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Fotografía: Francisco Rodríguez Criado |
Dejaban los harapos encima de los bancos como a veces se dejan los consejos en el borde herrumbroso de la noche. Todos pertenecían a una tribu ya extinta de anónimos arcángeles y se iban reuniendo en la sólita plaza después de algún errático suplicatorio de inocencia . Allí habitaban juntos y pretéritos, amorfos y silentes, con sus medallas de mendigo colgándoles del sueño a manera de lágrimas y el hedor de los años repartido en maternales bolsas de papel.
Todo el tiempo del mundo era de ellos y se lo intercambiaban a escondidas con decoro magnánimo. Ofrecían su vida a cambio de absolutamente nada, pues morir era sólo una indigencia algo más perdurable que las otras. Ni siquiera su sangre de hiperbóreos los hizo conciliarse con el subsidio ártico del frío. Mas no olvidaban nunca que aquellas dosis de alcohol ganado en justas lides, daban rango de gloria a su miseria. Y allí permanecían en situación de pródigos, mientras las horas como trapos caían despacito en los dulces rincones de la plaza. ¿Quién entre todos ellos creyó por un momento perdido el paraíso?
[De Laberinto de fortuna]
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