz alta, mientras se recoge la bata del hombro y mete los pies bajo el embozo de la cama, arrellana el culo y descuelga el auricular. «Odio las bromas estúpidas», añade desafiante. Y marca el cinco, cuatro, cinco, seis, siete, cinco, seis.
Al otro lado del teléfono no hay nadie. Deja que suene hasta que se corta la señal. Pero al otro lado del teléfono sí hay alguien. Y ella puede imaginarlo perfectamente, dormido, espantando el timbre como se espanta una mosca, con un gesto de la mano que le tapa la cara y que, al levantar los dedos, deja entrever unas facciones algo demacradas, bajo la sombra de una barba de tres días.
Mini se mete en la cama. Ese hombre, ¿cómo olerá? Los hombres no suelen oler bien hasta que se salva el primer escollo, esa especie de agudo y penetrante, apelmazado olor a esfuerzos seminales, y entra una como en una cueva de cadencias más suaves y ondulantes, como si el olor del cuerpo propio redimiera al del varón y emergiera un paisaje nuevo, a veces agreste como el de los perfumes de la tele, otras cálido, siempre distinto... El olor de ese hombre en particular es el suspiro de un pozo amargo abriéndose, desde la oquedad arcillosa de las profundidades, al sol hiriente y tembloroso del desierto. ¿Es así realmente? Aspira hondo. Y se siente a su vez como una brizna de manzanilla desatando en el agua la transparencia de su dorado pigmento, diluyéndose en un terso placer espejeante.
Se despierta bruscamente, excitada. «¿Me habré enamorado?» No, no se ha enamorado. Sonríe. Tiene la mano entre las piernas, jugueteando sola con los rizos de su pubis. «Qué tonta soy». Se levanta, lanza una mirada de despecho al teléfono, y va a buscar un vaso de agua.
Desde la cocina puede ver la ciudad a sus pies, encendida en luces innumerables. Es como vivir en Nueva York. Le encanta. Lo que le hace fruncir el ceño es pensar que una de esas luces indiferenciadas tiene nombre, corresponde a un teléfono. Al teléfono de un bromista, de un hombre triste.
Bebe el agua despacio, y al caer el agua por la garganta le vuelven imágenes y sensaciones del sueño, turbadoras. «Parece ser, Mini, que está llegando la primavera.» Y se va a la cama con paso decidido, enfadada, dispuesta a cerrar los ojos y dormir de un tirón. Agarra el teléfono y marca.
Al otro lado contestan inmediatamente, sin dar tiempo a que suene la señal. Mini se queda sorprendida.
-¿Diga? -es una voz ansiosa, sobresaltada por su propia entonación. A veces me sale así, sin pretenderlo.
-Yo... perdón. Soy Mini.
-¿Mini? No, aquí no hay ninguna Mini -la verdad es que no entiendo muy bien.
-¡Es que Mini soy yo!
Hay tal indignación en su voz, que me veo en la obligación de ser lo más amable posible:
-Perdona, Mini, pero, ¿por quién preguntas?
Y Mini cuelga. Cuelga con tanta rabia que el auricular da un bote contra el anda y salta a un lado. Me parece escuchar unos ruidos, y trato de hacerme oír:
-¡Perdona, Mini! ¡No me acordaba, es que estaba dormido!
Sí, acabo de recordarlo: fue la noche del viernes, casi de madrugada. Al pararme en un semáforo, noté que alguien miraba mi coche. No a mí, sino al coche. Fue una sensación muy precisa. Por mi parte, tampoco miré, pero sí entreví el perfil fugaz de una mujer.
Luego las cosas fueron complicándose: al parecer llevábamos el mismo trayecto, de manera que podría parecer que nos perseguíamos el uno al otro por la soledad de las calles, situación que ocurre a veces, que me incomoda, y que, por pruritos acaso paranoicos, procuro siempre desmentir. Y de este modo fuimos trenzando un fantástico y sinuoso viaje en el que las curvas del recorrido, el destino y los semáforos urdían una especial partitura. Nuestros dos coches se entendían a la perfección, se comportaban con tan recíproca elegancia y armonía («pase usted primero», «disculpe», etc.) que aquello era claramente una aventura galante.
Sensación que no quedó desmentida cuando el mini se detuvo frente a un portal y yo seguí mi camino sin volver la cabeza, en alas de la misma naturalidad fingida con que habíamos administrado todo el trayecto. El impulso duró lo suficiente como para dar la vuelta a la manzana sin sombra de premeditación, detenerme esta vez junto al coche ya aparcado y, con una mano más firme de lo que prometía el índice de alcohol en mis venas, escribir aquel insensato mensaje de amor.
-¡Mini, es cierto, te quiero, soy el del seat blanco!
Pero Mini no escucha. Se ha levantado, se ha vestido de nuevo, y ha vuelto al Roger's. Allí ya no queda nadie, sólo el camarero, que recoge las copas apresuradamente.
Me hubiera gustado conocerla. Para una vez que hago una tontería, merecía haber experimentado las consecuencias.
Pero mañana, cuando despierte de su larga noche y vea el auricular descolgado, sonreirá levemente al ponerlo en su sitio, se cerciorará satisfecha de que ha olvidado el número fatal, acaso meramente imaginario, e irá a la cocina a prepararse un huevo frito y un vaso de leche helada, que es lo que suele desayunar los domingos, aunque no siempre. Sus pies descalzos pisarán con fresco agrado las baldosas relucientes de la cocina, y la rueda del reloj del horno hará al girar su característico ruido de mecanismo forzado: una vez más, todo estará en orden.

 Agustín Cerezales

(Relato incluido en Escaleras en el limbo, Lumen, 1991).



Nota: narrativabreve.com es un blog sin ánimo de lucro que trabaja como redifusor de textos literarios, y en señal de buena voluntad indica siempre -que es posible- la fuente de los textos y las imágenes publicados. En cualquier caso, si algún autor o editor quisiera renunciar a la difusión de textos suyos que han sido publicados en este blog, no tiene más que comunicarlo en la siguiente direción: info@narrativabreve.com).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

narrativabreve.com agradece tus comentarios.

Nota: el administrador de este blog revisará cada comentario antes de publicarlo para confirmar que no se trata de spam o de publicidad encubierta. Cualquier lector tiene derecho a opinar en libertad, pero narrativabreve.com no publicará comentarios que incluyan insultos.